21 de septiembre de 2017

REPETICIONES III

Continuamos esta serie de entradas, refiriéndonos al conde Rodulfo, del que comprobamos que no puede olvidar la muerte de su padre, pues nos la recuerda en varias ocasiones y que la habíamos narrado en la anterior novela LA MURALLA ESMERALDA; y luego nos fijaremos en Alarico, que parece estar obsesionado con la indigestión de mejillones de su amigo Nicéforo, que también habíamos leído en esa misma novela:

El conde Rodulfo, hablando, bien con el conde Fruela o con Xinto, recuerda varias veces la muerte de su padre:

En el capítulo II, pag. 9 (de mi borrador), en una larga conversación:
“—Y no quiero acordarme de él —exclamó Rodulfo, con el semblante repentinamente endurecido—. Por su culpa mi padre encontró la muerte. Tras varios años ausente volví a verle solo para sostenerle en mis brazos mientras abandonaba este mundo, herido por la espalda por el jefe de los musulmanes, mientras corría para avisarnos de que nos habían tendido una celada. Pero el culpable fue tu cuñado, que había avisado a nuestros enemigos de que les estábamos esperando —concluyó apretando los dientes.
—Yo hubiera desado matarle allí mismo —añadió el conde Fruela, iguamente irritado por los recuerdos que acudieron a su mente—. Y lo hubiera hecho de si no se hubieran adelantado sus propios hombres, indignados con su traición.
—Nosotros resolvemos nuestros propios asuntos —dijo, secamente, el astur—. Pero ese fue el primer marido de mi hermana, indigno de suceder a mi padre, Oreyu. Ahora el jefe es su segundo marido, y tampoco creo que reuna las cualidades necesarias.
Don Pelayo y yo corríamos hacia mi padre —continuó Rodulfo, sumido en sus tristes rememoraciones—, pero veíamos que no podríamos llegar hasta él antes de que el jefe de los musulmanes le alcanzase
—Abdallah —le interrumpió Xinto, hablando entre dientes, a quen también el pensar en aquel momento le había hecho crispar el gesto—. Se llamaba Abadallah y había estado a punto de matarnos a Alarico y a mí varias veces.
El conde prosiguió, sin que la intervención del astur hubiese conseguido distraerle de sus pensamientos. —Entonces Pelayo lanzó su “francisca”, con la que nunca había fallado. Yo iba unos pasos por delante y la sentí pasar al lado de mi cara; por un momento me llené de alivio pensando que iba a salvar a mi padre, pero otro de los musulmanes se interpuso en su camino y recibió el impacto destinado a su jefe —Rodulfo llevó maquinalmente la mano al arma que pendía de su cinturón—. Desde aquel día don Pelayo no quiso usarla más, entristecido porque no había sido capaz de salvar a su amigo, pero yo la recogí y la guardé. Todo lo que sucede ocurre porque está dentro de los designos de Dios, y, quizá, el destino de mi padre era dar su vida para que otros pudieran vivir… y ojalá que el mío algún día sea el mismo —concluyó en voz baja.
—De todas maneras, Pelayo alcanzó al musulmán y le derribó de su caballo —le dijo Fruela, recordando lo sucedido—. Hubiera podido acabar con él, pero se acercó al cuerpo caído de tu padre para compartir con vosotros sus últimos momentos; el musulmán aprovechó la ocasión para escapar por el bosque.
—Y allí estaba esperándole yo —añadió el astur, mientras su mano, involuntariamente, acariciaba una antigua cicatriz, apenas visible, que cruzaba su rostro—. Y todo se acabó —concluyó con acento sombrío.”

