30 de noviembre de 2017

REPETICIONES IV

Hacía mucho tiempo que no escribía nada por aquí (algo más de dos meses), y pido disculpas por ello. Todo este tiempo he estado ocupado en la presentación de mi novela La Estirpe de los Reyes, que, por diferentes asuntos, ha tenido que ser postergada hasta la próxima primavera y realizada por una editorial diferente de las anteriores. Así que antes de volver a hablar de ese tema y de mis próximos proyectos literarios, voy a ver si soy capaz de concluir con los comentarios que tenía escritos acerca de las veces que mis personajes repiten frases o actitudes. Y nada mejor para retomar el tema que fijarnos en alguien que, sin ser uno de los protagonistas, ni tan siquiera el principal oponente de ellos, por su fuerte personalidad, a veces, los eclipsa. Me refiero a Abderrahmán ibn Moawia, el “príncipe emigrante” que, huyendo de la masacre realizada con su familia, los Omeyas, quienes, hasta entonces, detentaban el Califato de Damasco, llegó a España y fue el creador del emirato independiente, que, con el tiempo, llegó a convertirse en el esplendoroso (y efímero) Califato Cordobés. He intentado que sus actos y parlamentos, en la novela, se correspondan con lo que él debió ser en la realidad, aunque eso me haya llevado a caer en la reiteración. Juzguen ustedes mismos:


En el Cap. XI, pag. 125, cuando Teodoredo conoce a Abderrahmán cuando ambos eran unos niños:
“Los dos jóvenes se dirigieron a un patio interior, en el que el agua, proveniente del cercano río Quweiq, corría por unos canalillos desde una fuente situada en uno de sus extremos, dando una agradable sensación de frescor. Mientras caminaban, y sin dejar de prestar atención a su anfitrión, Teodoredo grababa en su memoria todo lo que veía, como le había indicado su padre.
—Así que eres godo —dijo el hijo del vali—. Me han enseñado que erais los dueños de un reino rico y próspero en la dirección que el sol se oculta, pero que en tiempos de mi tío abuelo Walid I cayó en nuestro poder con todas sus riquezas. No te entristezcas, no lo digo para humillarte, solo sucede lo que está en los designios de Allah, y al igual que pasó en tus tierras, tarde o temprano, el resto de mundo le reconocerá como su Señor y a nuestra familia como los elegidos para gobernarlo.”

Y, en ese mismo capítulo, un poco después:
“—Quizá mi padre llegue algún día a ser califa, o quizá no —dijo—. Pero lo que sí es seguro es que yo lo seré —y, bajando la voz y en tono más confidencial, continuó—. Un tío abuelo mío, el príncipe Moslema, era versado en las ciencias de la adivinación y la profecía. Cuando yo tenía apenas un par de años volvió de un viaje de estudios a las tierras de los magos persas y, cuando me vio, me tomó en brazos, pues había partido antes de mi nacimiento, y me miró con atención. “¿Qué nombre habéis puesto a este niño?”, preguntó. Y cuando le respondieron que Abderrahmán, me depositó con suavidad en el suelo y se abrazó con mi padre. “Durante mi viaje tuve un sueño”, le dijo, “Que un joven de familia noble, de nombre Abderrahmán, y con dos rizos a los lados de la frente, como los que tiene tu hijo, llegaría a gobernar ricos y extensos territorios”. —El joven musulmán miró con suficiencia a su invitado. — Mi tío no se equivoca nunca en sus profecías, así que estoy seguro de que, en algún momento, seré yo quien gobierne el Islam.”

Cap. XV, pag. 226, cuando Teodoredo, ya un joven soldado, se encuentra a Abderrahmán huyendo de sus enemigos y, después de ayudarle, quiere llevarle como su prisionero:
“Teodoredo se interpuso en su camino. —Creo que no —le dijo—. Vendrás conmigo. Eres mi prisionero.
—¿Cómo? ¿Primero me ayudas y luego intentas retenerme? ¿No te he dicho que te has limitado a cumplir la voluntad de Alláh? —Abderrahmán desenvainó su cimitarra—. No te acompañaré —dijo—. Tengo cosas importantes que hacer.
El godo contempló a su interlocutor. Aunque habían vencido a sus enemigos, no había sido sin pagar un precio por ello. La lujosa túnica de Abderrahmán estaba manchada de sangre, y no toda era de sus enemigos. —Estás herido —le dijo—. Yo soy más fuerte y mi espada es más grande. No te resistas.
—Tú también estás herido —señaló el musulmán.
Teodoredo se dio cuenta de que, efectivamente, también parte de la sangre que salpicaba sus vestiduras era propia, aunque hasta ahora no había reparado en ello. —Pero mucho menos gravemente que tú. Vamos, sé sensato. Tira tu arma. Acompáñame —insistió.
Tendrás que matarme. Y no podrás hacerlo. Mi destino es el de gobernar un poderoso imperio, según profetizo mi tío abuelo Moslema. Y no el de morir aquí, a tus manos.”

