24 de mayo de 2019

LA CRUZ DE LA VICTORIA (fragmento)

Como continuación de mi entrada anterior, publico el comienzo de esta novela:


PÓRTICO






“Etenim omnes filii regis inter se coniuriatione facta, patrem suum expulerunt …//… etenim causa orationis ad sanctum Iacobum rex perrexit”

“En efecto, todos los hijos del rey, hecha conjuración entre sí, expulsaron a su padre …//… pero, a causa de hacer oración, el rey fue a Santiago…”
(Historia Silense, traducción de Manuel Gómez Moreno).





El trueno hizo rebotar sus ecos por los montes que rodeaban el valle en que se encontraba la iglesia, cuando apenas se había apagado el resplandor del relámpago que le precedía. La tormenta estaba en su apogeo y los gruesos goterones caían con fuerza sobre el reducido grupo de personas que, ignorando las molestias de la lluvia, habían conducido sus cabalgaduras hasta el pórtico del templo dedicado al Apóstol.
El jinete que marchaba a la cola del grupo (él, que siempre lo había hecho a la cabeza de sus hombres) desmontó con parsimonia de su caballo y, dejando caer hacia atrás la capucha que había tapado sus escasos y grises cabellos penetró en el recinto sagrado. Los hombres que le acompañaban le habían precedido tomando posiciones en las naves laterales del edificio, pero él avanzó pausadamente por la central dejando un reguero de gotas de agua que resbalaban de la capa de piel con la que había intentado inútilmente protegerse del aguacero bajo el que había cabalgado los últimos días.
En el fondo y a un lado del altar, un grupo de monjes observaba con curiosidad, no mitigada por el hecho de que, sin duda, estaban avisados de la llegada del importante personaje, al anciano que, ajeno a todo, se acercaba hacia el sitio en que los gruesos muros de piedra del templo alcanzaban mayor altura magnificando el sitio en que se había encontrado la tumba del Apóstol y sobre el que, ahora, se hallaba el ara de la Iglesia.
Delante de los tres escalones de piedra que elevaban el lugar sagrado, el anciano se detuvo y levantó la vista hacia el crucifijo que dominaba el retablo.
Ante la representación del Hijo de Dios, al cansado viajero se le escapó un grito que, saliendo entre sus labios temblorosos, provenía, más que de su agrietada garganta, desde dentro de su, aún más viejo y cansado, corazón.
—¿Por qué? Dios mío, ¿Por qué?
Y, como si sus fuerzas solamente hubieran aguantado hacia ese momento, el anciano se desplomó sobre los escalones y oró.
Y, al tiempo, y por tercera vez en su vida, Alfonso III, al que la posterioridad conocería como el rey Magno, lloró.






Mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y los nobles que le acompañaban se miraban unos a otros, inquietos, sin saber si acudir a socorrer a su señor, o si esto iba a causar su enojo por interrumpir las oraciones que, según había manifestado, había acudido a hacer ante el Apóstol, Alfonso se sintió inundado por los recuerdos. Comenzando por los primeros de los que tenía verdadera conciencia. Los de aquel otro día en que había sentido húmedas sus mejillas, 67 años antes. Cuando, con solo cuatro años de edad, acompañó a su padre, Ordoño, a la coronación de su abuelo, Ramiro I.
En aquellos tiempos no había comprendido muy bien lo que pasaba, y no podría asegurar cuáles de sus recuerdos actuales correspondían a lo que él mismo había experimentado y cuáles a lo que le habían explicado sus cuidadores después.
El gran rey Alfonso II, “el Casto”, cuyo nombre de pila llevaba con orgullo, había fallecido a la avanzada edad de 82 años (¿Cómo se podría ser tan viejo? Él mismo tenía 71 y no le parecía posible cumplir muchos más) y, puesto que, obviamente, no tenía hijos, dos pretendientes se habían disputado el trono. El cuñado del rey, Nepociano, basándose en el hecho de haberse casado con la hermana del rey, Jimena, por ser el mayordomo de palacio, y con la justificación de alguna promesa arrancada al anciano monarca cuando ambos se enfrentaban a alguna de las temibles aceifas musulmanas, reclamó para sí el derecho al trono y se apropió del mismo y de la ciudad de Oviedo.
Pero su abuelo, Ramiro (otro anciano, aunque joven en comparación con su rival), hijo de Bermudo I, “el Diácono”, el antecesor en el trono del Rey Casto, adujo que, al recibir la corona, Alfonso había prometido a Bermudo que, a su muerte, el trono retornaría al poder de los hijos del diácono. (Y la historia de que un diácono tenga hijos es complicada para resumirla aquí).
La adhesión de los nobles se dividió entre ambos pretendientes, pero el joven reino asturiano era una nación en expansión, y los más fuertes y mejores de sus hombres ya no estaban en Cangas ni en Oviedo, la matriz del reino, sino en las fronteras, luchando por ampliarlo. Así que, mientras Nepociano se aferraba al trono en la capital, Ramiro, con un ejército de castellanos y gallegos se enfrentaba a él y conseguía derrotarle y apresarle.
Debido a esto, en el año de gracia de 842, un niño de cuatro años, en un día tan lluvioso como el de hoy, veía, sin comprender del todo, como el rival de su abuelo era llevado al cadalso levantado en la plaza mayor de la capital, mientras su padre, Ordoño, se movía intranquilo en su caballo, pues a él le tocaba ahora la responsabilidad de ser el príncipe heredero.
Y con esto no se hacía más que justicia a los mejores derechos de su familia. Pues Nepociano no era más que un advenedizo, mientras que, agotada con Alfonso II la descendencia de Pelayo, el libertador, no había en todo el reino estirpe más noble que la suya: Hijo del príncipe Ordoño, nieto del rey Ramiro, bisnieto del rey Bermudo, tataranieto del conde Fruela, “el mayor”, quien a su vez era hijo de Pedro, último duque de Cantabria antes de la invasión musulmana y descendiente directo a su vez de los reyes godos Chindasvinto y Recesvinto.
Eso cuidaron los educadores del niño de hacérselo aprender, Y eso intentó él mismo trasmitir a la posterioridad cuando, ya rey, se preocupó de que se redactaran crónicas sobre su reinado y los anteriores.
Pero su recuerdo más agudo, recuerdo que aún le perseguía en las noches de insomnio, fue el del momento en que el puñal, calentado al rojo, del verdugo, sacó de sus órbitas los ojos del que se había atrevido a intentar apartar a su familia del trono que les pertenecía, y del grito, el espantoso grito con que el cautivo correspondió al terrible tormento.
Si la multitud, insensible, cruel, como todas las multitudes, vio entre risas y chanzas el suplicio, o si en algunos hubo sentimientos de piedad hacia el sufrimiento del anciano, Alfonso no lo recordaba. Solo tenía en su memoria la sensación de espanto y el irreprimible fluir de su llanto. Y la mano de su padre, aferrándole suavemente por el brazo y diciéndole en voz baja: “—Alfonso. Sé fuerte. Un rey, y tú vas a ser rey algún día, no debe llorar. Y menos ante los que van a ser sus súbditos”.
No fue ése el último consejo que recibió de su padre Ordoño, pero sí el primero que recordaba. Y, apretando los dientes, intentó complacer a su padre y hacerse digno de él.
Porque eso había sido su vida. Hacerse digno de su abuelo, el rey Ramiro I, tan rígido e inflexible —“Vara de la justicia”, le habían llamado—, quizá debido a los años que había esperado para hacerse con el trono.
Hacerse digno del otro gran rey, Alfonso, el segundo de este nombre, llamado “el Casto” por la santidad de su vida, y cuyo nombre le había sido impuesto por orden de su abuelo, quizá para corresponder a la promesa (o por hacerla creíble) de que el trono volvería a su familia.
Hacerse digno de su padre, el rey Ordoño, prudente, reflexivo y justo.
Hacerse digno del Reino Asturiano, el heredero del reino de los godos. Y continuar la defensa del cristianismo frente a los invasores musulmanes.
Hacerse digno de su destino.
¿Y todo para qué? ¿Para llegar así, a su vejez, rezando y gimiendo postrado ante un altar? ¿Acaso sus esfuerzos habían sido en vano?
Pero los recuerdos siguieron viniendo en tropel a su cansada mente.