Cap. VIII, pag. 67:
“—¿Sumido en tus pensamientos? —dijo el conde Fruela, que había dejado por unos momentos su puesto a la cabeza de la columna, acercándose a Rodulfo, que marchaba unos pasos más atrás—. Este sitio te trae recuerdos, ¿verdad? El día del entierro de Favila estuvimos hablando precisamente de ello.
—asintió el aludido—. Aquí fue donde murió Julián, mi padre. Venía prisionero con el ejército de musulmanes, pero consiguió escaparse para darnos aviso de que nos preparaban una trampa y eso nos salvó la vida, aunque le costó la suya. Yo salí corriendo para auxiliarle, pero llegué tarde —dijo, con un suspiro—. El rey Pelayo, que iba unos pasos tras de mí, lanzó su francisca y mató a uno de ellos, pero su jefe le alcanzó antes que nosotros —concluyó el conde, asiendo, maquinalmente, el hacha de mano que pendía de su cinturón y mirándola con tristeza.
—Yo estaba emboscado con la mitad de nuestros hombres allí —dijo Fruela, señalando al otro lado del riachuelo al lado del cual discurría el sendero—, ignorante de que los musulmanes sabían nuestros planes y que el grueso de sus fuerzas marchaba más atrás, esperando que saliéramos de nuestros escondites para atacarnos. La valiente y generosa actitud de tu padre frustró sus intenciones y nos permitió obtener una victoria completa. Nunca pude saber a cuantos enemigos quité la vida aquel día, pero tendría que haber tenido varias manos para poder contarlos.
—Yo no dí ni un solo golpe —Rodulfo parecía estar meditando en voz alta—. Solo podía estar arrodillado al lado de mi padre, viendo cómo se le escapaba la vida por la terrible herida y sin poder hacer nada por evitarlo. ¡Qué inútil e impotente me sentí! Al acabar la lucha Xinto arrojó a los pies del cadáver de mi padre el khilab ensangrentado de su asesino anunciando que le había vengado, pero eso no me sirvió de consuelo. Hacía apenas un año que había perdido a mi amada Brunequilda y ahora, mi padre, del que nada sabía desde hacía años, volvía solo para morir en mis brazos. ¿Para qué tanta lucha? ¿Para qué tanto esfuerzo? Si, al final, no servimos de nada…
—¿De nada? ¿Cómo crees que sobrevive el reino si no es gracias a tu sabiduría y eficacia? Sin ti, mi hermano no podría gobernar ni la mitad de bien de cómo lo hace.
—Solo hago aquello que me enseñó mi padre.
—Y yo lo que aprendí del mío. Todos hacemos lo que tenemos que hacer y no hay más de que preocuparse —dijo Fruela, con una sonrisa indicativa de que las complicaciones mentales no iban con él—. ¡Hola, hermano! —saludó, al ver que el monarca avanzaba hacia ellos desde su puesto en el centro de la columna—. Estábamos recordando la última vez que luchamos contra los musulmanes. Fue aquí mismo.

—Sí —asintió Alfonso—. Vosotros matando enemigos mientras yo me quedaba atrás ocupándome de los asuntos de gobierno. Agradecedme que no os guarde rencor y que esta vez os haya permitido venir y compartir conmigo la gloria del combate y la victoria. ¡Vamos! Avivad el paso o no llegaremos a la cumbre antes de la noche.”


En cuanto a Alarico, parece tener una fijación con la indigestión que sufrió Nicéforo, provocada por una comilona de mejillones, que relatamos en la novela La Muralla Esmeralda:

En el Cap. V, pag. 39:
“—Sí —asintió Alarico—. Sustituyéndote como embajador de Bizancio ante Carlos Martel, puesto que tú estabas prostrado en la litera de tu camarote, agotado por una fuerte diarrea —y el godo no pudo evitar una carcajada, la primera que profería en mucho tiempo, al recordar la escena—. Ya entonces no sabías tener medida en la comida.
—La mayor que tuve en toda mi vida —asintió el griego, riéndose estruendosamente a su vez—. Desde entonces no he vuelto a probar los mejillones.”