Y, un poco más adelante, cuando, después de que ambos hayan hablado, Abderrahmán insiste en marcharse:
“—Sigo siendo un príncipe —exclamó, orgulloso, Abderrahmán—. Sigo teniendo los derechos de mi padre, sigo teniendo familiares y amigos que lucharían por mí; Merwan no vivirá eternamente. Y está la profecía de mi tío abuelo…
—Sí, sí. Ya sé. Ya me la has contado —replicó Teodoredo.
—Bien —dijo el musulmán, montando de un salto en su caballo—. Ya no se ven rastros de mis perseguidores; ya hemos hablado, con lo que he cumplido mi promesa. Ahora me voy, y, como mi montura es más rápida que la tuya, si quieres detenerme, tendrás que volver a utilizar tu arco. Tú decides, o, más bien, la decisión queda en manos de Alláh. Que Él te acompañe —y, diciendo esto, picó espuelas hacia el cauce del Píramo con la intención de volver a cruzarlo. Teodoredo descolgó su arco y cogió una flecha.
Y aún la tenía en su mano cuando el caballo de Abderrahmán trepaba por la orilla opuesta del río, sin que su jinete hubiera vuelto atrás su vista una sola vez”.

Cap. XIX, pag. 330, cuando Teodoredo y Abderrahmán vuelven a encontrarse:
“—¡Vaya! ¡Al Muhayir! —dijo el hombre que había dominado la puja hasta entonces, mirando despectivamente al que había hablado—. Vienes a pedir ayuda para reconquistar lo que dices que te pertenece, y te entretienes intentando comprar esclavos. ¿Aún no te ha recibido el emir? ¿Sigues esperando? —concluyó, con sorna.
Soy Abderrahman ibn Moawia ibn Hisham ibn Abd al Malik ibn Merwan —respondió, orgullosamente el joven—. Mi tatarabuelo fue califa, mi bisabuelo fue califa, mi abuelo fue califa, mi padre debería haber sido califa; y yo lo seré, por la voluntad de Allah, el Misericordioso. Todos vosotros fuisteis servidores de mi familia —dijo, elevando la voz y dirigiéndose a toda la concurrencia—. Todos recibisteis honores y recompensas. Y adquiristeis un compromiso de lealtad por ello. Ahora no os pido nada, os exijo que cumpláis con ese compromiso. Que me ayudéis a expulsar a los usurpadores.”

Y, en ese mismo capítulo, un poco después:
“—Los designios de Allah son inescrutables, pero si encaminó mis pasos al mercado de esclavos justo en el momento en que estaban a punto de venderte, habrá sido por algún motivo. Y, como estoy seguro de que el Misericordioso tiene grandes designios para mi persona, de este encuentro no pueden redundar más que beneficios para ambos —dijo Abderrahmán, con total seguridad—. Volvamos a casa.”

Ya en el segundo tomo, Cap. XXI, pag. 5:
“Abderrahmán quedó en silencio unos instantes. —Allah, el magnánimo, en su infinita misericordia, me ahorra trabajo —declamó—. Los abbasidas se matan entre ellos, evitándome a mí el tener que hacerlo por mi propia mano. Está claro que el Todopoderoso me concede tiempo para que gobierne un imperio para el Islam;”

Y un poco más adelante, en la página 10:
“—Bien —concluyó Abderrahmán—. Todos sabéis vuestro cometido. Cumplidlo con eficacia, pues, aunque sin duda el Misericordioso me tiene reservada la victoria, el propio Allah gusta de que sus siervos la merezcan.”

Y en la 11:
“El omeya pareció quedar satisfecho con esta explicación. —Pues no temas —le dijo—. Triunfaré, porque esa es la voluntad del Misericordioso y así me lo ha asegurado una profecía.”