LA CRUZ DE LA VICTORIA.


¡Cinco meses sin escribir nada por aquí! Es demasiado tiempo. Y no solo por aquí, también abandoné mi blog reyesasturianos.blogspot.com; y mi página de Facebook Pelayo, rey; y mi propia biografía de Facebook. Y no es porque no tuviera cosas que contar, porque los acontecimientos se precipitaron, pero así fue. Y vamos a intentar ponernos al día.

Primero, en cuanto a mi vida personal (nada importante, gracias a Dios); Ya he dicho en otro momento que otra de mis aficiones es el teatro; y que actúo en la compañía (amateur) de teatro, Indocentes, formada por profesores, padres, alumnos y demás personal del Colegio Santa María de los Rosales, institución educativa en la que he desarrollado mi vida laboral. Este año, el director y fundador de la compañía, Jaime Buhigas, se vio precisado a dejarlo por sus muchos compromisos, y los compañeros tuvieron la ocurrencia de sugerir que yo tomase su lugar (tarea para la que no estoy, en absoluto, preparado). No pude negarme, pero entre escoger obra, adaptarla, y ocuparme del resto de las múltiples obligaciones que surgieron, apenas tuve tiempo (ni ganas de pensar) para otras cosas, entre ellas mi actividad literaria.

En otro orden de cosas, mi hermano Anselmo creó un grupo de Facebook (cerrado) con el nombre de LOS JUNQUERA, para intentar unir a todos nuestros parientes desperdigados por el mundo. Me autoimpuse la tarea de conseguir que funcionase y eso también se llevó gran parte del poco tiempo que me quedaba libre.

Seguía esperando que la editorial Temperley (mi compañero Mariano Vilella) acabase de preparar el primero de los dos libros que formaban La Estirpe de los Reyes, pero temía que no fuese a tiempo de hacer la presentación, tantas veces postergada, (dos años) de esa novela en el colegio. Y, en estas, me comunica la editorial Sial Pigmalión que está dispuesta a publicar mi novela La Cruz de la Victoria para la Feria del Libro de Madrid de este año. Y a partir de ahí la actividad fue frenética. Decir a Mariano que parase la edición de la Estirpe (justo cuando iba a ser enviada a la imprenta), porque la nueva editorial no quería que se publicasen dos libros míos por las mismas fechas. Corregir La Cruz de la Victoria, primero mi borrador, y luego las pruebas que me enviaba la editorial (cada vez que se corrige una novela, se encuentran fallos que enmendar; párrafos que, en realidad, sobran; argumentos nuevos que pueden enriquecerla, etc.)

También, por indicación de la nueva editorial, tenía que finalizar mi contrato con la editorial Imágica (en realidad, había finalizado hacía unos años, pero Alberto seguía vendiendo ejemplares) y con SapereAude (mismo caso).

Asimismo, mi amigo Eduardo Martínez Rico me pidió otro cuento para “A vuelapluma”. Este lo hice sobre los emigrantes, inspirado en mi propio tío, Anselmo Vega.

Y, por fin, acabado todo, el próximo jueves presentaré la novela en el colegio, y la semana siguiente iré a la Feria DEL Libro a firmar ejemplares los días 2 y 6 por la tarde.