Cap. VII, pag. 63:
“—Esto es lo que haremos —dijo el navegante—. Mañana por la mañana Jamal levará anclas y navegará hasta Thesalónica. Allí adquirirá esta lista de pertrechos —continuó, acercando un pergamino a su segundo—, que es lo que me ha demandado Dimitri. Éste —añadió, señalando al más corpulento de los hombres que le acompañaban—, te acompañará, vestido con mis ropas. Y en los puertos se dejará ver de vez en cuando en cubierta, para que nadie dude de que estoy a bordo. Cuando vuelvas a Antalya le dirás al strategos que estoy enfermo y que por eso no bajo a negociar con él personalmente…
¿De una indigestión de mejillones? —sugirió Alarico, sin poder evitar una sonrisa.
—No me lo recuerdes —replicó el griego, torciendo el gesto—.”

Cap. XI, pag. 115.
“Después de tres días de fatigoso caminar por una región árida y pedregosa, los embajadores bizantinos llegaron a la vista de una ciudad populosa en la que destacaba una amurallada ciudadela situada en lo alto de una colina.
—Halab —dijo el jefe de la patrulla árabe, señalándola.
Nicéforo asintió con la cabeza. —Ahí está nuestro destino —dijo a su amigo—. Así la denominan los musulmanes. Procuremos entrar con la mayor dignidad posible. ¿Cómo te sienta ser embajador del basileus?
—No es la primera vez que ostento este cargo —replicó el godo—. Aunque la otra vez fue sustituyendo a un amigo postrado en el lecho por una indigestión. ¿Te acuerdas?
Nicéforo soltó una carcajada. —Es cierto —asintió—. Tú no permites que lo olvide.”

11 de septiembre de 2017

REPETICIONES II

Sigamos por el rey, Fruela I, de vida mucho más corta, pero que también (y sobre todo, debido a su carácter, fuerte, pero simple y previsible, también repite actitudes o argumentaciones)

En el segundo tomo, Cap.XXII, pag. 30:
“—Es cierto que no sabemos mandar. Ni obedecer —dijo, a su vez, Vimara—; ni tú tampoco. ¿Por qué, entonces, eres tú quién siempre da las órdenes y nosotros los que las obedecemos?
La mirada de Fruela se endureció aún más, si eso fuera posible. —Si quieres saberlo —dijo—, coge una espada de prácticas y te demostraré una de las razones por lo que eso es así, ya que no eres capaz de aceptar las otras.”

En el capítulo XXIV, pag. 86:
“—Escucha, Teudis, y te hablo como al amigo que he reconocido que eres —le dijo con semblante serio—. Si yo, en algún momento, me intereso de verdad por alguna mujer, me importará muy poco lo que nadie pueda pensar al respecto. Y si quiero algo, lo conseguiré y no permitiré que nadie, oyes, ¡nadie!, se interponga. Y, si quieres que te siga respetando, haz tú lo mismo.”

Y en su coronación, pag. 106:
“Pero cuando Urbano colocó la corona en sus sienes, se prometió a sí mismo que ningún hijo ni descendiente suyo tendría que pasar por lo que consideraba una humillación ante los nobles.
Y, naturalmente, se equivocaba.”

En el cap. XXVI, pag. 127, hablando con Teudis:
“Fruela sonrió. —Sin quererlo, ya estoy ante mi primera decisión —dijo—. Iba a decirte que, en privado, te ahorrases el tratamiento, pues te considero mi camarada; pero no puedo. Ahora soy el rey.”

Y un poco después, en la misma conversación, en la siguiente página:
“—Escucha, Teudis, amigo mío —le dijo—. Soy hijo de Alfonso, el rey que llevó a nuestras tropas más allá de los montes, a las tierras que nos habían sido arrebatadas, desafiando abiertamente a los conquistadores. Soy nieto de Pelayo, el héroe que derrotó por primera vez a los musulmanes y que unió a las tribus dispersas de astures y a los godos fugitivos en un reino dispuesto a luchar por su independencia y por nuestra religión. Inevitablemente, me compararán con ellos. ¡Pero yo no soy mi padre! ¡Yo no soy mi abuelo! ¡Soy Fruela! Y soy el rey de Asturias.

