El conde Rodulfo, hablando, bien
con el conde Fruela o con Xinto, recuerda varias veces la muerte de su padre:
En el
capítulo II, pag. 9 (de mi borrador), en una larga conversación:
“—Y no quiero acordarme de él —exclamó
Rodulfo, con el semblante repentinamente endurecido—. Por su culpa mi padre
encontró la muerte. Tras varios años
ausente volví a verle solo para sostenerle en mis brazos mientras abandonaba
este mundo, herido por la espalda por el jefe de los musulmanes, mientras
corría para avisarnos de que nos habían tendido una celada. Pero el culpable
fue tu cuñado, que había avisado a nuestros enemigos de que les estábamos
esperando —concluyó apretando los dientes.
—Yo hubiera desado matarle allí mismo
—añadió el conde Fruela, iguamente irritado por los recuerdos que acudieron a
su mente—. Y lo hubiera hecho de si no se hubieran adelantado sus propios
hombres, indignados con su traición.
—Nosotros resolvemos nuestros propios
asuntos —dijo, secamente, el astur—. Pero ese fue el primer marido de mi
hermana, indigno de suceder a mi padre, Oreyu. Ahora el jefe es su segundo
marido, y tampoco creo que reuna las cualidades necesarias.
—Don
Pelayo y yo corríamos hacia mi padre —continuó Rodulfo, sumido en sus tristes
rememoraciones—, pero veíamos que no
podríamos llegar hasta él antes de que el jefe de los musulmanes le alcanzase…
—Abdallah —le interrumpió Xinto, hablando
entre dientes, a quen también el pensar en aquel momento le había hecho crispar
el gesto—. Se llamaba Abadallah y había estado a punto de matarnos a Alarico y
a mí varias veces.
El conde prosiguió, sin que la
intervención del astur hubiese conseguido distraerle de sus pensamientos. —Entonces Pelayo lanzó su “francisca”, con
la que nunca había fallado. Yo iba unos pasos por delante y la sentí pasar
al lado de mi cara; por un momento me llené de alivio pensando que iba a salvar
a mi padre, pero otro de los musulmanes se interpuso en su camino y recibió el
impacto destinado a su jefe —Rodulfo llevó maquinalmente la mano al arma que pendía
de su cinturón—. Desde aquel día don Pelayo no quiso usarla más, entristecido
porque no había sido capaz de salvar a su amigo, pero yo la recogí y la guardé.
Todo lo que sucede ocurre porque está dentro de los designos de Dios, y, quizá,
el destino de mi padre era dar su vida para que otros pudieran vivir… y ojalá
que el mío algún día sea el mismo —concluyó en voz baja.
—De todas maneras, Pelayo alcanzó al
musulmán y le derribó de su caballo —le dijo Fruela, recordando lo sucedido—.
Hubiera podido acabar con él, pero se acercó al cuerpo caído de tu padre para
compartir con vosotros sus últimos momentos; el musulmán aprovechó la ocasión
para escapar por el bosque.
—Y allí estaba esperándole yo —añadió el
astur, mientras su mano, involuntariamente, acariciaba una antigua cicatriz,
apenas visible, que cruzaba su rostro—. Y todo se acabó —concluyó con acento
sombrío.”
Cap.
VIII, pag. 67:
“—¿Sumido en tus pensamientos? —dijo el
conde Fruela, que había dejado por unos momentos su puesto a la cabeza de la
columna, acercándose a Rodulfo, que marchaba unos pasos más atrás—. Este sitio
te trae recuerdos, ¿verdad? El día del entierro de Favila estuvimos hablando
precisamente de ello.
—Sí —asintió el aludido—. Aquí fue donde murió Julián, mi padre.
Venía prisionero con el ejército de musulmanes, pero consiguió escaparse para
darnos aviso de que nos preparaban una trampa y eso nos salvó la vida, aunque
le costó la suya. Yo salí corriendo para auxiliarle, pero
llegué tarde —dijo, con un suspiro—. El
rey Pelayo, que iba unos pasos tras de mí, lanzó su francisca y mató a uno de
ellos, pero su jefe le alcanzó antes que nosotros —concluyó el conde,
asiendo, maquinalmente, el hacha de mano que pendía de su cinturón y mirándola
con tristeza.
—Yo
estaba emboscado con la mitad de nuestros hombres allí —dijo Fruela, señalando
al otro lado del riachuelo al lado del cual discurría el sendero—, ignorante de
que los musulmanes sabían nuestros planes y que el grueso de sus fuerzas
marchaba más atrás, esperando que saliéramos de nuestros escondites para
atacarnos. La valiente y generosa actitud de tu padre frustró sus intenciones y
nos permitió obtener una victoria completa. Nunca pude saber a cuantos enemigos
quité la vida aquel día, pero tendría que haber tenido varias manos para poder
contarlos.
