Hoy es 25
de julio, fiesta de Santiago, patrón de España.
Y tal día
como hoy, cada año, acostumbro publicar un breve (o no tan breve) comentario
acerca de cómo van mis trabajos literarios.
Eso mismo
pensaba haber hecho este año, diciendo que, por fin, la introducción de nuevos
temas en el texto de LA ESTIRPE DE LOS REYES, se había terminado, y había dado
fin a las correcciones que esos nuevos párrafos hubieran dado lugar; que también
había encontrado lugar para esos nuevos temas en la nueva redacción de LA CRUZ
DE LOS ÁNGELES; y que, por fin, había vuelto a la corrección del borrador de LA
CRUZ DE LA VICTORIA, con el objetivo de que estuviera lista para su publicación
a lo largo de 2018.
“Propenso
a ilusionarse con demasiada facilidad o sin tener en cuenta la realidad” es la
primera definición del diccionario de la R.A.E. para la palabra, “iluso”, y me
cuadra perfectamente.
Haber
introducido nuevos personajes y nuevos temas llevaba implícita una nueva revisión.
Como ya narré en mi comentario anterior, al hacerlo me dí cuenta de que influían
en acontecimientos anteriores y posteriores, por lo que tuve que variar,
suprimir o introducir nuevos párrafos para que todo concordase. Y, hace unos días,
realizada ya esa tarea, y pensando que había terminado, releí de nuevo el texto
entero (recuerdo que, debido a su extensión, está dividido en dos tomos), y, al
hacerlo de un tirón, observé que las nuevas variaciones habían producido nuevas
discordancias que había que corregir (frases que decía un protagonista que, en
la nueva situación, quedaban fuera de lugar, diálogos que se repetían, porque
al introducir los nuevos párrafos, se utilizaban con anterioridad o posterioridad
a lo que se habían hecho antes, y cosas así). Ya un poco nervioso, me puse a la
tarea y corregí todo lo que había observado que era necesario, y volví a releerlo.
Un
inciso: si alguno de mis lectores ha realizado alguna vez algo así me
comprenderá. Al leer por tercera o cuarta vez un texto (y uno tan extenso como éste)
al que se le han hecho pequeñas variaciones, cuando vas por la mitad no sabes
si lo que recuerdas de lo leído anteriormente es lo que estaba escrito la
primera vez, el resultado de la primera corrección, o de la segunda, o algo que
se te acaba de ocurrir y no has tenido tiempo de corregir; por lo que hay que
volver atrás y adelante numerosas veces, con lo que el efecto que buscas al
leerlo de un tirón de comprobar que no haya nada que sea discordante se
complica mucho más.
En fin,
que, aunque estoy cerca de darlo por concluido, no quiero hacerme “ilusiones” y
pensar que podré, en breve, cerrar esta tarea y tener ya el texto que, D.m.,
podrá estar disponible para todos mis lectores en el próximo otoño.
Por otro
lado, estas revisiones y re-revisiones, han servido para seguir detectando
errores en la versión original, algunos ortotipográficos, que,
disculpablemente, habían conseguido ocultarse a todas las anteriores, y cuya
corrección no representa problemas posteriores, y otros de concepto, que, al subsanarlos,
obligan a nuevas revisiones. Aunque, a veces, tras un estudio más detallado,
comprobamos que no es así.
Un
ejemplo: en una de esas relecturas me doy cuenta de que Teodoredo ha tenido
noticias de Abdul (dos personajes con rango de protagonistas) e, incluso le ha
estado buscando; pero, aunque ambos terminan llegando a Asturias y encontrándose,
no se hace relación a ello. En un principio me preocupo y pienso que tendré que
introducir párrafos nuevos, con el consiguiente riesgo de cambiar tramas, pero
luego veremos que no es así. Estudiémoslo.
En el capítulo
XIX, cuando Teodoredo y Abderrahmán hablan con el emir de Ifriqiya, Abderrahmán
ibn Habib, éste les recomienda que vayan a Hispania y busquen a Abdul (personaje
de la anterior novela EL MULADÍ, y que también va a intervenir en ésta), diciéndoles
lo siguiente:
“El
emir que la gobierna es Yusuf al-Fihrí, coreiscita como tú. Y su mano derecha
es un qaysí llamado Samail. Cuando estuve en esas tierras trabé amistad con el
ayudante de Samail, un hispano como tu servidor, aunque éste había aceptado el
Islam, se había convertido en un muwallad y había recibido el nombre de Abdul.