En la 132:
“—Anagildo —continuó el rey, dirigiéndose al nuevo obispo—. Confío en ti para que, juntos, volvamos a la Iglesia al buen camino que nunca debió abandonar. Hay multitud de sacerdotes que, en lugar de preocuparse por el bienestar de los fieles a ellos encomendados, viven con holgura a su costa e, incluso, mantienen concubinas públicamente. Yo les obligaré a que reformen sus conductas y, a los que no lo hagan, ¡Por Dios nuestro Señor, que les sacaré la lujuria del cuerpo a base de azotes! —Fruela respiró hondo tratando de contener el acceso de ira que, por un momento, le había asaltado.”

Y, en el cap. XXVIII, pag. 166, discute con Vimara a propósito de Munia, lo que se repetirá bastantes veces:
“—Vine a recibir a Fruela —replicó la joven—. Además, las clases de Marco son muy aburridas. Si al menos fuese la hora de las de religión con el tío Isidoro… Y a partir de ahora no voy a poder volver por un tiempo con mi viejo preceptor. Fruela me ha ordenado que me encargue de su invitada.
—Una medida inteligente. Así nuestro rey tendrá tiempo de ocuparse de sus asuntos. Vamos, hermano —dijo Vimara, dirigiéndose al soberano con la familiaridad que empleaba cuando no había personas ajenas cerca—. Tendrás que reunir a los nobles para darles cuenta del resultado de la campaña.
Fruela levantó su mano derecha. —Un momento, Vimara —dijo, severamente—. Me parece bien que procures educar a nuestra hermana, porque reconozco que yo me siento inclinado a consentirla demasiado; pero no pienses que puedes hacer lo mismo conmigo. Soy tu hermano mayor, y, ya que pareces olvidarlo, te recuerdo que yo soy el rey.
—Nunca lo olvido, hermano —replicó el segundogénito—. Creo que lo tengo presente, incluso, más que tú mismo. Es por eso por lo que te lo recuerdo cuando pareces no ser consciente de ello.
El semblante de Fruela se contrajo. —¡Yo soy el rey! —repitió—. Y reuniré a los nobles cuándo y cómo me plazca —luego, respiró hondo y pareció controlarse, pues una leve sonrisa se dibujó en su rostro—. ¡Teudis! —exclamó—. Me ocuparé personalmente del alojamiento de mi invitada.”

Y, un poco más adelante, en la pag.169, hablando con Teudis:
“De nuevo las carcajadas de Fruela resonaron en la estancia. —¡No! —dijo—. No, aunque… ahora que lo dices, ¿por qué no? Sería divertido; solo por ver la cara que pondría Vimara valdría la pena —luego, intentando recuperar la seriedad, continuó—. No, no se trata de eso. No te preocupes, no creo que Munia quisiera casarse conmigo, es diferente a las damas de la corte, a las que solo les atrae la corona que llevo en la cabeza. Pero si la coloqué en un sitio preferente en el banquete fue solo para demostrar que el rey tiene derecho a hacer lo que quiera sin pararse a pensar si eso es del gusto de los nobles. Sí, Teudis, sí —continuó—. Lo hice para afirmar el prestigio del cargo que ostento, y, ya ves, todos acabaron agachando la cabeza y brindando conmigo a la salud de Munia.”

En la página 176, a la vuelta de Oviedo, hablando con Teudis:
“—He observado que vuestra invitada vasca no ha regresado con vos a la corte — opinó, entonces, el conde, midiendo cuidadosamente sus palabras.
—Es cierto —asintió el rey—. Munia no se encontraba a gusto en Cangas y, sin embargo, ha disfrutado mucho estos días en Oveto. Me ha pedido permiso para quedarse allí, aprovechando la hospitalidad de Máximo y Fromistano, y se lo he concedido.
—En ese caso, podréis dedicar más tiempo a las tareas de gobierno —observó Teudis, sin saber muy bien qué decir, pero comprendiendo, al instante, que no había elegido bien sus palabras.
—¿También tú crees que puedes decirme lo que tengo que hacer? — respondió, con viveza, el monarca, pero sin el estallido de ira que el conde había temido.
—Oh, no, señor —replicó, azarado, el mayordomo de palacio—. No era esa mi intención…
—Mejor —concedió el rey—. Porque yo seguiré haciendo lo que me plazca.”

