Hacía
mucho tiempo que no escribía nada por aquí (algo más de dos meses), y pido
disculpas por ello. Todo este tiempo he estado ocupado en la presentación de mi
novela La Estirpe de los Reyes, que, por diferentes asuntos, ha tenido que ser
postergada hasta la próxima primavera y realizada por una editorial diferente
de las anteriores. Así que antes de volver a hablar de ese tema y de mis próximos
proyectos literarios, voy a ver si soy capaz de concluir con los comentarios
que tenía escritos acerca de las veces que mis personajes repiten frases o
actitudes. Y nada mejor para retomar el tema que fijarnos en alguien que, sin
ser uno de los protagonistas, ni tan siquiera el principal oponente de ellos,
por su fuerte personalidad, a veces, los eclipsa. Me refiero a Abderrahmán ibn
Moawia, el “príncipe emigrante” que, huyendo de la masacre realizada con su
familia, los Omeyas, quienes, hasta entonces, detentaban el Califato de Damasco,
llegó a España y fue el creador del emirato independiente, que, con el tiempo,
llegó a convertirse en el esplendoroso (y efímero) Califato Cordobés. He
intentado que sus actos y parlamentos, en la novela, se correspondan con lo que
él debió ser en la realidad, aunque eso me haya llevado a caer en la reiteración.
Juzguen ustedes mismos:
En el
Cap. XI, pag. 125, cuando Teodoredo conoce a Abderrahmán cuando ambos eran unos
niños:
“Los
dos jóvenes se dirigieron a un patio interior, en el que el agua, proveniente
del cercano río Quweiq, corría por unos canalillos desde una fuente situada en
uno de sus extremos, dando una agradable sensación de frescor. Mientras
caminaban, y sin dejar de prestar atención a su anfitrión, Teodoredo grababa en
su memoria todo lo que veía, como le había indicado su padre.
—Así
que eres godo —dijo el hijo del vali—. Me han enseñado que erais los dueños de
un reino rico y próspero en la dirección que el sol se oculta, pero que en
tiempos de mi tío abuelo Walid I cayó en nuestro poder con todas sus riquezas.
No te entristezcas, no lo digo para humillarte, solo sucede lo que está en los
designios de Allah, y al igual que pasó en tus tierras, tarde o temprano, el resto de mundo le reconocerá como su
Señor y a nuestra familia como los elegidos para gobernarlo.”
Y, en ese
mismo capítulo, un poco después:
“—Quizá
mi padre llegue algún día a ser califa, o quizá no —dijo—. Pero lo que sí es seguro es que yo lo seré —y, bajando la voz y en
tono más confidencial, continuó—. Un tío abuelo mío, el príncipe Moslema, era
versado en las ciencias de la adivinación y la profecía. Cuando yo tenía apenas
un par de años volvió de un viaje de estudios a las tierras de los magos persas
y, cuando me vio, me tomó en brazos, pues había partido antes de mi nacimiento,
y me miró con atención. “¿Qué nombre habéis puesto a este niño?”, preguntó. Y
cuando le respondieron que Abderrahmán, me depositó con suavidad en el suelo y
se abrazó con mi padre. “Durante mi viaje tuve un sueño”, le dijo, “Que un
joven de familia noble, de nombre Abderrahmán, y con dos rizos a los lados de la
frente, como los que tiene tu hijo, llegaría a gobernar ricos y extensos
territorios”. —El joven musulmán miró con suficiencia a su invitado. — Mi tío no se equivoca nunca en sus
profecías, así que estoy seguro de que, en algún momento, seré yo quien gobierne
el Islam.”
Cap. XV,
pag. 226, cuando Teodoredo, ya un joven soldado, se encuentra a Abderrahmán
huyendo de sus enemigos y, después de ayudarle, quiere llevarle como su
prisionero:
“Teodoredo se interpuso en su camino.
—Creo que no —le dijo—. Vendrás conmigo. Eres mi prisionero.
—¿Cómo? ¿Primero me ayudas y luego
intentas retenerme? ¿No te he dicho que te has limitado a cumplir la voluntad
de Alláh? —Abderrahmán desenvainó su cimitarra—. No te acompañaré —dijo—. Tengo
cosas importantes que hacer.
El godo contempló a su interlocutor.
Aunque habían vencido a sus enemigos, no había sido sin pagar un precio por
ello. La lujosa túnica de Abderrahmán estaba manchada de sangre, y no toda era
de sus enemigos. —Estás herido —le dijo—. Yo soy más fuerte y mi espada es más
grande. No te resistas.
—Tú también estás herido —señaló el
musulmán.
Teodoredo se dio cuenta de que,
efectivamente, también parte de la sangre que salpicaba sus vestiduras era
propia, aunque hasta ahora no había reparado en ello. —Pero mucho menos
gravemente que tú. Vamos, sé sensato. Tira tu arma. Acompáñame —insistió.