—Yo no
dí ni un solo golpe —Rodulfo parecía estar meditando en voz alta—. Solo podía
estar arrodillado al lado de mi padre, viendo cómo se le escapaba la vida por
la terrible herida y sin poder hacer nada por evitarlo. ¡Qué inútil e impotente
me sentí! Al acabar la lucha Xinto arrojó a los pies del cadáver de mi padre el
khilab ensangrentado de su asesino anunciando que le había vengado, pero eso no
me sirvió de consuelo. Hacía apenas un año que había perdido a mi amada
Brunequilda y ahora, mi padre, del que nada sabía desde hacía años, volvía solo
para morir en mis brazos. ¿Para qué tanta lucha? ¿Para qué tanto esfuerzo? Si,
al final, no servimos de nada…
—¿De
nada? ¿Cómo crees que sobrevive el reino si no es gracias a tu sabiduría y
eficacia? Sin ti, mi hermano no podría gobernar ni la mitad de bien de cómo lo
hace.
—Solo
hago aquello que me enseñó mi padre.
—Y yo
lo que aprendí del mío. Todos hacemos lo que tenemos que hacer y no hay más de
que preocuparse —dijo Fruela, con una sonrisa indicativa de que las
complicaciones mentales no iban con él—. ¡Hola, hermano! —saludó, al ver que el
monarca avanzaba hacia ellos desde su puesto en el centro de la columna—.
Estábamos recordando la última vez que luchamos contra los musulmanes. Fue aquí
mismo.
—Sí
—asintió Alfonso—. Vosotros matando enemigos mientras yo me quedaba atrás
ocupándome de los asuntos de gobierno. Agradecedme que no os guarde rencor y
que esta vez os haya permitido venir y compartir conmigo la gloria del combate
y la victoria. ¡Vamos! Avivad el paso o no llegaremos a la cumbre antes de la
noche.”
En cuanto
a Alarico, parece tener una fijación con la indigestión que sufrió Nicéforo,
provocada por una comilona de mejillones, que relatamos en la novela La Muralla
Esmeralda:
En el
Cap. V, pag. 39:
“—Sí —asintió Alarico—. Sustituyéndote como embajador de Bizancio
ante Carlos Martel, puesto que tú estabas prostrado en la litera de tu
camarote, agotado por una fuerte diarrea —y el godo no pudo evitar una
carcajada, la primera que profería en mucho tiempo, al recordar la escena—. Ya
entonces no sabías tener medida en la comida.
—La mayor que tuve en toda mi vida
—asintió el griego, riéndose estruendosamente a su vez—. Desde entonces no he
vuelto a probar los mejillones.”
Cap. VII,
pag. 63:
“—Esto
es lo que haremos —dijo el navegante—. Mañana por la mañana Jamal levará anclas
y navegará hasta Thesalónica. Allí adquirirá esta lista de pertrechos
—continuó, acercando un pergamino a su segundo—, que es lo que me ha demandado
Dimitri. Éste —añadió, señalando al más corpulento de los hombres que le
acompañaban—, te acompañará, vestido con mis ropas. Y en los puertos se dejará
ver de vez en cuando en cubierta, para que nadie dude de que estoy a bordo.
Cuando vuelvas a Antalya le dirás al strategos que estoy enfermo y que por eso
no bajo a negociar con él personalmente…
—¿De una indigestión de mejillones?
—sugirió Alarico, sin poder evitar una sonrisa.
—No me
lo recuerdes —replicó el griego, torciendo el gesto—.”
Cap. XI,
pag. 115.
“Después
de tres días de fatigoso caminar por una región árida y pedregosa, los
embajadores bizantinos llegaron a la vista de una ciudad populosa en la que
destacaba una amurallada ciudadela situada en lo alto de una colina.
—Halab
—dijo el jefe de la patrulla árabe, señalándola.
Nicéforo
asintió con la cabeza. —Ahí está nuestro destino —dijo a su amigo—. Así la
denominan los musulmanes. Procuremos entrar con la mayor dignidad posible.
¿Cómo te sienta ser embajador del basileus?
—No es
la primera vez que ostento este cargo —replicó el godo—. Aunque la otra vez fue sustituyendo a un amigo postrado en el lecho por
una indigestión. ¿Te acuerdas?
Nicéforo
soltó una carcajada. —Es cierto —asintió—. Tú no permites que lo olvide.”