Y, en la 177, hablando con Vimara:
“—Hermano —dijo, y en la premura del momento olvidó que a Fruela, cuando se encontraba en un acto oficial, le gustaba que se dirigieran a él con el protocolo debido, aunque no hubiera presente nadie fuera de sus familiares más cercanos—. No puedes marcharte otra vez. Tienes un reino que gobernar.
Fruela se volvió al que había osado contradecirle, y en sus ojos lucieron de nuevo destellos de ira. —¿Que no puedo? ¡Vimara! Yo puedo hacer lo que quiera. Y no sé de qué te quejas. Mientras yo estoy fuera tú eres quien ordena y manda en Cangas.
—Pero el caso es que no soy yo el destinado a hacer eso —respondió su hermano—. Tú naciste antes. Te voy a recordar una de tus frases favoritas; cada vez que discutimos, me cierras la boca diciendo: ¡Yo soy el rey! Y es cierto, hermano. Tú eres el rey. Y serlo conlleva obligaciones. Recuerda el día de tu coronación; juraste defender y respetar las costumbres de los godos. Y lo que te contestó el obispo: Rey serás si obras rectamente, si no, no lo serás. Quizá algunos nobles piensen que no estás cumpliendo con los deberes de tu cargo.
El rostro de Fruela se contrajo. —¿Es eso una amenaza? —preguntó, congestionado de ira mal contenida.
Por un instante Vimara intentó mantener la mirada de su hermano, pero luego bajó los ojos. —No —respondió—, por supuesto que no. Solo…
—¡Entonces no vuelvas a repetirla! —le interrumpió el monarca—. Porque si alguien me amenaza, sea quien sea, incluso tú, haré que se arrepienta el resto de su vida, que no será demasiado larga. Mañana partiré hacia Oveto. ¿Alguna objeción?
Vimara comprendió que había tensado demasiado la cuerda. —Ninguna, majestad —replicó, bajando la cabeza—. Se hará como deseéis.”

Cuando, en la pag. 186, en Samos, recibe la noticia de la desobediencia de Suero:
“—Y ambos mensajeros salieron a la vez —replicó el rey, indignado—. Por lo tanto, Suero partió de Lucus sabiendo que yo le reclamaba y haciendo caso omiso a mis órdenes. ¡Silo! —exclamó, volviéndose al jefe de sus fideles—. Di a los hombres que se preparen. Iremos a Lucus, depondremos a ese intrigante y nombraremos gobernador de Gallaecia a Sigmundo en su lugar —ordenó con semblante fiero.
—Escuchad, majestad —intervino Isidoro—. Quizá eso sea lo que Suero quiere. Sus partidarios son muchos, y si presenta ese acto como una intromisión del rey de Asturias en los asuntos de Gallaecia puede obtener aún más. Podríamos encontrarnos enfrentados a un enemigo muy superior e, incluso, vuestra vida podría correr peligro.
—¿Y debo dejar sin respuesta este insulto a la corona? —preguntó el enfurecido Fruela—. Ordenaré a Teudis que venga a encontrarnos con todo el ejército y colocaré la cabeza de Suero en una pica en las almenas de Lucus. ¿Acaso dudas de que puedo aplastar sin compasión a ese rebelde?”

Y, comentando ese asunto con Teudis, a la vuelta:
“Con gusto te hubiera ordenado que partieras con el ejército a unirte conmigo y le hubiera cortado la cabeza con mi propia espada —dijo con rabia—, pero Isidoro y el obispo Odoario me convencieron de que no me diese por enterado de su impertinencia.
—Me alegro de que lo hicierais así —replicó Teudis—. Muchos gallegos no se sienten a gusto como súbditos del rey de Asturias, y el conde Suero piensa, con toda seguridad, que en lugar de ser el conde de Lucus, a vuestras órdenes, podría ser el rey de Gallaecia, y trataros como un igual, por lo que, con disimulo, alimenta ese sentimiento de insumisión hacia vos. Si le hubierais atacado directamente, se habría producido un levantamiento general y nos habríamos visto envueltos en una guerra larga y sangrienta. El consejo del obispo de Lucus y de mi tío ha sido prudente y juicioso.
—Sí —asintió, de mala gana, el monarca—. Isidoro es prudente y juicioso, tú eres prudente y juicioso… ¡Pero yo estoy harto de ser prudente! Resolveré este asunto a mi manera, aunque tenga que esperar el momento adecuado para hacerlo.”

