En ese momento ya habían pasado casi dos años desde que había firmado mi contrato con los editores y no tenía noticias de ellos. En realidad había llegado a pensar que los únicos ejemplares de mi novela “La Cruz de la Victoria” que verían la luz serían las fotocopias encuadernadas con canutillo que tenían algunos de mis amigos, cuando recibí una llamada que ya no esperaba. Recuerdo que fue durante un verano, en mi casa de Torre del Mar, y atascado para resolver las coincidencias y discrepancias entre “La Caja de las Ágatas” y “El mozárabe”, cuando mis editores me comunicaban que habían solicitado una subvención del Ministerio de Cultura para editar mi novela y se la habían concedido. Uno de ellos, Patricia, estaba de vacaciones en la cercana Málaga y nos reunimos para hablar del tema. Ella era la que se encargaba principalmente de la parte literaria y me dio una serie de sugerencias para mejorar la novela antes de su publicación.
Sin dudar un instante, aparqué lo que estaba haciendo e introduje en el ordenador los disquettes (En aquellos tiempos casi nadie tenía grabador de CDs, y de los USB ni señales) con la primera novela y me puse ilusionado al trabajo. Al volver a Madrid, ya tenía redactado un nuevo capítulo, en forma de prólogo, para satisfacer las peticiones editoriales, aunque con ello la novela no comenzaba justo en el mismo lugar en que iba a terminar, como había sido mi primera intención, y con ello me presenté, ufano, en las oficinas de la Editorial.
Allí comencé a descubrir algo que, después, aprendí que debe ser habitual en las relaciones entre escritores y editores. Casi nunca tienen los mismos puntos de vista. Comenzamos por el título; Alberto opinaba que en él debería aparecer la palabra “Pelayo” para mejor atraer a los lectores. Eso alteraba mi visión de conjunto acerca de una trilogía acerca de las tres joyas más impactantes de la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo. Mi primera impresión fue negarme, pero al instante recordé que yo mismo había introducido otras dos novelas que ninguna relación tenían con dichas joyas y las dificultades que estaba encontrando para encajar la Caja de las Ágatas en la última. Con un suspiro, y algo de pena, renuncié a lo que había sido mi primera inspiración a la hora de plantearme escribir y acepté.
A continuación siguieron otras sugerencias sobre casi todos los capítulos. Tomé nota de ellas y, puesto que el tiempo apremiaba y yo ya tenía mi horario normal de trabajo, me entregué con frenesí a la tarea de intentar compaginar las sugerencias de mis editores con lo ya escrito. Antes de un mes entregué el nuevo borrador y me sentí satisfecho de mí mismo. Ya no había más que esperar a que me entregasen las galeradas y aguardar a ver mi primera novela, que iba a llamarse “Pelayo, Rey” editada. Hasta me habían enseñado la portada y me había complacido. Todo estaba controlado. ¿Todo? Pues, como se dice ahora, iba a ser que no.
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