11 de octubre de 2018

Alfonso Froilaz “el jorobado”.


Una vez que hemos hablado de Ramiro Alfónsez, al que, aunque con muchas reticencias, se le podría considerar como el decimocuarto rey asturiano, nos dedicaremos al que, esta vez sí ya definitivamente, cierra la lista de reyes que, reconocidos o no, gobernanron en Asturias desde don Pelayo y aparecen (o, D.m., aparecerán) en mis novelas: Alfonso Froilaz, el hijo de Fruela II, al que aquí estimaremos como el decimoquinto y último monarca asturiano. Y, si su padre fue conocido como Fruela II, “el leproso”, el epíteto que a él le adjudicaron “el jorobado”, dice mucho acerca de la salud y el físico de los últimos monarcas asturianos.

En el año 925, a la muerte de su padre, Fruela II, tras un breve reinado (como soberano de León, pues ya hemos visto que desde la deposición de Alfonso III por parte de sus hijos, en 910, ya había sido reconocido como rey de Asturias, aunque subordinado a sus hermanos, primero García y luego Ordoño II, los reyes de León), su primogénito, Alfonso Froilaz fue coronado como rey de León. Debería conocérsele, pues, como Alfonso IV, pero los historiadores le han negado el número ordinal, ya que, antes de un año, los hijos de Ordoño (Sancho, Alfonso y Ramiro) se negaron a aceptar el nombramiento y, apoyados en sus superiores fuerzas, le expulsaron de la nueva capital. Alfonso Froilaz, entonces, buscó refugio en Asturias, zona gobernada (suponemos) aún por su tío Ramiro Alfónsez.

No le persiguieron de inmediato sus primos, ocupados, como estaban, en decidir quién sería el que gobernase el reino, por lo que pudo establecerse como rey de Asturias, quizá conjuntamente con su tío, y, a la muerte de éste, en 929, ya en solitario, aunque con el apoyo de sus hermanastros, Ramiro y Ordoño Froilaz.

Entretanto, en León, el primogénito de Ordoño II, Sancho Ordóñez, aspiraba a ocupar el trono que fuera de su padre, apoyado por las fuerzas gallegas, debido, tanto a ser hijo de Elvira Menéndez (la hija del poderoso conde de Oporto, Hermenegildo Gutiérrez, a su vez yerno del conde del Bierzo y de Astorga, Gaton), como por haber contraído matrimonio con Goto Muñoz, de la nobleza gallega. Pero su hermano Alfonso Ordóñez, apoyado por las tropas navarras de su suegro Sancho Garcés I (se había casado con su hija Oneca), se impuso y le expulsó de León. Sancho recabó la ayuda de sus parientes y recuperó la capital, obligando a Alfonso a refugiarse en Astorga. Considerando que las tropas de su suegro no eran bastantes para mantener sus aspiraciones, Alfonso Ordóñez pidió ayuda a su primo Alfonso Froilaz, quien, pensando que su dominio en Asturias estaría más seguro con Alfonso Ordóñez en el trono (sus apoyos venían de la lejana Navarra), que con un rey apoyado por los gallegos, acudió en su ayuda y ambos ambos Alfonsos expulsaron a Sancho Ordóñez de León.

Pero la cosa se complicó. Ramiro Ordóñez, el menor, también tenía sus ambiciones, y le apoyaban (¡cómo no!) sus suegros, el conde gallego Gutierre Ossorio y Aldonza Menéndez, que dominaban el sur del reino gallego, lo que hoy es el norte de Portugal.

Ante esta nueva intervención, los tres hermanos hijos de Ordoño II llegaron a un acuerdo. Alfonso fue proclamado en 926, solamente un año después de que diera comienzo el conflicto entre los hijos de Fruela II y los de Ordoño II, rey de León como Alfonso IV. Sancho recibió el reino de Galicia y Ramiro fue coronado rey de Portugal, con capital en Viseo. Por lo cuál, Alfonso Froilaz tuvo que volver a refugiarse en Asturias, donde los hijos de Ordoño le dejaron tranquilo mientras organizaban sus reinos.

Parecía que el reino Asturleonés iba a quedar dividido (lo que hubiera sido fatal ante los musulmanes, que estaban aprovechando todos estos conflictos para reponerse de las drrrotas que les había infringido Alfonso III, el abuelo de los contendientes. Pero, en el año 929 falleció Sancho Ordóñez, sin dejar descendencia, y Galicia se integró pacíficamente, en el reino de León.

En 931 fallece la esposa de Alfonso IV y éste entra en depresión, abdica en su hermano Ramiro y se retira a un monasterio. Ramiro es coronado como Ramiro II, rey de Galicia, León y Asturias (aunque este último territorio continuaba en poder de Alfonso Froilaz).

Pero, en 932, Alfonso se arrepiente de su abdicación y, aprovechando que Ramiro se hallaba en Zamora, dispuesto a ayudar a los toledanos, que estaban siendo atacada por el califa Abderrahmán III, pidió ayuda a Alfonso Froilaz, quien, junto con sus hermanastros Ramiro y Ordoño, reunieron con él y entraron en León.

Ramiro, enviando solamente un destacamento en ayuda de Toledo se dirigió hacia León, derrotó a su hermano y le hizo prisionero, mientras los hijos de Fruela volvían a refugiarse en Asturias. Pero Ramiro destacaba por su fuerza de carácter. Unido a las tropas del conde de Castilla, Fernán González y a las Navarras de Sancho I Garcés, les persiguió hasta Oviedo, les derrotó, les juntó con su hermano y ordenó que a los cuatro les sacasen los ojos y les confinasen en el monasterio de Ruiforco de Torío, hasta su muerte.

Aunque no es seguro, parece que en ese mismo año de 932 falleció Alfonso Froilaz, decimoquinto y último monarca asturiano, con el que cerramos esta serie.

Todo esto será contado en mi próxima novela, o en la siguiente, si la hubiera, aunque aún no tengo decidido cómo.


5 de octubre de 2018

Ramiro Alfónsez


Ya vamos llegando al final de esta serie dedicada a los reyes Asturianos y su implicación en mis novelas (aunque parecía, en la entrada anterior, que ya la habíamos finalizado; y hay quien lo piensa así).

No son muchos los datos, y los que hay no son especialmente fidedignos sobre estos años. Cuando, en el 924, muere Ordoño II, rey de León, su hermano Fruela II, hasta ese momento rey de Asturias, subordinado, en cierta medida, al leonés, es proclamado rey de León (y Galicia y Asturias); aunque hay quien defiende que, al abandonar la tierra asturiana para sentarse en el trono leonés, dejó en Oviedo, como rey, aunque subordinado suyo (al igual que él mismo lo había sido desde 910) a su hermano menor, Ramiro, el quinto hijo de Alfonso III (el cuarto, Gonzalo, ocupaba el puesto de Arcediano de la catedral de Oviedo).
Los hijos de Ordoño II: Sancho Ordóñez; Alfonso Ordóñez y Ramiro Ordóñez (Tuvo otro dos más pequeños que no tuvieron importancia en la historia) no debieron aceptar esta postergación de buen grado, como veremos después.
Ramiro Alfonsez, por su parte, fuera como rey coronado, o no, quedó gobernando Asturias y en buenas relaciones con su hermano Fruela II, puesto que algunos historiadores sostiene que, a la muerte de Fruela, en 925 (solamente un año después de ser proclamado rey de León), casó con su viuda, Urraca (la segunda esposa de Fruela, madre de Ramiro Froilaz y Ordoño Froilaz, mientras que la primera, Nunilo Jimena, había sido la madre de Alfonso Froilaz).

A la muerte de Fruela II, en una primera instancia, su hijo primogénito, Alfonso Froilaz, es proclamado rey en León. Pero esto no es demasiado claro, porque los historiadores no le otorgan número ordinal, y antes de un año, los hijos de Ordoño, expulsan al de Fruela de León y tiene que refugiarse en Asturias, donde, durante un tiempo, se mantien semindependiente, mientras que en la capital, Alfonso Ordóñez es proclamado rey como Alfonso IV.

Todas las luchas y las alianzas que llevan a esto son tan complicadas, que las dejaremos para la próxima entrada.

En la novela en la que estoy trabajando actualmente, aún voy por el período en que García, Ordoño, Fruela, Gonzalo y Ramiro Alfonsez viven bajo la tutela de su padre, Alfonso III (explicando mejor y más extensamente los hechos ya narrados en la anterior, aún no publicada, La Cruz de la Victoria), así que no sé cómo se narrará esto, excepto que ya cada uno de ellos va expresando las preferencias que les llevarán a dividir el reino a la muerte de su padre. García casará con Muniadonna, la hija del conde de Castilla, Munio Núñez, lo que le garantizará el apoyo castellano leonés. Ordoño lo hará con Elvira Menéndez, hija del poderoso conde gallego Hermenegildo Gutiérrez (Menendo), quien tendrá gran importancia en la novela (y en la historia) y de Hermesinda Gatónez, la hija del conde Gatón del Bierzo, (tío de Alfonso III y uno de los protagonistas de La Cruz de la Victoria), con lo que se asegura la lealtad de las tropas gallegas y bercianas. Y Fruela casará con Nunilo Jimena, una princesa navarra, pero que de poco le servirìa, pues ese reino está en esos momentos inmerso en una crisis sucesoria (de la que, a la postre, saldrá tremendamente fortalecido, en el reinado de Sancho Garcés I, de Pamplona); pero contará con los apoyos de sus hermanos menores Gonzalo y Ramiro, con influencia en Oviedo y el territorio asturiano.

Y ya, en la próxima entrada, intentaremos no confundirnos con las luchas de Sancho, Alfonso y Ramiro Ordóñez contra Alfonso, Ramiro y Ordoño Froilaz, y luego la de los hermanos Ordóñez entre sí y el apoyo de los Froilaz a uno u otro de éstos. Será difícil. (Y mucho más, contarlo coherentemente en la novela)

27 de septiembre de 2018

Fruela II


Finalizado el estudio de los reyes asturianos que aparecen en mis novelas, tanto en las ya editadas, como las dos que, aunque ya escritas, aún, y por causas ajenas a mi voluntad,todavía no han visto (aunque espero que les falte poco) llegar el día de su publicación, parecía que habíamos finalizado este tema, puesto que los sucesores del último rey de que habíamos hablado, Alfonso III, trasladaron la corte a León.