En la página 189, cuando recibe la noticia del avance del ejército musulmán:
“—Id a vuestras tareas. Ha dicho el mensajero que los musulmanes son más numerosos que las espigas de un campo de trigo, pero yo segaré las espigas de ese campo de trigo en movimiento y haré gavillas con sus cabezas.”

Y, en la página 197, después de derrotar a los invasores y matar personalmente a su jefe:
“En ese momento, un Fruela bañado en sangre de los pies a la cabeza, aunque apenas unas gotas fueran suyas propias, se acercó a los dos hermanos. —¡Victoria! —exclamó—. ¡Nuestro Señor Jesucristo nos ha concedido la victoria! ¡Hemos acabado con los infieles! ¡Ahora nadie podrá decir que no soy digno hijo de mi padre!”


A la vuelta de la batalla, cuando comunica a Vimara que se ha casado en secreto con Munia, en la pag. 199:
“Vimara abrió los ojos asombrados y, tras unos instantes, consiguió controlarse, aunque no del todo.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Hubiera debido esperarlo de ti. Nunca meditas tus actos. ¡Que Nuestro Señor nos ayude en manos de un loco impetuoso como tú!

—¡Yo soy el rey! —tronó Fruela, acallando con su voz y su gesto las protestas de su hermano—. ¿Debo pedirte permiso para hacer mi voluntad? ¿Acaso cuestionas mis actos? ¡No te lo permitiré, ni a ti, ni a nadie en la corte!”

3 de septiembre de 2017

REPETICIONES I

¿Nos repetimos los escritores?
Supongo que sí
Nunca había sido consciente de que yo lo hacía, o, al menos, no tan frecuentemente. Esta vez, debido a todas las revisiones que tuve que hacer en La Estirpe de los Reyes, que conocerán los que hayan leído las entradas anteriores, me he dado cuenta de que, sobre todo, debido a su gran extensión, repito frases, situaciones, descripciones…
¿Es eso un defecto? Por un momento pensé que sí y en dedicarme a la ingrata tarea de corregirlas, aunque estuviesen separadas por docenas de páginas, varios capítulos o (en la ficción de la trama) decenas de años.
Pero luego pensé ¿No nos repetimos las personas? ¿Quién de todos nosotros, escritores o lectores, no ha repetido alguna frase, algún argumento, alguna actitud, en algún momento de su vida y en algún otro? Somos animales de costumbres, y, si la novela pretende dar sensación de realidad, sus protagonistas también repetirán sus razonamientos, sus gestos, incluso sus pensamientos.
Buscando ejemplos de libros en que se hayan repetido, frecuentemente, frases o palabras, acudieron rápidamente a mi memoria, quizá por ser las más conocidas, los reiterados epítetos con que Homero, en la Iliada, describe a sus héroes, o a sus acciones o instrumentos.
Dejando a un lado los famosos, “Héctor, el del tremolante casco” o “Aquiles, el de los pies ligeros”, busqué (y solo en los primeros cinco cantos, pues con eso había suficiente material y se trataba de un vistazo rápido para apoyar esta intervención), y recopilé dos ejemplos también muy conocidos:

Canto I.
“…Átridas y demás aqueos de hermosas grebas…”
Canto II.
“…¡Ea, aqueos de hermosas grebas…!”
Canto III.
“…¡Oid de mis labios, troyanos y aqueos de hermosas grebas…!”
“…No es reprensible que troyanos y aqueos de hermosas grebas…!
“…Como los aqueos, de hermosas grebas…!
“…así los troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas…!
Canto V.
“… A su vez los aqueos, de hermosas grebas…”