He tenido noticias de que tiene un cargo importante en esas tierras. Si te
presentas en Al Andalus, su emir no dejará de reconocer tu alcurnia. Y si le
dices a Abdul que os envío yo, hará todo lo que esté en su mano para ayudarte”.
Y en el
capítulo XXI, Abderrahmán le recuerda a Teodoredo esta circunstancia:
“Y tú, al-Hafiz al-Rumí (nombre árabe
de Teodoredo), buscarás entre los de tu
raza, tanto muwalladi como mostaarabi, gente con ascendencia entre sus
compatriotas, que, si llega el caso, consigan que nos ayuden a alcanzar
nuestros objetivos. Recuerda que ibn Habib nos dijo que un muwallad, de nombre
Abdul, tenía un cargo importante a las órdenes de Samail y que podría sernos
útil”.
Un poco más
adelante, cuando Teodoredo y Badr llegan a Bélix (Vélez-Málaga), y se
entrevistan con Yizad ibn Hamad, vuelven a interesarse por este personaje:
“—Permíteme dos preguntas más. ¿Hay más
qaysíes como Djidar, que estén en contra de Yusuf? Y, has dicho que un muwallad
era secretario de Samail; ¿Cuál era su nombre? ¿Qué sabes de él?
—Es posible que sí —contestó el
anfitrión—. Samail y Yusuf son orgullosos y tratan con displicencia a los que
consideran sus inferiores. Pero no sabría decirte cuáles. Los qaysíes no
confían en mí tanto como para contarme esas cosas. En cuanto al muwallad, se
llamaba Abdul ibn Tudmir y era el hombre de confianza de Samail—al escuchar
esto Badr y Teodoredo volvieron a cruzar otra rápida mirada, recordando lo que
Abderrahmán ibn Habib había contado a su señor—. Estuvo por aquí un par de
veces; pero no sé mucho más de él. Quien seguramente os pueda informar es Omar
ibn al-Rumí, uno de mis aparceros. Visitó varias veces su casa e, incluso, creo
que llegó a interesarse por una de sus hijas”.
Esto último
corresponde a lo narrado en la anterior novela EL MULADÍ, y Teodoredo sigue la
pista indicada, acudiendo a la casa de Omar:
“—Me llamo al-Hafiz —dijo Teodoredo, a
modo de presentación—. Y estoy al
servicio de un árabe importante. Mi señor quiere enterarse de todo lo relativo
a este país, y tu señor, Yizad ibn Hamad, me ha dicho que tú podías informarme
acerca de cómo es la vida de los rumíes en al-Andalus, si se sienten más partidarios
de los qaysíes o de los kelbíes, cómo es la situación de los mostaarabi y los
muwalladi, y, en especial, contarme algo de uno de ellos que estuvo por aquí
hace un par de años, el secretario de Samail ibn Hatim.
Al escuchar estas palabras la hija de del
rumí, que les estaba atendiendo, no pudo evitar un estremecimiento y volver la
cabeza para mirar a su invitado; solo por un breve instante, antes de volver a
centrarse en sus ocupaciones;”
Y:
“Cuando Teodoredo se dirigía a la salida,
la hija de Omar se las ingenió para cruzarse un instante con él. —¿Has
preguntado por el muwallad que estuvo aquí hace dos años? —le preguntó. Y, ante
el asentimiento del godo, continuó—. ¿Vas a ir a Córdoba a verle?
—Posiblemente —concedió Teodoredo.
—Entonces dile que Miriam… —pero en ese
momento la joven se mordió los labios y dos lágrimas brotaron de sus ojos—. No,
no —sollozó—. No le digas nada. No le digas ni siquiera que has hablado conmigo
—y ante el silencio del sorprendido godo, insistió—. Prométemelo.
Tanta era la angustia que la joven dejaba
traslucir, que Teodoredo no pudo por menos de tranquilizarla. —Te lo prometo
—le dijo, y se quedó mirándola, intrigado, mientras la joven daba media vuelta
y corría hacia la casa”.