Pero, realmente, no fue así: como vimos en la entrada anterior, al final de su reinado Alfonso III tuvo que ver como sus hijos se rebelaban contra él, y, al objeto de evitar una guerra civil y familiar, abdicó en su primogénito, García, quien ostentó el título de rey de León.
Aunque a García no le salió gratis el apoyo que recibió de sus hermanos ante su rebelión contra su progenitor. Ordoño, el segundo, reclamó y recibió el reino de Galicia, aunque siempre subordinado de algún modo a su hermano mayor. Y el tercero, Fruela, pidió y obtuvo, el de Asturias, también subordinado a García, y, de alguna manera, también a Ordoño, pues figura citado detrás de él en algunos documentos. El cuarto, Gonzalo, se había dedicado a la Iglesia (fue arcediano de la catedral de Oviedo); y del quinto, Ramiro, hablaremos posteriormente.

Así que, en términos extrictos, Fruela II fue el decimotercer (quedémonos con este número, símbolo de la mala suerte) rey de Asturias a partir del año 910, cuando abdicó su padre (quien a finales de ese mismo año, en diciembre, falleció). Quizá el acto más conocido de este rey fue la donación que, en unión de su esposa Nunilo Jimena, hizo de La Cruz de la Victoria (mandada labrar por su padre Alfonso III en el castillo de Gauzón) a la catedral de Oviedo. En el 914 murió, sin descendencia, García, y Ordoño fue proclamado rey de León, con lo que Galicia se unió de nuevo al Reino. (No quiere esto decir que antes se hubiera separado, pues, de algún modo, debido a la subordinación del rey gallego al leonés, seguía siendo parte del mismo). Del mismo modo, Asturias, con Fruela II subordinado a Ordoño II, también seguía unida a León).

En el año 924, fallece Ordoño II, y aunque deja varios hijos (de los que habrá que hablar en la próxima entrada para intentar que mis lectores comprendan un poco mejor un episodio complicado de la historia astiuriana), Fruela es elegido rey de León (León, Galicia y Asturias) anteponiéndese a sus sobrinos, Sancho Ordóñez,  Alfonso Ordóñez (el futuro Alfonso IV) y Ramiro Ordóñez (el futuro Ramiro II).

Fruela II ostenta la corona solamente un año, pues muere en 925 (su salud no debería ser muy buena, pues pasa a la historia como Fruela II “el leproso”), con lo que, ¿ahora sí?, se termina la historia de los reyes asturianos, que recoge oficialmente a éste hijo de Alfonso III como rey de León, aunque, como hemos visto, también lo fue durante un tiempo, exclusivamente de Asturias.

Aunque podamos argumentar que este no fue el aunténtico final del reino asturiano. Pero los sucesos tras el fallecimiento de Fruela II son tan enrevesados e implican a tantos personajes, que requieren ser tratados en una nueva entrada, que será la próxima.

La vida de Fruela II, será tratada en la novela en la que estoy trabajando en estos momentos, y que llevará el título de “La Caja de las Ágatas” o el de “El rey leproso” (Ambos son significativos respecto a él), aunque también cabe la posibilidad de que sea un solo libro, o dos (cada uno, con uno de esos títulos).

Porque también estoy barajando dos opciones: la primera, que puesto que los años jóvenes de Fruela ya están tratados (aunque no muy extensamente) en la novela, de próxima (espero) aparición,  La Cruz de la Victoria, dedicada a la vida de su padre, Alfonso III, no extenderme demasiado sobre ellos y, añadir, a su reinado, lo que ocurrió después de su muerte, en lo que están implicados su hermano, sus hijos y sus sobrinos.
Y la segunda, quizá más práctica, volver a narrar, en la primera parte, sus años jóvenes, deteniéndome en hechos quno fueron lo suficientemente tratados con exhaustividad en la novela anterior, y dejar para la segunda sus hechos como rey de Asturias, primero, y de León, después.
Quedando, para otra novela, la relación de los complicados años que siguieron hasta que, otra vez, León, Asturias y Galicia quedaron unidos en el Reino de León. Hechos que, incluso en un solo libro, serán difíciles de explicar con claridad, por los escasos datos, algunos contradictorios, sobre la época, y la repetición de nombres. Problema al que, hasta ahora, me había enfrentado solamente en lo relativo a los musulmanes (Con la excepción de Fruela I y su tío, Fruela, “el mayor”, que aparecen en El Muladí, en La Cruz de los Ángeles y en la aún no publicada “La estirpe de los Reyes”; y que confundieron, incluso, a los cronistas árabes)

¿Cuál será la decisión? Aún no lo sé, y no tengo demasiada prisa, pues antes tendrán que publicarse las novelas anteriores.

18 de septiembre de 2018

Alfonso III


El duodécimo rey asturiano fue Alfonso III. Accedió al trono a la muerte de su padre en el año 866, aunque no sin problemas, pues, aprovechando su ausencia de la corte en ese momento, el conde de Lugo, Froilán Bermúdez, intentó arrebatarle la corona, pero fue muerto por los fideles del rey (algo similar pasó cuando algunos nobles intentaron deponer a Alfonso II). Al principio de su reinado se apoyó principalmente en sus tíos (o, al menos, parientes), Gatón, conde del Bierzo y hermano de Ordoño I (o, quizá, hermano de su mujer, Nuña), y Ramiro (tal vez primo de Ordoño por parte de la segunda mujer de Ramiro I, Paterna; en todo caso, un conde castellano).
Alfonso III casó con Jimena Garcés, probablemente, hija del rey de Pamplona, García Íñiguez, en un intento de su padre, Ordoño I de mantener lazos estables con la monarquía pamplonica, pues a la vez parece que una hija de Ordoño, de nombre Leodegundia, casó con García Íñiguez.
Alfonso III continuó la labor repobladora y asentadora en la meseta de su padre Ordoño I (que había ordenado a sus parientes, Gatón, conde del Bierzo, y Rodrigo, conde de Castilla, repoblar Tuy, Astorga, León y Amaya), encargando de esa tarea a sus colaboradores, Vimara Pérez (Oporto); Hermenegildo Gutiérrez, yerno del conde Gatón (Braga, Viseo), Diego Rodríguez, hijo del conde Rodrigo (Oca) y Vigila Jiménez (que fue nombrado conde de Álava) y tal vez fuera pariente, de su mujer Jimena; aunque también es posible que perteneciera a la familia Jimeno, rival de la Íñigo, de la que era miembro el padre de su esposa, García Íñiguez, el rey de Pamplona
Alfonso III mantuvo la teoría de que la monarquía asturiana era la heredera directa de la visigoda y, por ello, superior en dignidad a los otros reyes cristianos de la península, tomando el título de “imperator”. Fruto también de esa idea fue su propósito de influir en el reino de Pamplona, como ya intentó su padre al concertar su boda con una hija de García Íñiguez. En esa misma idea, tras derrotar a los Banu Qasí, firmó un tratado de paz con esa dinastía musulmana y envió a su hijo Ordoño a educarse en sus tierras, y, quizá por la reticencia de su suegro a reconocer esa superioridad, es posible que fomentase el cambio de dinastía en Pamplona cuando Fortún Garcés, hijo y sucesor de García Íñiguez, fue derrocado por Sancho Garcés I (de la dinastía Jimeno) y aliado del rey asturiano. Esta acción, a la postre, no dio los resultados apetecidos, pues si bien la nueva dinastía pamplonesa rompió lazos con los Banu Qasi y pasó a la ofensiva contra los musulmanes, amén de numerosas alianzas matrimoniales con los reyes leoneses (sucesores de los asturianos), por otro lado aumentó su territorio y su importancia y pasó a denominarse Reino de Navarra.
Consciente de la importancia de asegurar y fortificar las nuevas tierras de la meseta, Alfonso pasó más tiempo en ellas que en su capital, Oviedo, llevando el límite de su reino hasta el Duero y repoblando Zamora. Eso dio paso a la pérdida de importancia de Asturias y, a partir de él, los reyes asturianos pasan a denominarse reyes de León, trasladando allí la nueva capital. Por eso algunos autores consideran a Alfonso III como el último rey asturiano, aunque en entradas posteriores veremos que, de hecho, no fue así.
En los últimos años de su reinado, Alfonso III sufrió una conjura de su hijo primogénito, García para arrebatarle el trono. Alfonso le apresó y le encerró en el castillo de Gauzón, pero, para su sorpresa, su esposa Jimena (quizá disgustada por el cambio de dinastía en Pamplona, del que hizo responsable a su marido), y sus hijos Ordoño (con el apoyo de las tropas gallegas, provincia de la que era gobernador), que estaba casado con Elvira Menéndez, hija del poderoso conde gallego Hermenegildo Gutiérrez (llamado Menendo) y de Hermesinda Gatónez, la hija de Gatón, y Fruela (casado con Nunila Jiménez, posiblemente de la dinastía Jimeno, nuevos reyes de Pamplona), así como del conde de Castilla, Munio Núñez (suegro de García, el hijo de Alfonso), se ponen de parte del encerrado y exigen su liberación. Para evitar una guerra civil, Alfonso abdica y sus hijos se reparten el reino (García, León; Ordoño, Galicia; y Fruela, Asturias, aunque subordinados los dos últimos al rey leonés), no obstante, su padre mantuvo el título regio hasta su muerte, ocurrida poco después, en 910.
El reino queda, pues, dividido, pero esto dura poco, pues en 914 muere García I, sin descendencia; le sucede su hermano Ordoño II, aunque, a su muerte, ocurrida en 924, Fruela II se adelanta a sus sobrinos y es coronado como rey de León, Galicia y Asturias. Termina con esto la división del reino, pero no los conflictos, pues, a la muerte de Fruela II, en 925, sus hijos (Alfonso Froilaz y sus hermanastros Ramiro Froilaz y Ordoño Froilaz), y los de Ordoño II (Sancho Ordóñez, Alfonso IV, y Ramiro II) se disputan el trono.