Canto I.
“…No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves…”
“…ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves…”
Canto II.
“…No me enojo, pues, porque los aqueos se imnpacienten junto a las cóncavas naves…”
“…Pronto les fue más agradable el combate que volver a la patria tierra en las cóncavas naves…”



Así que (por favor, obviamente, sin pretender compararme con nadie. Tengo el ego un poco sobredesarrollado, pero no tanto que me haga perder el sentido de la proporción) decidí dejar todo como estaba; pero para hacer algo de autocrítica, voy a trascribir aquí algunos ejemplos de como, en la citada novela, me repito con frecuencia. Y, como eso es muy extenso, lo iré repartiendo en varios capítulos.

Comencemos por el astur, Xinto, que aparece, desde el segundo capítulo, en el año 739, hasta el epílogo, en 791, por lo que tiene muchos momentos para repetirse. A menudo demuestra que lo que ocurra en los más civilizados valles, lejos de su aldea de las montañas, no le importa demasiado:

Cap. II; pag. 12 (de mi borrador):
“—Su hermano Alarico fue mi camarada —respondió el astur—. Vosotros seguid preocupándoos de los asuntos del reino…”

 Mismo cap., pag.14:
“El astur correspondió con una leve inclinación de cabeza al saludo. —No vengo mucho por la corte —dijo—. Mi gente me necesita.”

Y un poco después:
“…mientras Xinto declinaba la invitación de los dos hijos de Julián para que les acompañase con un breve: —“Eso son asuntos vuestros” —y salía de las dependencias palaciegas.”

Cap. IV, pag. 26:
 “—¿Yo? —Xinto no pudo evitar reírse—. Yo soy un astur, nací entre montañas y allí moriré. Si algo he aprendido en los valles y en las tierras de más allá de los montes, ha sido para mejor poder ayudar a mi pueblo.”

Cap. VIII, pag.68:
“—Nuestra costumbre es que sea el hombre que se case con la hija del jefe anterior, preferiblemente venido de fuera, el que dirija a la tribu —se opuso Xinto—. Y es una buena costumbre. Yo tuve mis amigos y mis enemigos cuando niño en la aldea, y si ahora ejerciera el mando, algunos se verían beneficiados en perjuicio de otros, posiblemente los mismos cuyos padres fueron amigos del mío. Es preferible que sea alguien que no tenga intereses previos quien acceda a la jefatura. Además, yo abandoné la aldea y viví largo tiempo entre los hombres de los valles y aun más lejos todavía. Quizá mis intereses sean distintos de los vuestros, los que habéis permanecido aquí.
¿Eso quiere decir que te volverás a marchar? —le preguntaron.
No —respondió—. Como bien habéis dicho, los dos esposos anteriores de mi hermana fueron un auténtico desastre. Esta vez me preocuparé de que elija mejor. Mandaremos emisarios a las tribus vecinas invitando a los hijos de sus jefes a que nos visiten, y los pondremos a prueba antes de decidir. Y, por si nos equivocamos, me quedaré con la excusa de cuidar a nuestra invitada. Aunque no sea el jefe, siempre podréis acudir a mí en busca de consejo.”

En el capítulo XIV, pag. 184, hablando con Isidoro de los motivos que aconsejaron apartar a Froiluba de la corte:
“—Por supuesto que no. Él no —asintió Isidoro—; pero podrían utilizarle. Era un riesgo que no podíamos correr.
La vida en los valles de ahí abajo debe ser muy complicada —opinó Xinto—, si tenéis estar preocupándoos de todos esos detalles.
—Aunque, por otro lado —continuó el sacerdote sin hacerle caso—, hubiera sido una buena cosa para mi hermano. Froiluba hubiera sido una excelente esposa para él y no se hubiera casado con una extranjera, y además musulmana…
—Razón de más para que hubieras pensado en lo que convenía a tu hermano y no en todas esas razones de intrigas que no acabo de comprender. Insisto, los hombres de los valles sois muy complicados.