Con lo
cual nos enteramos de que entre Abdul y Miriam hubo algo, fuera lo que fuese (y
los que hayan leído EL MULADÍ ya conocen la historia); pero Teodoredo ha
prometido guardar silencio y lo cumple, aunque no por eso deja de tener
noticias de Abdul; Cuando, en Córdoba, habla con el sacerdote Eulogio y Fabio, éstos
le dan noticias de él en una larga conversación de la que entresacamos los párrafos
implicados:
“—Así que nos estás diciendo que es
posible que un árabe importante intente tomar el poder contra Yusuf, y que
estemos preparados para unirnos a él, porque de esta manera saldremos
beneficiados ¿no? —dijo Fabio.
—Eso es —asintió Teodoredo.
—Hace apenas dos años otro rumí, musulmán
éste, intentó convencernos de que apoyásemos a Yusuf y Samail en contra de los
kelbíes. Lo hicimos, y ahora estamos peor que antes”.
…
“—Ostento un puesto importante al lado de
mi señor. Yo me ocuparé de que esta vez se os considere.
Fabio se rió con un deje de amargura. —Ese
es el mismo argumento que utilizó el muwallad —dijo—, y no sirvió de nada”.
…
“—Has dicho que, a diferencia del otro
hispano, tú eres cristiano, ¿no? —dijo el sacerdote Eulogio, que hasta entonces
había estado pensativo.
—Sí —admitió Teodoredo—. Y a mi señor no
le importa. Ya véis cómo también por ese motivo os conviene ayudarle. Podremos
seguir practicando nuestra religión sin cortapisas. Yo me ocuparé de ello.
Ahora fue Eulogio el que sonrió con
tristeza. —También eso mismo fue lo que nos ofreció Abdul —dijo—. Pero los
hechos le contradijeron”.
…
“—Mi señor no es como Samail —dijo
Teodoredo—. Cumple siempre con su palabra —pero como no estaba absolutamente
seguro de que la rectitud y generosidad que había demostrado Abderrahmán
respecto a él mismo, se cumpliera igualmente cuando algo afectaba a su
religión, cambió de conversación—. Has dicho que ese muwallad se llamaba Abdul
—dijo—. ¿Dónde puedo encontrarle? Quisiera hablar con él.
—Lo veo difícil —respondió Eulogio—.
Samail se lo llevó con él cuando marchó a Saracusta. Ojalá que ese muchacho
haya aprovechado la ocasión para huir hacia los territorios del norte donde
resisten los cristianos —añadió demostrando que si, en los valles de la
Axarquía de Málaqa no estaban enterados de la existencia del reino asturiano,
en la capital sí que la conocían—. Le aconsejé insistentemente que lo hiciera,
porque era la única ocasión que tenía de volver a nuestra fe y salvar su alma.
Rezo fervientemente todas las noches para que lo haya conseguido”.
Aunque
los lectores ya saben (porque había ocurrido en el capítulo anterior) que Abdul
había llegado al reino asturiano y se había encontrado, al fin, con su amada
Jimena, en una escena transcrita, literalmente, del final de EL MULADÍ:
“Aquel
día el viento era especialmente fuerte y la joven tenía que hacer esfuerzos
para mantener el equilibrio, aunque la sensación en todo su cuerpo seguía
siendo fresca y agradable. De pronto, algo le hizo volverse. El fuerte aire del
nordeste empujó sus cabellos sobre su rostro dificultando su visión. A pocos
pasos de distancia alguien acababa de descabalgar de su montura y corría hacia
ella gritando algo. Jimena trató de oír lo que decía, pero el viento, que
soplaba en dirección contraria se llevó sus palabras. Intentó verle mejor, pero
sus cabellos se arremolinaban en torno de sus ojos. ¿Quién podría ser? No lo
sabía. También lo ignoraba Marcelo que, a las puertas de la residencia, había
visto llegar al forastero. Pero pudo apreciar que éste corría hacia la joven
abriendo los brazos y, receloso, también se dirigió hacia ellos. Jimena no
entendía nada, pero, de espaldas al acantilado sintió miedo y al ver al
desconocido precipitarse hacia ella intentó escabullirse. En el último momento,
algo familiar le pareció reconocer en él, pero no podía ser... Aún dudaba de
sus sentidos, cuando el que llegaba se lanzó a cogerla entre sus brazos, y la
estrechó contra su pecho. Marcelo, corriendo, ya verdaderamente alarmado, vio
como el forastero asía con fuerza a la joven, esta daba un paso atrás y ambos, abrazados,
perdían pie y desaparecían de su vista por el borde del acantilado.