En mi novela La Cruz de la Victoria, aún no publicada, pero ya terminada, se trata en profundidad el reinado de Alfonso III, desde su infancia en la corte de Ramiro I, su adolescencia y aprendizaje en la de su padre, Ordoño II, y su reinado, hasta su derrocamiento, abdicación y muerte ocurrida en Zamora en 910, procurando que los acontecimientos narrados se ajusten a la historia, y las motivaciones que se desconozcan sean las más probables.

Aquí termina la incidencia de los reyes asturianos en mis novelas publicadas, o, al menos escritas, hasta el momento. En la siguiente entrada hablaremos de la que estoy escribiendo en estos momentos, y en los últimos reyes que (algunos sin título reconocido oficialmente) gobernaron Asturias de manera más o menos independiente.


12 de septiembre de 2018

Ramiro I y Ordoño I

El décimo rey asturiano es Ramiro I. Hijo del rey Bermudo I, “el diácono”, es elegido rey en 842, a la muerte de Alfonso II, “el Casto”, quizá en virtud de algún compromiso adquirido por éste cuando el padre de Ramiro abdicó y le entregó la corona.

Pero también el cuñado de Alfonso, Nepociano (casado con su hermana Jimena), adujo que el fallecido rey le había nombrado su sucesor, y el futuro del reino se decidió por la suerte de las armas. El vencedor obtuvo el trono, y al derrotado le sacaron los ojos y le encerraron en un monasterio, algo usual en aquellos tiempos y que se repetiría abundantemente con los tataranietos de Ramiro I, como veremos cuando llegue el momento (y, quizá, con alguno más entremedias).

Debido al largo reinado de Alfonso II, Ramiro ya tenía una avanzada edad (unos 50 años) cuando accedió al trono. Eso no impidió que sus ocho años de reinado fueran importantes en la historia de Asturias, porque con él comienza ya definitivamente la sucesión por herencia patrilineal (a su muerte, en 850, su hijo Ordoño es coronado rey sin que hubiera por medio ningún tipo de elección), porque combatió con dureza los cultos paganos que aún pervivían en los lugares apartados del reino y juzgó con severidad a los que infingieran las leyes (“Vara de la justicia”, le apodaron), y, sobre todo, porque en su tiempo se edificaron en Oviedo y en otras partes del reino multitud de templos y edificios civiles (Santa María del Naranco, en realidad un palacio; san Miguel de Lillo…) con un estilo propio al que dio nombre: Arte Ramirense.

A pesar de ello, la aparición de Ramiro I en mis novelas es escasa. Únicamente una breve aparición en la aún no publicada La Cruz de la Victoria, en sus primeros capítulos; y una más breve aún, pero de importancia trascendental (aunque ficticia) en la conclusión de La Estirpe de los Reyes, que D.m., se publicará en este próximo otoño (al menos el primero de los dos tomos en que ha sido necesario dividirla). Y esta omisión requiere una explicación:
Cuando, después de escribir Pelayo, rey (obviamente, sobre don Pelayo) y La Cruz de los Ángeles (protagonizada por Alfonso II), decidí convertir mis novelas en una serie sobre los reyes asturianos (al menos los más importantes, aunque luego todos, como hemos visto, han aparecido con mayor o menos trascendencia en ellos), cayó en mis manos una excelente novela que transcurre en tiempos del rey Ramiro, titulada Los Clamores de la Tierra y escrita por Fulgencio Argüelles. Aunque el tratamiento que da a sus personajes y el modo en que están descritos aquellos tiempos, difiere mucho de como yo lo he hecho, tengo que reconocer que sus conocimientos sobre el tema son mucho mayores que los míos. Así que decidí que quien quisiera seguir los avatares del reino de Asturias, no por los libros de historia, sino por las menos veraces pero, al menos así lo espero, más amenas y entretenidas, novelas, y fuera leyendo las mías, al llegar al tiempo de este rey, siguiera por el libro de Fulgencio Argüelles (no tengo ningún interés en hacerle publicidad, pues no le conozco personalmente; es solo una muestra de respeto).

El undécimo rey asturiano es Ordoño I. Hijo y sucesor de Ramiro I, fue coronado a la muerte de su padre, en 850. Fue el rey que incorporó definitivamente al Reino Asturiano territorios al sur de los montes. Repobló León, Astorga y Tuy, por lo que tuvo que enfrentarse repetidas veces a los musulmanes, a los que derrotó, al poco de acceder al trono, en tierras vasconas, aunque en las postrimerías de su reinado sufrió dos importantes derrotas, en Pancorbo y en La Hoz de la Morcuera. También se enfrentó al gobernador musulmán del valle del Ebro, Musa ibn Musa, quien, semindependiente de los emires cordobeses (se llamaba a sí mismo “el tercer rey de España”), intento edificar la fortaleza de Albelda, amenazando a la vez las posesiones de Ordoño y las de sus parientes, los reyes cristianos de Pamplona. Ordoño arrasó la amenazante fortaleza y, a la vez, consiguió que García Íñiguez, el rey de Pamplona, rompiese definitivamente la dependencia que tenía con Musa y firmase una alianza con el reino asturiano. Por ese motivo, la hija de Ordoño, Leodegundia, casó con el rey de Pamplona, y su hijo, Alfonso, con la hija de García, Jimena. Ordoño falleció en el año 866, siendo sucedido por su hijo Alfonso.

Ordoño I aparece en la primera parte de mi novela, La Cruz de la Victoria, aún no publicada, y dedicada a describir el reinado de Alfonso III. Se le describe como un rey sabio y prudente (accedió al trono ya mayor), que trató de educar a su hijo y sucesor, enseñándole el sentido de su deber como rey, encargado de defender su territorio frente a los musulmanes y liberar a los cristianos aún sometidos a los musulmanes. En la segunda parte de esa novela veremos el resultado de esa educación. 

29 de agosto de 2018

Alfonso II, "el casto".


Por fin llegamos al monarca que cierra mi novela La Cruz de los Ángeles, última (de las publicadas hasta el momento, pero no de las ya escritas) de las dedicadas a la historia del Reino Asturiano.

Alfonso II “el casto”, noveno de los soberanos de Asturias, es elegido rey tras la abdicación del rey Bermudo en el año 791, ocho años después de su primera proclamación, en Pravia, por su tía Adosinda, viuda del rey Silo, a la muerte de éste en el año 783. Da así comienzo a su largo reinado de 51 años, hasta que fallece de muerte natural, a los 82 años de edad, en el año 842. Alfonso traslada la corte a Oviedo, ciudad donde, probablemente, había nacido; sufre las acometidas de los musulmanes, que la asolan por dos años consecutivos, aunque Alfonso se toma la revancha atacándoles en su retirada, y la reconstruye dotándola de monumentos (un palacio, una nueva catedral…) y obras públicas (Murallas, La Foncalada…); realiza una incursión hasta Lisboa; entabla una relación política con Carlomagno (quizá por ello es derrocado y recluído en el monasterio de Ablaña, de donde le liberan sus fideles), quien, incluso, le envía una sobrina, de nombre Berta (esto no está verificado) para que sea su reina, lo que está en contradicción con su apodo y con la afirmación del cronista de que no contrajo matrimonio. Dona a la catedral de Oviedo la joya conocida con el nombre de La Cruz de los Ángeles, que da título a la novela, y hace del reino asturiano una potencia capaz de tratar de tú a tú a los poderosos emires cordobeses.

En la novela La Cruz de los Ángeles, Alfonso aparece en su primera parte, cuando nace en Oviedo, adonde se ha trasladado su padre Fruela I, con su amada Munia (uno de los motivos, en la trama, de la conjura que acabó con su vida). Luego, en la segunda, se narra su infancia y adolescencia, al cuidado de su tía Adosinda, en la que hay un viaje (ficticio) a tierras vasconas aprovechando para relatar la batalla de Roncesvalles; su labor como Mayordomo de Palacio (ya hemos dicho que este cargo era una especie de “primer ministro” sin las connotaciones de servicio que tiene actualmente. Curiosamente su equivalente, en el Imperio Bizantino, era el “domésticos”); su proclamación como rey y su huída a las tierras alavesas. Y, por fin, en la tercera, su reinado, haciendo hincapié en su propósito de castidad, algo que me impactó cuando, al documentarme, vi la importancia que le daba el historiador Sánchez Albornoz; su persistencia reedificando Oviedo después de los ataques musulmanes, labor en la que destacó el arquitecto Tioda; su relación con su cuñado Nepociano, sus tratos con Carlomagno y los problemas que le causa la presencia de Berta en sus propósitos de castidad y, en fin, la realización y donación de la joya que da nombre a la novela, que con esto se termina. No así el largo reinado de Alfonso II, que aún duró varios años más, lo que da pie a que, entre esta novela y la siguiente, aún no publicada, La Cruz de la Victoria (no cuento la Estirpe de los Reyes, pues lo que en ella se narra sucede a la vez que las ya publicadas), pueda escribirse alguna novela más, lo que no descarto, aunque tendría que esperar a que se finalizase la que me ocupa en estos mismos momentos, y alguna más que está en proyecto.

En cuanto a La Estirpe de los Reyes, en ella se profundiza más en el Alfonso adolescente (como en casi todos los personajes, por algo salió tan voluminosa que ha habido que dividirla en dos tomos), pero no se trata apenas del rey, porque finaliza en el momento en que Bermudo I cede la corona a Alfonso II.