Cap. XVIII, pag. 303; cuando Isidoro teme por su amigo Xinto si se deja arrastrar por costumbres paganas:
“Isidoro meditó unos momentos. —Sí —asintió—. Muchas veces. Y nunca he podido saber si esa sensación irracional estaba inspirada por Dios o por el diablo.
—¿Y qué has hecho en esos casos? —preguntó el astur.
—Obedecer a mis sentimientos —replicó el monje encogiéndose de hombros—; y cargar, durante toda mi vida, con el peso de la duda de si he actuado correctamente.
—Yo, en cambio, no tengo dudas. Este era mi destino y la manera mejor de ayudar a mi gente.
—Eres, pues, afortunado —dijo, con un suspiro, Isidoro—. Pero temo por tu alma si sigues esas costumbres paganas. No olvides que, algún día, todos tendremos que rendir cuentas al Creador.”

En el segundo tomo, Cap. XXIV, pag. 97, después de que Teudis haya comunicado su intención de casarse con Tina y a la joven le preocupe trasladarse a la corte:
“—Entonces, en cuanto acabe la cena, prepáralo todo —dijo Teudis—. Mañana, antes de partir, mi tío nos casará, y a continuación saldremos, primero para mi residencia, y luego para la corte.
Y, al escuchar esto, los ojos de Tina se abrieron aún más, cuando, al sentimiento de felicidad que le embargaba, se le unió el de temor ante la toma de conciencia del gran cambio que se avecinaba en su vida. Sensación que no fue notada por los presentes, excepto por el astur.
—No te asustes, muchacha —le dijo—. Yo también he vivido en Cangas y no es tan grave. Lo único que hay que hacer es no tener en cuenta a los presumidos nobles que rodean al monarca y seguir siendo tú misma. Acabarán por no hacerte caso.”

En el capítulo XXVIII, pag. 182, al encontrarse con el rey Fruela cuando éste va camino de Samos:
“—Xinto —replicó el monarca, reconociendo al que su padre había considerado como un amigo—. Hacía mucho tiempo que no te veía.
—Cierto —contestó el astur—. Desde antes del fallecimiento de tu padre —no era Xinto alguien proclive a emplear el protocolo, y menos en medio de sus montes y con alguien al que había conocido cuando aún era un recién nacido—. Aprovecho la ocasión para expresarte mi pesar por ello. Admiré y respeté al rey Alfonso; la noticia de su muerte me entristeció. Espero que seas tan buen monarca como él —añadió.
El ambiente bucólico y el esplendor de la naturaleza de los bosques astúres debió hacer mella en el ánimo del rey, porque no pareció disgustarse demasiado por la familiaridad con que le trataba aquel hombre; aunque, aún así, no era Fruela alguien que dejase pasar la ocasión de demostrar su regia alcurnia.
—Te agradezco tu condolencia —dijo—; pero es cierto que, desde mi coronación, ni tú ni tus hombres habéis acudido a prestarme el debido juramento de fidelidad.
Tampoco el rey ha venido a visitar las tierras que, según dice, son suyas —replicó Xinto sin acobardarse.” 


Y, en la misma escena, un poco después:
“—¿Silo? ¿El pequeño Silo? —se asombró Xinto—. Isidoro, qué viejos nos estamos haciendo. Ya comencé a darme cuenta de ello cuando vi a Teudis hecho un hombre y convertido en conde, pero comprobar también que el pequeño Silo se ha convertido en un apuesto soldado…
—Y conde de Pravia —añadió el monarca—. Es pues, tu señor natural, ya que estas tierras están dentro de su jurisdicción.
—Pravia está muy lejos, abajo, en la costa —replicó Xinto—. Le reconoceré como mi señor cuando baje allí a comerciar en busca de pescado en salazón, pero aquí, entre los montes, no tenemos más jurisdicción que la de la naturaleza. Y la del rey, cuando venga a visitarnos —añadió, antes de que Fruela pudiera sentirse menospreciado.”

Seguiremos con otros ejemplos en próximas entradas.