PÓRTICO
“Etenim omnes filii regis inter se coniuriatione facta, patrem suum
expulerunt …//… etenim causa orationis ad sanctum Iacobum rex perrexit”
“En efecto, todos los hijos del
rey, hecha conjuración entre sí, expulsaron a su padre …//… pero, a causa de
hacer oración, el rey fue a Santiago…”
(Historia
Silense, traducción de Manuel Gómez Moreno).
El trueno hizo
rebotar sus ecos por los montes que rodeaban el valle en que se encontraba la iglesia,
cuando apenas se había apagado el resplandor del relámpago que le precedía. La
tormenta estaba en su apogeo y los gruesos goterones caían con fuerza sobre el
reducido grupo de personas que, ignorando las molestias de la lluvia, habían
conducido sus cabalgaduras hasta el pórtico del templo dedicado al Apóstol.
El jinete que
marchaba a la cola del grupo (él, que siempre lo había hecho a la cabeza de sus
hombres) desmontó con parsimonia de su caballo y, dejando caer hacia atrás la
capucha que había tapado sus escasos y grises cabellos penetró en el recinto
sagrado. Los hombres que le acompañaban le habían precedido tomando posiciones
en las naves laterales del edificio, pero él avanzó pausadamente por la central
dejando un reguero de gotas de agua que resbalaban de la capa de piel con la
que había intentado inútilmente protegerse del aguacero bajo el que había
cabalgado los últimos días.
En el fondo y
a un lado del altar, un grupo de monjes observaba con curiosidad, no mitigada
por el hecho de que, sin duda, estaban avisados de la llegada del importante
personaje, al anciano que, ajeno a todo, se acercaba hacia el sitio en que los
gruesos muros de piedra del templo alcanzaban mayor altura magnificando el
sitio en que se había encontrado la tumba del Apóstol y sobre el que, ahora, se
hallaba el ara de la Iglesia.
Delante de los
tres escalones de piedra que elevaban el lugar sagrado, el anciano se detuvo y
levantó la vista hacia el crucifijo que dominaba el retablo.
Ante la
representación del Hijo de Dios, al cansado viajero se le escapó un grito que,
saliendo entre sus labios temblorosos, provenía, más que de su agrietada
garganta, desde dentro de su, aún más viejo y cansado, corazón.
—¿Por qué?
Dios mío, ¿Por qué?
Y, como si sus
fuerzas solamente hubieran aguantado hacia ese momento, el anciano se desplomó
sobre los escalones y oró.
Y, al tiempo,
y por tercera vez en su vida, Alfonso III, al que la posterioridad conocería
como el rey Magno, lloró.
Mientras las
lágrimas resbalaban por sus mejillas, y los nobles que le acompañaban se
miraban unos a otros, inquietos, sin saber si acudir a socorrer a su señor, o
si esto iba a causar su enojo por interrumpir las oraciones que, según había
manifestado, había acudido a hacer ante el Apóstol, Alfonso se sintió inundado
por los recuerdos. Comenzando por los primeros de los que tenía verdadera
conciencia. Los de aquel otro día en que había sentido húmedas sus mejillas, 67
años antes. Cuando, con solo cuatro años de edad, acompañó a su padre, Ordoño,
a la coronación de su abuelo, Ramiro I.
En aquellos
tiempos no había comprendido muy bien lo que pasaba, y no podría asegurar
cuáles de sus recuerdos actuales correspondían a lo que él mismo había
experimentado y cuáles a lo que le habían explicado sus cuidadores después.
El gran rey
Alfonso II, “el Casto”, cuyo nombre de pila llevaba con orgullo, había
fallecido a la avanzada edad de 82 años (¿Cómo se podría ser tan viejo? Él
mismo tenía 71 y no le parecía posible
cumplir muchos más) y, puesto que, obviamente, no tenía hijos, dos
pretendientes se habían disputado el trono. El cuñado del rey, Nepociano,
basándose en el hecho de haberse casado con la hermana del rey, Jimena, por ser
el mayordomo de palacio, y con la justificación de alguna promesa arrancada al
anciano monarca cuando ambos se enfrentaban a alguna de las temibles aceifas
musulmanas, reclamó para sí el derecho al trono y se apropió del mismo y de la
ciudad de Oviedo.