Pero la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles sí que se extiende más sobre Alfonso II (la realicé con ese propósito, para hacerle el auténtico protagonista de la novela) y se introducen circunstancias nuevas, que había desechado en su momento, como la llegada del Arca Santa a Asturias y el fallido intento del rey Alfonso II por abrirla. La duda sigue siendo publicarla, o no. ¿No se molestarían los lectores que hayan comprado la primera redacción viendo que sale otra más cuidada? ¿No les parecería un engaño a los que compren esta nueva redacción (si es que se publica, con ese o con otro título), y ya hayan leído la primitiva, que numerosas escenas ya hayan sido relatadas en la primera?  En un futuro volveré sobre este tema, pero, de momento, seguiremos con la implicación de los reyes asturianos en mis novelas, ya publicadas o aún no.

22 de agosto de 2018

Mauregato y Bermudo


Deberíamos considerar a Alfonso II, “el casto” como el séptimo rey asturiano. Pues, a la muerte de Silo, su viuda, Adosinda, reunió a los nobles que se encontraban en la corte de Pravia, haciendo que eligieran como rey a su sobrino, Alfonso, hijo de Fruela, que, a pesar de su Juventud, ostentaba el cargo de “mayordomo de palacio” (entre los reyes godos y francos, una especie de primer ministro), que le habían otorgado los reyes Silo y Adosinda (y nombro a ambos por la indudable influencia que tuvo Adosinda en el reinado de su esposo), preparándole, sin duda, para este momento, pues ellos no tenían hijos (y el motivo, invención del autor, de ésto que se conoce en la segunda parte de La Cruz de los Ángeles es completamente improbable).

Apoyado por la facción que había asesinado a Fruela, Mauregato, un hijo bastardo del rey Alfonso I, tenido, al parecer, con una cautiva musulmana (¡Otra!, ¿sería habitual esta costumbre?) y, reforzado, posiblemente, también con tropas gallegas, pues Silo, a pesar de ser oririginario de esa región (según opinan la mayoría de los historiadores, aunque en la redacción original de la Novela La Cruz de los Ángeles, en la que se relatan estos hechos, no lo había considerado así), se había visto obligado a reprimir una sublevación de sus naturales contra el gobierno de los reyes asturianos, Mauregato consigue derrocar al recién nombrado monarca y obligarle a buscar refugio entre los parientes de su madre, la vascona Munia.

Por lo tanto, los historiadores consideran a Mauregato como séptimo rey asturiano, que gobernó desde el año 783 hasta el 789. Este hijo bastardo del rey Alfosno I aparece, como un joven príncipe no demasiado bien aceptado, en mi novela La Cruz de los Ángeles en su primera parte, y ya como rey en la segunda. Siguiendo a los cronistas, que cargan las tintas contra este rey (debido, sin duda, que esas crónicas se escribieron en tiempos de Alfonso III, quizá, alguna, por él mismo, quien era nieto del rey Ramiro, quien debía su corona a Alfonso II, el derrocado por Mauregato), en la primera redacción de esta novela le hago responsable del infamante “tributo de las cien doncellas”, del que no hay constancia fidedigna.

En La Estirpe de los Reyes, se vuelven a narrar todos estos hechos, de una manera más extensa y con intervención de nuevos personajes, inventados.

Y, en la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, de la que he repetido ya muchas veces, que quizá no se llegue a publicar, al procurar ser más fiel a lo que parece la realidad histórica, intento liberar a Mauregato de alguna de las lacras con que, injustificadamente (o no) le había hecho cargar.

A su muerte, los miembros de la facción enemiga de la famila de Fruela intentan, desesperadamente, encontrar algún noble de estirpe regia al que elegir como rey, y lo encuentran en la persona de Bermudo, hermano del rey Aurelio, que estaba recluído en un convento donde había ingresado como diácono y, no sin muchos esfuerzos, le convencen para que acepte la corona.

Bermudo I “el diácono”, pues, pasa a la historia como el octavo rey asturiano. Fue elegido en el 789, y en el 791, probablemente, después de haber sufrido una derrota contra los musulmanes, que le hace darse cuenta de que no está preparado para el cargo, “recuerda que ha sido ordenado” (así nos lo dice el cronista) y abdica en quien piensa que sí ha sido educado para dirigir los destinos del pueblo asturiano, Alfonso, el hijo de Fruela.

Aunque su reinado no tuvo hechos demasiado trascendentes (excepto, quizá, el de haber cedido el reino a Alfonso II, “el casto”), su importancia en la historia se debe a que todos los reyes posteriores a Alfonso II (asturianos, leoneses, castellanos y españoles) descienden de una u otra manera de Bermudo (aunque tuviera el sobrenombre de “el diácono”).

En La Cruz de los Ángeles es, posiblemente, el monarca tratado con menos profundidad, debido a que había prisa por pasar al auténtico protagonista, “el rey casto”, aunque se intenta ser fieles al rigor histórico.

En La Estirpe de los Reyes tiene más protagonismo, porque es uno de los que influyen en lo que es la trama (inventada e improbable, por supuesto) principal de la novela: que el futuro rey Ramiro I lleve la sangre de Pelayo (y muchas ilustres más).

Y, en la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, no hay demasiados cambios de este personaje con respecto a la publicada, puesto que lo que se pretendía magnificar era al personaje de Alfonso II.

15 de agosto de 2018

Silo


El sexto rey asturiano, Silo, fue elegido en el año 774 tras la muerte del rey Aurelio, con toda probabilidad debido a su boda con Adosinda, la hija de Alfonso I y nieta de Pelayo, reyes ambos de impactante recuerdo para los asturianos, pues uno inició la liberación de los invasores musulmanes, y el otro pasó a la ofensiva conquistando terrenos en la meseta al sur los montes, como nos relacionan con detalle las crónicas asturianas (aunque con toda probabilidad, esa ocupación no fue permanente), y falleció, de muerte natural, en el año 783.

Este monarca, del que las crónicas nos dicen que “en su época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su madre”, no tuvo demasiada importancia en la historia, excepto, quizá, porque trasladó la corte a Pravia; porque el primer documento escrito (al menos con certeza de su autenticidad) que se conserva del reino Asturiano es el llamado “diploma del rey Silo”; y porque en la iglesia de Santianes (“Sant Johannes”, San Juan) de Pravia existía una grabación en piedra: el “Acróstico del rey Silo”, que es un conjunto de letras en el que se podía leer, partiendo de la “S” central, y en todas direcciones, 2.024 veces (otros estudios hablan de 45.760 veces) la frase “Silo princeps fecit” (“el rey Silo lo hizo”).

Todas estas circunstancias admiten múltiples interpretaciones, lo que abre multitud de posibilidades para un novelista que piense introducirlas en su trama, pues ante la falta de más datos, se puede inventar lo que se quiera, aunque al hacerlo se corre el riesgo de dejar volar demasiado la imaginación, lo que me temo que fue lo que me ocurrió en este caso.

Cuando empecé a esbozar La Cruz de los Ángeles, Silo, aunque su protagonismo sería en la segunda parte, debería aparecer ya en la primera (al igual que el resto de los reyes relatados en esa segunda parte, Aurelio, Mauregato y Bermudo) y, ante la falta de datos previos, tenía que establecer su filiación. La única frase en que me podía basar (“en su época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su madre”) y la confesión del historiador Sánchez Albornoz de que no sentía capaz de ofrecer una explicación que fuera más probable que las otras posibles, me indujo a buscar algo que fuese impactante para los lectores, y que no se desvelase hasta mediada la novela. Por otro lado, su matrimonio con Adosinda y el hecho de que no tuviesen descendencia también había que tenerlo en cuenta y darle una solución lo más novelesca posible.

Así que decidí obviar la situación más comúnmente aceptada por los historiadores, que se trataba de un prócer gallego de mediana edad y que su matrimonio con Adosinda se debió a razones de política territorial (de ahí el traslado de la corte), y de lucha de facciones (el predominio de gallegos y asturianos, partidarios de Fruela como nieto de Pelayo, frente a los cántabros, que habían apoyado a Aurelio como nieto del duque Pedro); y en su lugar, imaginé a Silo como un joven apuesto, hijo de un noble y de una cautiva musulmana (que, por supuesto, se había convertido al cristianismo, para eliminar cualquier posibilidad de que fuese considerado como un bastardo), y que había impresionado a Adosinda, a la sazón una adolescente. Y, además, me vino de improviso una idea, absolutamente improbable históricamente, pero que no pude rechazar (y que no puedo revelar aquí para no estropear la sorpresa a los que aún no hayan leído La Cruz de los Ángeles), pero que condicionó toda la trama posterior, la personalidad de este rey y de todos los que con él se relacionasen, e, incluso, la historia del reino asturiano tal como la contaba en mis novelas.

Posteriormente, al escribir y publicar El Muladí, me ví en la obligación de relatar como el padre de Silo había conocido a la musulmana que sería su madre, y le hice miembro de una familia que saldría también en La Muralla Esmeralda (escrita después, pero que, como relataba hechos sucedidos con anterioridad, se publicó antes que ella) y que eran los descendientes de Julián, el amigo y cuñado de Pelayo. Y, como mis antepasados proceden de la villa de Luanco, capital del concejo de Gozón, dí al padre (imaginario) de Silo el título de conde de Gauzón. Lo que me llevó a tener que reescribir esa parte de La Cruz de los Ángeles, que aún no se había publicado. Y a, en El Muladí, no narrar explícitamente la situación citada anteriormente, pero dar las pistas necesarias para que, cuando los lectores leyesen la cruz de los Ángeles y tuviesen la impactante revelación, pudieran decir: “¡Ah! ¡Claro!” o algo así.

En la aún no publicada La Estirpe de los Reyes, mantengo todas las circunstancias que imaginé para Silo, aunque aumentadas porque en esa novela hay varios nuevos personajes importantes con los que se relaciona.