En el capítulo XXIII, pag. 55:
“—Aún queda otra cosa —replicó Abderrahmán, mientras bajaban por las escaleras hasta la planta baja—. Estoy seguro de que Allah nos concederá la victoria, pero como los destinos del Misericordioso son inescrutables, debo cuidar de mi sucesión. Tú, Omar, te quedarás aquí, en lugar seguro, y serás responsable de mis concubinas. Ambas esperan un hijo, así que mi estirpe está asegurada. Si resulto victorioso, os mandaré llamar. Si, Allah no lo quiera, soy derrotado, vuelve a Ifriquiya y, con el dinero que nos ha sobrado, busca un lugar seguro para manteneros hasta que mis hijos crezcan. Porque eso habrá significado mi muerte y la profecía que, inexorablemente, ha de cumplirse, lo hará en alguno de ellos.”

Y un poco después, en la pag. 59:
“—He sido recibido con veneración en esta tierra —continuó el omeya—. Pero es la primera vez que los habitantes me reconocen espontáneamente como el designado para dirigirles. Sin duda es aquí donde Allah, el Misericordioso, quiere que se cumpla la profecía que fijaba mi destino.”

Y en la 62:
“—Bien. ¿Y, por qué motivo crees, Abú-l-Mutarrif Abderrahmán ibn Moawia, ibn Hisham, ibn Abd al-Malik, al-Muhayir, al-Dajil, Sacr Quraix, al-Ummaya, que la Umma debe aceptarte como amir?
Abderrahmán levantó aún más la cabeza. —Porque esa es la voluntad de Allah —dijo.”

Y, aún más, en la 64:
“Pero no por eso deja de ser un animal magnífico, ni yo alguien en que se cumplirán los designios de Allah —comentó, montando en él; el noble animal no pareció extrañar a su nuevo jinete—. Le llamaré Adat Allah, porque con él cumpliré la voluntad del Misericordioso entrando en Qúrtuba —exclamó.”

Y, siguiendo con el mismo capítulo, aún nos encontramos con otra de las máximas que Abderrahmán repite con frecuencia, en la pag. 67:
“—Y no debemos temer, pues el Misericordioso premia el valor de sus fieles. Pero no por eso actuaremos alocadamente, ya que Allah valora la prudencia, según nos dijo el Profeta.”

En el capítulo XXVII, pag 160:
“—Allah, el Misericordioso, me concedió este país para que lo gobernase —dijo, teatralmente, el emir, ante sus consejeros reunidos a su alrededor—. Pero, sin duda para probar mi fe en Él y mis merecimientos, no me lo ha puesto fácil. Muchos de mis súbditos no aceptan de buen grado mi gobierno, y el Todopoderoso no se sentirá satisfecho si no doy los pasos oportunos para vencer esos inconvenientes.”

Y, en esa misma escena, un poco más adelante, en la pag. 162:
“De nuevo Abderrahmán se quedó un rato en silencio, meditando. Al fin, levantó la cabeza. —Allah bendice al valeroso —dijo—; pero también al prudente. Como de costumbre, Badr, has estado acertado. Se hará como has aconsejado.”

En el capítulo XIX, pag. 202, cuando le dice a Teodoredo que le acompañe a sofocar la rebelión de ibn Mogih:
“—Esta vez la situación parece desesperada, pero no te preocupes, he puesto mi destino en manos de Allah, y como el tuyo está ligado al mío, ambos saldremos con bien de este trance —dijo el emir.”

En esa campaña, sitiado en Carmona, decide hacer una salida desesperada, en la pag. 206:
“Cuando todos estuvieron reunidos, el emir se colocó de pie en medio de ellos y tomó la palabra. —Amigos míos —les dijo—. Nuestra situación es desesperada. Pero es en estos casos cuando Allah, el Todopoderoso, reconoce a los valientes que ponen en Él su confianza.”

En el mismo capítulo, cuando tiene que luchar contra el rebelde Said al-Matari al-Yashubi, en la pag. 216:
“Al-Matarí, esgrimiendo su lanza, se precipitó contra el omeya que aguardaba, montado en Adat Allah.
Ni un movimiento hizo el hijo de Moawia. La única respuesta a la amenaza que representaba el kelbí que se le acercaba con los ojos inyectados en odio, fue dirigirle una mirada de desprecio. ¿Confiaba Abderrahmán en su destino, que le hacia considerarse invulnerable?

Por fin, en ese mismo capítulo, cuando permite a Teodoredo marchar a Asturias, en la pag. 227:

“Abderrahmán meditó unos instantes. —Quizás tengas razón, al-Hafiz —le dijo—. Allah, el todopoderoso, te trajo hasta mí para cumplir una misión, y, con toda probabilidad, ya la has realizado. Pero te pido un último servicio. Badr va a salir hacia el Tseguer al mando de un ejército para recaudar los tributos que se me deben. Acompáñale y ayúdale en esa misión. Una vez cumplida, estarás cerca de tu destino y no tendrás que volver.”