Pero su
abuelo, Ramiro (otro anciano, aunque joven en comparación con su rival), hijo
de Bermudo I, “el Diácono”, el antecesor en el trono del Rey Casto, adujo que,
al recibir la corona, Alfonso había prometido a Bermudo que, a su muerte, el
trono retornaría al poder de los hijos del diácono. (Y la historia de que un
diácono tenga hijos es complicada para resumirla aquí).
La adhesión de
los nobles se dividió entre ambos pretendientes, pero el joven reino asturiano
era una nación en expansión, y los más fuertes y mejores de sus hombres ya no
estaban en Cangas ni en Oviedo, la matriz del reino, sino en las fronteras,
luchando por ampliarlo. Así que, mientras Nepociano se aferraba al trono en la
capital, Ramiro, con un ejército de castellanos y gallegos se enfrentaba a él y
conseguía derrotarle y apresarle.
Debido a esto,
en el año de gracia de 842, un niño de cuatro años, en un día tan lluvioso como
el de hoy, veía, sin comprender del todo, como el rival de su abuelo era
llevado al cadalso levantado en la plaza mayor de la capital, mientras su
padre, Ordoño, se movía intranquilo en su caballo, pues a él le tocaba ahora la
responsabilidad de ser el príncipe heredero.
Y con esto no
se hacía más que justicia a los mejores derechos de su familia. Pues Nepociano
no era más que un advenedizo, mientras que, agotada con Alfonso II la
descendencia de Pelayo, el libertador, no había en todo el reino estirpe más
noble que la suya: Hijo del príncipe Ordoño, nieto del rey Ramiro, bisnieto del
rey Bermudo, tataranieto del conde Fruela, “el mayor”, quien a su vez era hijo
de Pedro, último duque de Cantabria antes
de la invasión musulmana y descendiente directo a su vez de los reyes godos
Chindasvinto y Recesvinto.
Eso cuidaron
los educadores del niño de hacérselo aprender, Y eso intentó él mismo trasmitir
a la posterioridad cuando, ya rey, se preocupó de que se redactaran crónicas
sobre su reinado y los anteriores.
Pero su
recuerdo más agudo, recuerdo que aún le perseguía en las noches de insomnio,
fue el del momento en que el puñal, calentado al rojo, del verdugo, sacó de sus
órbitas los ojos del que se había atrevido a intentar apartar a su familia del
trono que les pertenecía, y del grito, el espantoso grito con que el cautivo
correspondió al terrible tormento.
Si la
multitud, insensible, cruel, como todas las multitudes, vio entre risas y
chanzas el suplicio, o si en algunos hubo sentimientos de piedad hacia el
sufrimiento del anciano, Alfonso no lo recordaba. Solo tenía en su memoria la
sensación de espanto y el irreprimible fluir de su llanto. Y la mano de su
padre, aferrándole suavemente por el brazo y diciéndole en voz baja: “—Alfonso.
Sé fuerte. Un rey, y tú vas a ser rey algún día, no debe llorar. Y menos ante
los que van a ser sus súbditos”.
No fue ése el
último consejo que recibió de su padre Ordoño, pero sí el primero que
recordaba. Y, apretando los dientes, intentó complacer a su padre y hacerse
digno de él.
Porque eso
había sido su vida. Hacerse digno de su abuelo, el rey Ramiro I, tan rígido e
inflexible —“Vara de la justicia”, le habían llamado—, quizá debido a los años
que había esperado para hacerse con el trono.
Hacerse digno
del otro gran rey, Alfonso, el segundo de este nombre, llamado “el Casto” por
la santidad de su vida, y cuyo nombre le había sido impuesto por orden de su
abuelo, quizá para corresponder a la promesa (o por hacerla creíble) de que el
trono volvería a su familia.
Hacerse digno
de su padre, el rey Ordoño, prudente, reflexivo y justo.
Hacerse digno
del Reino Asturiano, el heredero del reino de los godos. Y continuar la defensa
del cristianismo frente a los invasores musulmanes.
Hacerse digno
de su destino.
¿Y todo para
qué? ¿Para llegar así, a su vejez, rezando y gimiendo postrado ante un altar?
¿Acaso sus esfuerzos habían sido en vano?
Pero los
recuerdos siguieron viniendo en tropel a su cansada mente.