Y, cuando, abrumado por las dudas, decidí hacer una nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, además de todas las ampliaciones de las que ya hablé al tratar de los reyes anteriores, describir a Silo como lo que, con toda probabilidad, fue: un noble gallego de mediana edad que se casa con Adosinda porque ambos ven en ese matrimonio la única manera de conseguir sus propósitos; en el caso de la hermana de Fruela, que su sobrino Alfonso llegase a sentarse en el trono, y en el caso de Silo, que toda Galicia se incorporase sin reticencias al reino asturiano. Ciertamente perdí romanticismo y sorpresa, pero gané en rigor histórico y en verosimilitud. Pero, para que los lectores puedan juzgar si el resultado ha sido adecuado, tendrán que esperar a que se publique, y eso es algo que aún no sé si lo voy a hacer.

8 de agosto de 2018

Aurelio


8 de agosto de 2018

Después del estudio, bastante extenso, dedicado a Fruela I, dedicaremos esta entrada al primero de los reyes que le siguieron: Aurelio, quinto rey asturiano:

Tras la muerte de Fruela, en el año 768, los nobles eligieron como rey a Aurelio, hijo de Fruela “el mayor”, el hermano de Alfonso I y, por lo tanto, hijo del duque Pedro de Cantabria. Algunos historiadores opinan que fue debido a que los nobles de origen godo de Cantabria consiguieron el predominio en la corte (aunque Fruela I también era de origen cántabro, por su padre Alfonso I, la influencia de su madre, la hija de Pelayo, Hermesinda, quizá con antecedentes astures, debió ser grande); otros piensan que el carácter violento de Fruela le había granjeado antipatías y que Aurelio había sido el que había capitalizado este grupo intentando que la corona pasase al hermano de Fruela, Vimara; otros, en fin, piensan que, muertos los dos descendientes masculinos de Alfonso I, la opción del mayor de los hijos de su hermano (Bermudo había ingresado en un convento) era la más lógica. Quizá todas las razones tuvieron su peso.

Aurelio tuvo que enfrentarse a revueltas de campesinos, mayormente gallegos y asturianos (lo que puede confirmar en parte alguna de las opciones relacionadas), no se conocen campañas contra los musulmanes, ni porque estos intentasen invadir el reino asturiano (como, al parecer, sucedió en tiempos de Fruela I), ni porque los asturianos continuasen las correrías por la meseta, como está relacionado bajo el mando de Alfonso I). Según algunos historiadores, trasladó la capital a san Martín del rey Aurelio, pero de esto solo está la prueba de que en ese lugar poseía tierras patrimoniales.

En mi novela La Cruz de los Ángeles, Aurelio interviene en su primera parte como duque de Cantabria, bajo la autoridad de su primo, el rey Fruela I. Probablemente el ducado habría pasado, a la muerte del duque Pedro (narrada en La Muralla Esmeralda) a su hijo mayor, Alfonso, quien, al casarse con Hermesinda y trasladarse a Oviedo dejaría encargado del ducado a su hermano Fruela “el mayor”; luego, al ser elegido rey tras la muerte de Favila, quizá se lo cedió definitivamente y su hijo Aurelio lo heredaría tras la muerte de su padre. Luego, en la segunda parte d ela novela, ya como rey, es retratado como un hombre prudente, que ha accedido al trono obligado por las circunstancias (aunque en el fondo lo ambicionaba), y que recela de que su prima Adosinda, única hija que queda con vida de Alfonso I, haga uso de las costumbres matrilineales de los astures para arrebatarle el trono y traspasárselo a su sobrino Alfonso (lo que, a la postre, ocurrirá); algo que aterra a Aurelio porque piensa que el joven ha heredado la “locura” que, según cree, afectaba a su padre.

Aurelio tiene (en la ficción de mis novelas) una relación con una cautiva musulmana (la concubina del rey Alfonso y madre de Mauregato), que, a la postre, es la causa de muera, en el año 774, quizá envenenado por su amante. Aunque lo más seguro es que fuera por causa natural.

Posteriormente Aurelio aparece en mi próxima novela La Estirpe de los Reyes, en los capítulos que narran esa época del reino de Asturias, y en los que se estudia su carácter y sus relaciones con otros personajes, en especial con Adosinda (auténtica protagonista de esos años) de una manera más exhaustiva, aunque sin muchas diferencias con La Cruz de los Ángeles.

Y, en la que ya he dicho que no sé si llegará a publicarse, la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, tiene prácticamente la misma importancia que en la redacción primitiva.

31 de julio de 2018

Fruela I "el justiciero"


El cuarto rey asturiano, Fruela I, sucede a su padre Alfonso I en el año 757. No sabemos si por herencia paterna; por derecho matrilineal, por ser hijo de Hermesinda, según las costumbres ancestrales de los astures; o por elección de los nobles, según los usos visigodos (posiblemente todos los factores pesaron). Sabemos que tuvo un carácter fuerte y difícil, según nos dicen las crónicas (ya más cercanas en el tiempo) y según los apelativos con que se le conoce. “El cruel” o “El justiciero”, según las antipatías o simpatías del cronista correspondiente. Al principio de su reinado sometió a los vascones, trayendo como rehén a una de sus jóvenes principales, Munia (algunas crónicas la hacen hija del rey Bermudo, primo de Fruela, pero lo he obviado porque no me cuadran las fechas), que, posteriormente, fue la madre de sus hijos, Alfonso (el futuro Alfonso II, “el casto”) y Jimena (según las leyendas, la madre de Bernardo del Carpio, pero esto es aún más imposible, pues el héroe del romancero mató a Roldán en Roncesvalles cuando su hipotética madre aún no había nacido o, a lo sumo, era una niña de menos de siete años de edad). Concedió unas tierras en las que se fundó un monasterio que dio lugar a la ciudad de Oviedo y pasó allí frecuentes temporadas (posiblemente, allí nació su hijo). Rechazó una invasión de los musulmanes (esto no está comprobado con seguridad) en la que mató a un hijo de Abderrahmán (otra incongruencia histórico-temporal que, al igual que la intervención de Bernardo del Carpio, me ha obligado a hacer “juegos malabares” para conseguir introducirla en mi novela). Creyendo (equivocada o certeramente) que su hermano Vimara conspiraba para arrebatarle el trono, le mató con sus propias manos, siendo, a continuación, asesinado por los nobles en el año 768.

Una vez terminada mi primera novela, Pelayo, Rey, y antes de su publicación, comencé a escribir otra con el título de La Cruz de los Ángeles, subyugado, quizá, por la belleza de la joya de ese nombre, conservada en el tesoro de la Catedral de Oviedo. Esa cruz fue donada por el hijo de Fruela, Alfonso II “el casto” a dicha catedral y, cuando me documentaba para redactarla y justificar su título, me ví atraído por la personalidad del vehemente monarca, cuya vida me pareció lo bastante apasionante como para merecer ser novelada.

Entonces tomé una decisión de la que, aún hoy, dudo que fuera acertada. Ya que estaba enfrascado en la confección de una novela sobre la Cruz de los Ángeles, decidí dividirla en tres partes: la primera dedicada a Fruela; la segunda a los cuatro reyes que ocuparon el trono entre el año 768 y el 791 (una época de la que no hay demasiados datos, pero en la que, sin duda, hubo intrigas y lucha de facciones por el poder), y una tercera ya con el protagonismo de Alfonso II y con la aparición de la joya que le iba a dar nombre. Eso me llevó a no profundizar demasiado en la personalidad de Fruela I y a ser demasiado parco en cuanto a Alfonso II, del que solo narré una parte de su vida (realmente, de la que hay más datos históricos). Sigo dándole vueltas a si no hubiera sido mejor escribir tres novelas, y narrar en la tercera la vida completa (82 años de vida y 51 de reinado) del “Rey casto”. Quizá lo haga algún día.

Fruela I aparece en La Cruz de los Ángeles recién coronado, tras la muerte de su padre y volviendo de su expedición a tierras vascas. Su enamoramiento con Munia y el modo como esta le corresponde, aunque me satisface en el fondo, debo reconocer que está tratado sin demasiada profundidad, mientras que hago hincapié (necesario, por otra parte) en el rechazo de los nobles de Cangas a la mujer vasca (tomado del historiador Sánchez Albornoz, que lo presenta como posible y que rápidamente acepté por sus posibilidades novelescas), cautiva, rehén, concubina o reina, que todas esas cosas fue del fogoso rey asturiano.

Este rechazo y el posterior asentamiento de la pareja real en Oviedo, alejándose de la corte, fue la causa de la conspiración para derrocar a Fruela, de la que éste hizo responsable a Vimara (y si estaba en lo cierto, o no, la novela no lo desvela), y del posterior desenlace sangriento con que da fin la primera parte de esta novela.

Sirve esta primera parte, también, de presentación de una mujer que va a tener una importancia capital en el reino durante los cuatro reinados (o cinco, según se considere) posteriores: la hermana de Fruela, Adosinda (del mismo nombre de la hermana de Pelayo que aparece en las novelas a él dedicadas); hija de un  rey, hermana de otro, prima de un tercero, esposa de un cuarto, hermanastra de un quinto y tía, en fin del sexto, es el nexo de unión de todos ellos en la historia de Asturias de aquellos complicados años.

Una vez terminada esta novela, tuvo que esperar a que se publicasen La Muralla Esmeralda y El Muladí para respetar el orden cronológico histórico. En cada una de ellas había cosas que influían en el texto, ya escrito, de la Cruz de los Ángeles y que hubo que modificar, lo que, quizá, fue otra de las causas de que no me sintiera demasiado entusiasmado con el resultado final.

Pero, en esos momentos, ya estaba enfrascado en la redacción de La Estirpe de los Reyes, que coincidía, en el tiempo, con El Muladí y con La Cruz de los Ángeles; Muchas de las escenas que iban a narrarse, ya lo habían sido en las anteriores, por lo que no debían repetirse; pero no podían obviarse por su importancia en el desarrollo de la trama, por lo que tenían que ser descritas de diferente manera, ya siendo narradas por un personaje que estuvo en ellas, y que se las cuenta a otro, ya expresándolas desde un diferente punto de vista. Eso no afectó demasiado al personaje de Fruela, pues ya he dicho que no le había tratado con la profundidad deseable, aunque sí aproveché para dedicarle bastantes párrafos más.