Aterrorizado, se lanzó al suelo y miró hacia abajo. Y allí los vio. Apenas unos
pies por debajo del borde del promontorio, y a varios cientos por encima de las
afiladas rocas contra las que las furiosas y espumeantes olas del mar rompían
sin cesar, una pequeña repisa cubierta de verde hierba albergaba a dos jóvenes,
ajenos al peligro que acababan de correr y aún abrazados
—¿Eres
tú, Abdul?
—¿Eres
tú, Jimena?
—¡Estás
vivo!
—¡Estás
viva!
—O
quizá es que estamos muertos los dos...
—No
importa, puesto que estamos juntos.
—Te
he echado tanto de menos...
—Y
yo. Me dijeron que...
—A
mí también. Tengo tanto que contarte.
—Y
yo...
—Después.
—Sí.
Después.
— ...”
Pero
Teodoredo llega también, a su vez, a Asturias, con lo que tengo que buscar el
momento en que se encuentren por primera vez y ver si hay que introducir algún
párrafo nuevo. Es complicado, y hay que seguir a Teodoredo, y recordar que
Abdul (conocido con el nombre cristiano de Anselmo) es el administrador
deTeudis, el conde de Gauzón.
A
su llegada, Teodoredo se encuentra con un grupo del que forman parte Adosinda,
Luitfred, Xinto, Lucinia (de la que se enamora y es correspondido), y va con
ellos a Samos; todos ellos conocen a Abdul, pero ni les pregunta ni le hablan
de él. Es lógico, pues ni él tiene ya motivos para buscarle ni para sospechar
que pueda estar en Asturias, ni ellos pueden imaginarse que el recién llegado
haya oído hablar del administrador del conde Teudis.
Luego
llegan a Samos Silo e Isidoro, pero tampoco relacionan a Teodoredo con Abdul. Todos
regresan a la corte y Teodoredo recibe el cargo de alférez de Silo.
Durante
un tiempo (y unos capítulos), Teodoredo reside en Cangas o en Pravia, como alférez
de Silo, y Abdul en Gauzón, como administrador de Teudis, y no se encuentran ni
tienen noticias uno del otro, aunque sus jefes sean (oficialmente) hermanastros.
En
el capítulo XXXIV Silo va a visitar a su hermano Teudis en Gauzón, pero se dice
expresamente que Teodoredo no le acompaña, porque se adelanta con el ejército que
va a reprimir a los campesinos que se habían rebelado, misión encomendada a
Silo y en la que Teudis le ayuda; una vez realizada con éxito, Silo vuelve a
Cangas con su alférez y Teudis a Gauzón, así que siguen sin encontrarse.
Luego
muere Aurelio, Silo es proclamado rey y traslada la corte a Pravia. De camino
pasa por Gauzón y allí Teodoredo y Abdul se encuentran, pero el antiguo muladí
solo sabe del godo que es el alférez del nuevo rey, y Teodoredo no presta
atención al administrador de Teudis, al que todos conocen por el nombre de
Anselmo.
Es natural que no le relacione con
el muladí de que le hablaron bastantes años antes. Por otro lado, ambos tienen
olvidada completamente su vida en los territorios musulmanes.
Abdul
y Teodoredo se vuelven a encontrar, años después, en la cosagración de Santianés,
pero no hay constancia de que hayan cambiado palabra alguna, ni tienen motivo
para hablar de un pasado que a ninguno de ellos le importa. Y otra vez, cuando
muere Silo y Adosinda proclama rey a su sobrino Alfonso. Pero de la misma
manera, sin relación entre ellos.
Y
ya no se vuelven a ver (no digo más para no desvelar asuntos de la trama).
Por
lo que no hay ningún problema en que no se hayan reconocido. Aunque, en atención
de los lectores, quizá quede bien una breve frase del narrador en el momento en
que ellos se encuentran por primera vez, explicando que no hay ningún motivo
para que Teodoredo sospeche que el administrador del conde de Gauzón es el muladí
que, años atrás y en otras tierras, estuvo buscando (mejor, porque así no se le
escapará ninguna mención al encuentro con Miriam).
Ahora
tengo que decidir si incluyo esa frase o no, (afortunadamente, de hacerlo, no
traerá ninguna consecuencia sobre la trama). Pero eso será cuando, en mi revisión,
llegue a esos capítulos, que están cerca del final.
Esperemos
no encontrar más situaciones como esta, o que, al menos, sean de solución tan
sencilla