Y, por fin, ya entregada a la editorial La Estirpe de los Reyes, pude dedicarme a la desazón que me causaba La Cruz de los Ángeles. Descarté (de momento) la posibilidad de convertirla en tres novelas separadas y me dediqué a hacer una nueva redacción. Eliminé, de momento, la circunstancia improbable de la que había hablado antes, prefiriendo perder un momento ciertamente impactante y novelesco en aras de una redacción más creíble y cercana a la realidad histórica. Esto no afectó demasiado a Fruela, pero sí a su relación con personajes de su entorno, aunque mejor hablaremos de ello cuando nos dediquemos a los siguientes reyes. Aunque sí me sirvió para, sin abandonar la descripción de su carácter hecha en la primera redacción (y acertada, a mi parecer), profundizar mucho más en ella (y dedicarle muchas más páginas), así como introducir hechos que se habían quedado fuera en la primera redacción, bien porque entonces no lo consideré oportuno, bien porque no tenía conocimiento de ellos cuando la escribí por peimera vez.

Y ahora me queda la duda de si publicarla o no. Evidentemente, ha mejorado mucho, pero se han cambiado cosas que harán que no esté del todo de acuerdo con la trama del resto de las novelas. Además, publicarla mejorada, ¿no sería una especie de engaño a los que ya hayan comprado la original? De momento no puedo resolver mis dudas, pero hay tiempo, antes deben publicarse otras dos.


26 de julio de 2018

Favila y Alfonso I


Después de la interrupción para hablar, en su día, del Apóstol Santiago, retomamos la serie dedicada a la implicación de los reyes asturianos en mis novelas:

El segundo rey asturiano fue Favila, hijo de Pelayo. Sucede a su padre en el año 737 y muere, a consecuencia de una imprudencia en una cacería, en el 739. Debido a su corto reinado y a la falta de datos, había decidido prescindir de él (y de su cuñado y tercer rey, Alfonso II) y pasar directamente en mi segunda novela (en orden de escritura), La Cruz de los Ángeles, al cuarto rey asturiano Fruela I (y a sus sucesores). pero, una vez terminada la primera redacción de ésta, pensé que sería interesante escribir sobre los hispanos sometidos al islam (los muladíes) y comencé un relato, denominado precisamente así (El Muladí). Pero como lo que narraba sucedía en el tiempo que transcurría entre ambas novelas (Pelayo, Rey y La Cruz de los Ángeles), no pude resistirme a contar también lo que sucedía en el reino asturiano, dividiendo la historia en dos tramas separadas que confluían en su capítulo final, Así que, en su primer capítulo, narraba concisamente la muerte de Favila a manos (garras) de un oso.

Posteriormente, como he explicado en las entradas anteriores, al escribir La Muralla Esmeralda, y tener que inventarme, ante la ausencia de datos, toda la trama, Favila toma importancia como hijo de Pelayo y jefe del grupo de jóvenes que se educan en la corte asturiana bajo la tutela del rey. Se deja entrever una cierta tensión entre él y Alfonso, resuelta sin problemas. Se describe el ansia de Favila por hacerse digno de su padre y los esfuerzos de éste por convertirle en un futuro digno monarca del reino asturiano. Se habla de la costumbre goda de elección de los monarcas. Se relata su relación y boda con Brunequilda. Y, como anécdota, se introduce (si los lectores son lo bastante perspicaces para adivinarlo) al plantígrado que tendrá importancia en el devenir de este rey asturiano. La novela termina, como ya se ha dicho, con el fallecimiento de Pelayo.

Con estas dos novelas (La Muralla Esmeralda y El Muladí) terminaban, de momento, las apariciones de Favila en mis novelas, pero al escribir la aún no publicada (La Estirpe de los Reyes) que se editará, D.m., en la Editorial Temperley en el próximo otoño (al menos el primero de los dos tomos en que, al final, ha quedado dividida), novela que narra una hipótesis, no solamente improbable, sino absolutamente incierta, en la que la estirpe de Pelayo no termina con Alfonso II, “el casto”, sino que llega a entroncarse con Ramiro I y pervive, por tanto, hasta la actualidad, Utilicé a una supuesta hija de Favila y Brunequilda, de la que hay solo vagas y dusosas referencias. Así que, aunque la novela comienza con Favila de cuerpo presente tras su muerte, las referencias a él, a su esposa Brunequilda y a sus, imaginarios, descendientes, son continuas.

Con el tercer rey asturiano, Alfonso I, ocurre algo similar. Es un personaje importante en La Muralla Esmeralda, demostrándose como el más capaz de los jóvenes que se adiestran a las órdenes de don Pelayo, sin que eso signifique que no haga honor a su fidelidad a Favila como hijo de su rey, aunque la ascendencia del duque de Cantabria es incluso más ilustre que la del propio Pelayo; Pero tanto Pedro como sus hijos dan muestra de una honorabilidad a toda prueba, incluso cuando la boda de Alfonso con  Hermesinda parece dar a éste una posibilidad de aspirar al trono, más dada la costumbre matrilineal de los astures.

 Alfonso tiene también rango de protagonista en El Muladí, en la que, ayudado por su hermano Fruela “el mayor” (no confundir con el hijo de Alfonso, Fruela I, cuarto rey asturiano, cometiendo el error en que cayeron con frecuencia los cronistas musulmanes, que mezclaron los hechos de uno y otro) rigió los destinos del reino de Asturias durante toda la novela, en la que, incluso, le adjudiqué una relación sentimental, evidentemente incierta históricamente, pero que condicionó, no solamente la trama de esa novela y de la siguiente, La Cruz de los Ángeles, ya escrita (y que fue en la que se me ocurrió introducir esa relación, y en la que lo esencial eran las consecuencias de esa circunstancia), sino que falseó las personalidades adjudicadas a los futuros reyes en las próximas novelas.

Al escribir la citada La Estirpe de los Reyes, que transcurre en el tiempo a la vez que El Muladí y La Cruz de los Ángeles, volví a repetir el mismo carácter y las mismas circunstancias para el rey Alfonso I, aunque dedicando un estudio a su personalidad (la que yo le había adjudicado) mucho más completo. La de un hombre preparado, capaz, recto y seguro de sí mismo; pero también con la duda de si la corona que portaba en sus sienes no le hubiera correspondido a los descendientes de Favila. Enamorado de su esposa Hermesinda, a la que quiere y respeta (quizá a la única persona que considera a su altura, aparte de a su hermano Fruela “el mayor”), pero sujeto a grandes pasiones y que, al final de su vida, se siente embargado por la duda de sí había sido tan buen rey, tan buen esposo y tan buen padre como había creído.

25 de julio de 2018

El día de Santiago


Todos los años, tal día como hoy, 25 de julio, fiesta de Santiago, patrón de España, solía revisar mi blog y mi pagina de Facebook, Pelayo Rey, darme cuenta de que llevaba tiempo sin comunicarme con mis lectores ni ponerles al tanto del estado de mis próximas novelas, y apresurarme en corregir esa desidia contando cuáles son los proyectos y las previsiones de publicación.

Pero este año me he portado un poco mejor y, desde que comencé mis vacaciones he anunciado las próximas publicaciones (si es que se llegan a hacer) y, para matar el tiempo hasta que haya alguna certeza, una vez a la semana, generalmente los miércoles (me tocaba hoy), escribir una serie de entradas sobre la implicación de los reyes asturianos en mis novelas.

No obstante, no quiero dejar pasar el día del patrón de nuestra querida España, que tan necesitada está hoy en día de su intersección y protección, sin dedicarle unas líneas. La devoción a Santiago fue muy popular en la época en que transcurren mis novelas, y, concretamente, dos acontecimientos sucedieron en su tiempo y se han narrado en una ellas: El descubrimiento de su tumba, que se cuenta en La Cruz de los Ángeles y en la próxima, La Estirpe de los Reyes (que transcurre a la vez que aquella); y su aparición en la batalla de Clavijo, en tiempos de Ramiro I, batalla que la mayoría de los historiadores considera que no ocurrió y fue una confusión con la de Albelda, en tiempos de su  hijo Ordoño I, y que está narrada en mi novela La Cruz de la Victoria (que también espera la fecha de su publicación); pero que yo he trasladado también a los tiempos de Alfonso II, “el casto” y a la batalla de la Hoz de la Morcuera, que se narra en la citada La Cruz de los Ángeles. Dejo a la consideración de los lectores la decisión sobre si uno o ambos acontecimientos fueron o no verídicos.

Mañana continuaremos con la serie sobre los reyes asturianos, pero, a continuación, copio algunos párrafos de las novelas relativas a esos acontecimientos:

De La Cruz de los Ángeles:

En el capítulo XX:

“En ese momento, un paje se presentó anunciando que el obispo Adulfo solicitaba ser recibido en audiencia por el monarca.
¿Qué puede querer nuestro obispo que requiera la intervención del rey? musitó Alfonso. Dile que pase.
¡Mi señor! exclamó el prelado entrando en la estancia, acompañado de otro sacerdote. Un hecho extraordinario acaba de ocurrir en nuestro reino. El obispo Teodomiro, de Ira Flavia, que es quién ha venido a comunicármelo, podrá explicaroslo personalmente.
Majestad comenzó Teodomiro tras recibir la autorización del monarca, hace unas semanas, un grupo de personas importantes de mi localidad, hombres todos de buen juicio y discernimiento, vinieron a decirme que en un campo próximo, cerca de donde vivía un anacoreta de nombre Pelayo, sucedían grandes prodigios. Todas las noches aparecían brillantes luminarias que se mantenían sobre él hasta el amanecer. Avisado por ellos, fui hasta el lugar y pude observar esta maravilla con mis propios ojos, así que, dando por cierto que me encontraba ante una señal del Cielo, caí de rodillas y, juzgándome indigno, ayuné durante tres días con sus noches pidiendo al Señor me revelase lo que quería significar ese prodigio. Pasado ese tiempo me atreví a penetrar en el bosquecillo sobre el que se producían las luminarias y allí, cubierta por malezas y arbustos, di con una sepultura con lápida de mármol. Lo grabado en la lápida estaba casi borrado por el paso del tiempo, pero pude leer lo suficiente para comprender que se trataba de la propia tumba del apóstol Santiago, que hace siglos trajo la palabra de Dios a nuestra tierra. ¡Oh, mi señor! Sin duda Dios ha mirado con benevolencia a nuestro reino, pues nos ofrece esta señal.
¿Estás seguro de lo que dices? preguntó, excitado, el monarca.
No me cabe la menor duda, Majestad. Y, desde que limpié de malezas la tumba y los fieles le prestan veneración, las luminarias han dejado de aparecer como si ya hubiesen cumplido su misión. Es, sin duda, un mensaje divino.
¡Sí, obispo, tienes razón! los ojos del rey de Asturias brillaban con la fuerza que hacía tiempo no se apreciaba en él. Es un mensaje de Nuestro Señor para el reino y para su rey. No es el momento de estar abatidos, sino de alegrarnos, porque Dios nos renueva su protección por medio del Apóstol. Sí, con su ayuda los enemigos de nuestra fe serán derrotados definitivamente y el reino crecerá más firmemente que nunca el rey se volvió a sus consejeros. Amigos míos, sin duda mi querida tía Adosinda, que está ya en presencia de Nuestro Señor, viendo mi postración, le suplicó que me enviase una señal que me ayudase a comprender cual es mi misión. Desde ahora el apóstol Santiago nos protege. Así que no esperemos más ni nos dejemos abatir por la tristeza. ¡Todos en pie! ¡A cumplir nuestras tareas para la mayor gloria de Nuestro señor!
Y de nuevo Alfonso, segundo de este nombre, el rey casto, se puso a la cabeza de su pueblo.”

Y, en el capítulo XXIV:

“Subido encima de una peña, Alfonso, el rey casto, intentando animar a los suyos, empuñó con la mano izquierda la enjoyada cruz que portaba, sin dejar de blandir con la derecha su ensangrentada espada, y levantó en alto la sagrada enseña, que reverberó bajo los rayos del sol que estaba alcanzando su cenit.
Quizá el reflejo de las gemas hirió los ojos del monarca y le cegó momentáneamente, o quizá realmente vio lo que creyó ver, pero alzando la voz sobre el fragor del combate gritó:
¡Ánimo, cristianos! ¡Aún será nuestra la victoria en el día de hoy! ¡Mirad, allí, Santiago viene en nuestra ayuda!
Aunque hay quien opinó que el monarca asturiano se confundió al ver la figura de su general, Teudis, que aquel día vestía una túnica de refulgente blancura y montaba un corcel igualmente blanco.”




18 de julio de 2018

Reyes Asturianos II; Pelayo (continuación)


Terminamos la entrada anterior contando como Pelayo, Rey finaliza con la entronización de Pelayo como rey de Asturias. Recuerdo que, en dicha novela, decía a su conclusión que “esto no es el FIN, sino el PRINCIPIO”, utilizando la clásica palabra con que se dan por finalizados los libros, junto con la idea de que así comenzaba la Reconquista que se iba a narrar en próximos volúmenes.
Pero la vida de Pelayo no terminaba aquí. Desde el año 722, fecha de la batalla de Covadonga, hasta el 737, en que falleció, presumiblemente de muerte natural, transcurrieron quince años en los que el naciente reino se fue consolidando. No tenemos ningún dato sobre Asturias en esa época, ni en las crónicas cristianas ni en las musulmanas, señal de que a los gobernantes cordobeses poco les importaba el pequeño reducto montañoso del norte de la península (lo que, sin duda, permitió al reino cristiano del norte sobrevivir en los primeros momentos en que solo eran unos grupos desorganizados alrededor de Cangas de Onís, la “Asturias primoriense” que nombran los cronistas) y que estaban más interesados en extender su conquista por el resto de Europa, lo que intentaron hasta que fueron detenidos en Poitiers por Carlos Martel, y que causó, años después, la amarga queja del anónimo autor del “Ajbar Machmuá” que escribió, refiriéndose a los tiempos del emir Ocba: “…sin que quedase en Gallicia alquería por conquistar, si se exceptúa la sierra, en la cual se había refugiado con 300 hombres un rey llamado Belay…//… hasta que quedaron reducidos a 30 hombres…//…Era difícil a los muslimes llegar a ellos y los dejaron, diciendo “30 hombres, ¿qué pueden importar?”. Despreciáronlos, por tanto, y llegaron al cabo a ser asunto muy grave, como, Dios (Allah) mediante, referiremos en el lugar oportuno.” Y, más adelante, narrando lo ocurrido durante el emirato de Yusuf al-Fihrí, escribe: “Los gallegos se sublevaron contra los muslimes y, creciendo el poder del cristiano llamado Pelayo, de quien hemos hecho mención al comienzo de esta historia, salió de la sierra…//…volviéndose a hacer cristianos todos aquellos que estaban dudosos de su religión…”.

Esta ausencia de datos me llevó, en un principio, a pasar por alto estos años y centrarme en escribir sobre los reinados, más documentados, de los reyes que van desde Fruela I, hasta Alfonso II, “el casto”. Pero la excelente acogida de la ya citada Pelayo, Rey llevó a la editorial a pedirme una continuación de la misma. Y me decidí a narrar el resto del reinado de Pelayo en una novela titulada La Muralla Esmeralda, en relación a la enhiesta y verde cordillera que protegió al Reino Asturiano en aquellos momentos en que aún no era lo bastante fuerte para enfrentarse militarmente a los emires cordobeses. Como en esos tiempos no hay ninguna reseña sobre campañas musulmanas en tierra asturiana, no relaté acciones bélicas (salvo una, inventada, pues no podía retratar al protagonista sin acometer gestas heroicas, y que narré haciendo la salvedad, con nota al pie, de que esas páginas pertenecían a la ficción, sin ninguna base histórica). Por lo tanto la novela describe a Pelayo como un gobernante preocupado por el bienestar de su pueblo, y a la corte asturiana como un lugar en que los jóvenes de la siguiente generación (Favila, los hijos de Pedro, Alfonso y Fruela y otros personajes inventados) se preparan, bajo la dirección de Pelayo para, en su momento, asumir las responsabilidades que les corresponda, mientras las jovencitas (la hija de Pelayo, Hermesinda; Brunequilda, la futura mujer de Favila; y otras inventadas) me daban pie para mezclar romances y aventuras.

Pero, con todo eso, la novela no tenía suficiente consistencia histórica y desperdiciaba la enorme cantidad de datos que nos dan las crónicas musulmanas sobre los acontecimientos ocurridos en esa época en las tierras dominadas por el emirato cordobés. Así que introduje una duda de Pelayo sobre si era buen momento para iniciar la reconquista de los territorios ocupados, o si llamar la atención de los musulmanes, en aquel momento más poderosos, podría ser fatal para el reino asturiano (ya vimos, en la crónica del “Ajbar machmúa” citada anteriormente, como la inacción en ese sentido hizo ganar un tiempo que, a la postre, resutó crucial para el resultado d ela Reconquista). Pelayo, prudentemente, envía una misión a tierras musulmanas, para lo que utilicé a personajes inventados (Julián, el amigo y cuñado de Pelayo que había compartido protagonismo en Pelayo, Rey; así como el astur Xinto y el godo Alarico que también tendrían papeles importantes en novelas posteriores), por lo que la mitad de la novela transcurre en el emirato cordobés, narrando hechos históricos auténticos.

Durante el desarrollo del libro asistimos a la muerte del duque Pedro de Cantabria (con una aparición inesperada del obispo Oppas), y a los fallecimientos por causas naturales de Adosinda, Gaudiosa, y, por fin, del propio Pelayo, con lo que finaliza la novela y las apariciones del primer rey asturiano en mis relatos.

A pesar de que, como he dicho, fue la propia editorial la que me sugirió redactar esta novela, no mostró interés en publicarla y quien lo hizo fue la editorial asturiana Sapereaude.

13 de julio de 2018

Reyes Asturianos I


Ya estamos en Torre del Mar, comenzando a retomar la redacción de la próxima novela. Hasta que podamos contar a nuestros lectores alguna novedad sobre ella, y, para cumplir con el propósito de ir publicando algo, vamos a hacer una reseña sobre la lista de reyes asturianos y su aparición en mis novelas:

1º.- Pelayo, hijo de Favila (o Fáfila).
No hay un acuerdo unánime entre los historiadores acerca de este personaje. Desde los que aceptan lo que nos dicen las crónicas de que era hijo del conde de Asturias y descendiente directo de los reyes godos, hasta los que lo consideran un jefe tribal astur, o los que, incluso, niegan su existencia.
Se ignora la fecha de su nacimiento, se cree que en el año 718 fue elegido caudillo por los godos fugitivos refugiados en Asturias (o jefe por los propios astures) y que, quizá, tras la victoria de Covadonga en 722, proclamado rey (hecho este sobre el que muchos historiadores discrepan, opinando que solo con Alfonso I puede hablarse de un verdadero monarca).
Falleció en el año 737 en Cangas de Onís, siendo enterrado en la iglesia de santa Eulalia de Abamia (próxima a Cangas), sitio en que ya reposaba su mujer, Gaudiosa. Posteriormente Alfonso X ordenó trasladar sus restos a Covadonga, hecho éste también sujeto a controversias.

La vida de Pelayo está narrada, de forma novelesca, en mis libros Pelayo, Rey y La Muralla Esmeralda.
En el primero de ellos, acepto la versión de que se trataba de un noble godo, hijo del conde de Lucus Asturum (la actual Lugo de Llanera, ciudad más importante de la Asturias situada al norte de la Cordillera Cantábrica), y no porque crea que esa era su aunténtica filiación (no soy historiador, por lo que mi opinión poco cuenta), sino porque, novelescamente, me pareció más interesante.
La novela comienza en el año 700, cuando Pelayo, un joven de unos quince años, se entera de que su padre ha sido asesinado por Witiza, hijo del rey Egica y, a la sazón, duque de Gallaecia. Witiza ha ordenado matar también a los hijos de Fafila para evitar posibles futuras venganzas y Pelayo, junto con su amigo, hijo de su administrador, el joven hispanorromano Julián (personaje inventado; los novelistas necesitamos introducir personajes que, al no ser reales, no estén sometidos a ajustarse a lo que la historia nos dice de ellos), busca refugio entre las tribus astures de las montañas, y traba conocimiento con la hija del jefe, una niña de nombre Gaudiosa (no hay ningún dato que nos pueda hacer suponer que la esposa de Pelayo fue una joven astur, pero me pareció una buena idea para justificar la futura adhesión de las tribus astures a un noble godo).
En el año 703 muere el rey Egica y su hijo, Witiza, pretende ser elegido como rey (en los godos la sucesión del monarca era electiva, lo que causaba no pocos problemas); aconsejado por su hermano Oppas, arzobispo de Toledo, pacta con su rival por el puesto, Rodrigo, duque de la Bética (y primo de Pelayo), el que éste no se le oponga a cambio de una amnistía para todos los enemigos de la famila de Egica, lo que permite a Pelayo salir de su escondite y retomar el puesto de su padre como conde de Asturias.
Con esto termina la primera parte de la novela. En la segunda, llega el año 710, en el que muere Witiza. Sus hijos, Achila (o Agila), Ardabasto y Olmundo son aún muy jóvenes y a Rodrigo no le resulta difícil obtener el número suficiente de apoyos para ser proclamado rey. Oppas y su hermano Sisberto, duque de Galalecia, no lo aceptan y, defendiendo los intereses de sus sobrinos, se levantan en armas contra el duque de la Bética, lo que hace que Pelayo baje a Toledo para ayudar a su primo. Pero antes vuelve a los montes de los astures para buscar refuerzos y se encuentra de nuevo con Gaudiosa, ya convertida en una hermosa joven. La doncella astur se enamora del apuesto godo, pero éste, convencido de que su destino está en la corte toledana, hace un esfuerzo por apartarla de sus pensamientos.
La guerra es breve. Las tropas de Rodrigo son superiores y Oppas y Sisberto aceptan reconocer a Rodrigo como rey a cambio de mantener sus títulos y posesiones. Pero, entretanto, el astuto arzobispo, envía a sus sobrinos a Ceuta, al otro lado del estrecho, para evitar que caigan en manos del nuevo soberano. Allí Olbán, el conde de la ciudad y partidario declarado de la familia de Witiza, se compromete a mantenerles escondidos y a salvo, pero se niega a rebelarse abiertamente contra Rodrigo.
El nuevo soberano es coronado en Toledo y nombra a su primo Pelayo jefe de los espatarios (guardia personal del monarca).
Durante un año Pelayo vive en la corte, pero, poco a poco, se va dando cuenta de que el carácter de Rodrigo, a quien admiraba, va cambiando, convirtiéndose en un soberano despótico que no admite más norma que su propio deseo. Un día, observa a una joven bañándose en el Tajo y sin el menor miramiento, la viola. La joven resulta ser Florinda, la hija del conde Olbán, que había acudido a educarse en la corte, como era habitual en los hijos de los nobles de provincias. La joven, llena de vergüenza por lo sucedido, abandona Toledo y se dirige a Ceuta. Cuando su padre se entera, decide vengarse y va a entrevistarse con los musulmanes, unos nómadas procedentes de Arabia que, difundiendo con la espada la religión predicada por su profeta, Mahoma, han conquistado el norte de África y amenazan la ciudad de Ceuta. Les habla acerca de la riqueza del reino de los godos y les ofrece sus naves para pasarlos al otro lado del estrecho. El jefe de los musulmanes, Musa ibn Nusayr, recelando de arriesgar a sus propios guerreros árabes, ordena a su liberto originario del norte de África, Tarik ibn Ziyad, que, con sus bereberes, realice una incursión.
Entretanto, Rodrigo ha llevado su ejército al norte para someter una rebelión de los vascones. Estando allí, recibe la noticia de que unos extranjeros norteafricanos han invadido el reino y marcha hacia el sur precipitadamente. Pero, debido que tiene que dejar la mayor parte de su ejército en el norte, ordena a Sisberto y Oppas, los hermanos de Witiza, que acudan a reforzarle con sus propios hombres. En las márgenes del río Guadalete, o a orillas de la hoy desaparecida laguna de Janda, el ejército de Rodrigo se enfrenta a los hombres de Tarik, pero, en mitad del combate, los soldados de Oppas y Sisberto cambian de bando y atacan a sus propios compatriotas. El propio rey godo interviene a la desesperada en la batalla, pero es derribado por Sisberto, sufriendo múltiples heridas y solo la intervención de Pelayo, que mata al traidor duque de Gallaecia (vengando así, sin saberlo, a su padre, pues había sido Sisberto quien, por orden de Witiza, había asesinado a Fáfila), consigue salvarle la vida. El espatario, cargando con el moribundo monarca, se retira del campo de batalla y emprende un angustioso camino que le lleva hasta Viseu, en el noroeste del actual Portugal, donde al fin el último rey godo fallece y es enterrado en una cueva.
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Por otro lado, Tarik continúa una veloz conquista hasta llegar a Toledo; allí le alcanza Musa, quien, al comprobar que su subordinado ha tenido éxito, viene con un ejército de árabes para reclamar el triunfo. La facción goda enemiga de Rodrigo comprende que los musulmanes no han venido a ayudarles, sino a conquistar el reino, y, ante la evidencia, se someten a los nuevos señores.
Pelayo continúa, desilusionado y deprimido, hasta Asturias, donde retoma su puesto de señor de las tierras, acata a los mulmanes y procura que las condiciones que estos impongan a sus súbditos no sean demasiado duras. Pero el gobernador bereber de la zona, Munuza, se encapricha de la hermana de Pelayo y, para conseguirla, envía al godo prisionero a Córdoba.
En un calabozo cordobés, Pelayo, desesperado, comprende que el mundo ideal que se había forjado era falso y que su ambición de ocupar un puesto prominente en la corte, le había conducido al fracaso. El reino de los godos ha caído. Su rey ha muerto. Su hermana era prisionera de Munuza y había rechazado a quien era su verdadero amor, Gaudiosa, la astur. Se lamenta en voz alta en la oscuridad del calabozo y escucha que una voz le contesta; la de su amigo Julián quien también había caído prisionero de los musulmanes, y que le dice que él también había cometido un error, no se había atrevido a confesar a su amigo que él estaba enamorado de la hermana del godo, Adosinda, por miedo a causar el enojo de Pelayo debido a la diferencia de clase y posición. Pelayo recupera su ánimo, exclama que no pueden rendirse y que ambos pueden alcanzar lo que desean, rompe sus ligaduras y, junto con Julián emprenden el regreso a la tierra asturiana, dando fin a la segunda parte de la novela.
Tras pasar muchas penalidades, Pelayo y Julián llegan ante la imponente Cordillera Cantábrica. El otoño ya está avanzado y las primeras nieves han cubierto los pasos. A pesar de todas las dificultades, llegan, agotados, hasta orillas del lago Enol, donde las tribus astures acaban de abandonar sus pastos de verano para trasladarse a tierras más bajas. Solo quedan los últimos y, entre ellos, Gaudiosa, que corre hacia los recién llegados. Tras confesarse su mutuo amor, Pelayo y Gaudiosa se casan en la gruta de Covadonga (en la segunda parte de la novela había hecho que un sacerdote de Toledo acompañase a Pelayo en su regreso a Asturias, instalándose en lveces en los a Cueva, lo que utilicé en esa escena). Como el padre de Gaudiosa había fallecido, las tribus astures se reúnen para elegir un nuevo jefe, celebra la boda de ésta y de Julián.y Gaudiosa consigue que la elección recaiga en Pelayo (Entre los primitivos astures, la sucesión solía ser matrilineal, recayendo en el marido de la hija del jefe, lo que ocurrirá después en un par de ocasiones en los primeros reyes asturianos; Alfonso I y Hermesinda o Silo y Adosinda).
Pero Pelayo tiene aún una cosa que hacer antes de ejercer la jefatura. Como la fortaleza de Gijia, en la que reside Munuza, tiene fuertes murallas, Pelayo acude a un pueblecito costero cercano (concesión al pueblo de mis ancestros) y se embarca con sus hombres en un grupo de bateles, llegando a Gijia por mar. Tras liberar a su hermana Adoisnda, se celebra la boda de ésta y de Julián, y todos se refugian en las tierras de los astures.
Munuza pide refuerzos a Córdoba y persigue a los fugitivos. Pelayo y sus hombres se refugian en la Cueva. Los musulmanes llegan ante ella y Oppas, que les acompaña, intenta convencer a Pelayo para que se rinda. Ante la negativa, loos musulmanes inician el ataque, pero al lanzar piedras con “fundíbulos” contra la cueva, las que yerran, rebotando en la pétrea ladera vuelven a caer sobre ellos, provocando su desconcierto. Aprovechándolo, Pelayo y sus hombres se lanzan contra los musulmanes, a la vez que el duque godo Pedro de Cantabria (pariente también de Pelayo y que ya había hecho acto de presencia en la primera y segunda parte de la novela) ataca a los musulmanes desde atrás. Derrotados los musulmanes, emprenden la huída, pero dada la estrechez del valle, pocos lo consiguen.
 Munuza no se conforma con volver a Gijia, sino que, aterrorizado, huye hacia el sur, pero antes de que consiga pasar los montes, es alcanzado por los astures. Pelayo mata a Munuza y, a su vuelta a Cangas, es proclamado rey por una multitud de astures, godos e hispanorromanos.
Con esto finaliza la novela. Tenía pensado hacer la relación de todos los reyes asturianos y su actuación en mis novelas, pero me he extendido demasiado, y lo dejo para próximas publicaciones.