—Tendrás
que matarme. Y no podrás hacerlo. Mi destino es el de gobernar un poderoso
imperio, según profetizo mi tío abuelo Moslema. Y no el de morir aquí, a tus
manos.”
Y, un
poco más adelante, cuando, después de que ambos hayan hablado, Abderrahmán
insiste en marcharse:
“—Sigo siendo un príncipe —exclamó,
orgulloso, Abderrahmán—. Sigo teniendo los derechos de mi padre, sigo teniendo
familiares y amigos que lucharían por mí; Merwan no vivirá eternamente. Y está
la profecía de mi tío abuelo…
—Sí, sí. Ya sé. Ya me la has contado
—replicó Teodoredo.
—Bien —dijo el musulmán, montando de un
salto en su caballo—. Ya no se ven rastros de mis perseguidores; ya hemos
hablado, con lo que he cumplido mi promesa. Ahora me voy, y, como mi montura es
más rápida que la tuya, si quieres detenerme, tendrás que volver a utilizar tu
arco. Tú decides, o, más bien, la
decisión queda en manos de Alláh. Que Él te acompañe —y, diciendo esto,
picó espuelas hacia el cauce del Píramo con la intención de volver a cruzarlo.
Teodoredo descolgó su arco y cogió una flecha.
Y aún la tenía en su mano cuando el
caballo de Abderrahmán trepaba por la orilla opuesta del río, sin que su jinete
hubiera vuelto atrás su vista una sola vez”.
Cap. XIX,
pag. 330, cuando Teodoredo y Abderrahmán vuelven a encontrarse:
“—¡Vaya! ¡Al Muhayir! —dijo el hombre que
había dominado la puja hasta entonces, mirando despectivamente al que había
hablado—. Vienes a pedir ayuda para reconquistar lo que dices que te pertenece,
y te entretienes intentando comprar esclavos. ¿Aún no te ha recibido el emir?
¿Sigues esperando? —concluyó, con sorna.
—Soy
Abderrahman ibn Moawia ibn Hisham ibn Abd al Malik ibn Merwan —respondió,
orgullosamente el joven—. Mi tatarabuelo fue califa, mi bisabuelo fue califa,
mi abuelo fue califa, mi padre debería haber sido califa; y yo lo seré, por la voluntad de Allah, el Misericordioso. Todos
vosotros fuisteis servidores de mi familia —dijo, elevando la voz y
dirigiéndose a toda la concurrencia—. Todos recibisteis honores y recompensas.
Y adquiristeis un compromiso de lealtad por ello. Ahora no os pido nada, os
exijo que cumpláis con ese compromiso. Que me ayudéis a expulsar a los
usurpadores.”
Y, en ese
mismo capítulo, un poco después:
“—Los designios de Allah son
inescrutables, pero si encaminó mis pasos al mercado de esclavos justo en el
momento en que estaban a punto de venderte, habrá sido por algún motivo. Y, como estoy seguro de que el
Misericordioso tiene grandes designios para mi persona, de este encuentro
no pueden redundar más que beneficios para ambos —dijo Abderrahmán, con total
seguridad—. Volvamos a casa.”
Ya en el
segundo tomo, Cap. XXI, pag. 5:
“Abderrahmán quedó en silencio unos
instantes. —Allah, el magnánimo, en su infinita misericordia, me ahorra trabajo
—declamó—. Los abbasidas se matan entre ellos, evitándome a mí el tener que
hacerlo por mi propia mano. Está claro
que el Todopoderoso me concede tiempo para que gobierne un imperio para el
Islam;”
Y un poco
más adelante, en la página 10:
“—Bien —concluyó Abderrahmán—. Todos
sabéis vuestro cometido. Cumplidlo con eficacia, pues, aunque sin duda el Misericordioso me tiene reservada la victoria, el
propio Allah gusta de que sus siervos la merezcan.”
Y en la
11:
“El omeya pareció quedar satisfecho con
esta explicación. —Pues no temas —le dijo—. Triunfaré, porque esa es la voluntad del Misericordioso y así me lo ha
asegurado una profecía.”
En el
capítulo XXIII, pag. 55:
“—Aún queda otra cosa —replicó Abderrahmán,
mientras bajaban por las escaleras hasta la planta baja—. Estoy seguro de que Allah nos concederá la victoria, pero como los
destinos del Misericordioso son inescrutables, debo cuidar de mi sucesión. Tú,
Omar, te quedarás aquí, en lugar seguro, y serás responsable de mis concubinas.
Ambas esperan un hijo, así que mi estirpe está asegurada. Si resulto
victorioso, os mandaré llamar. Si, Allah no lo quiera, soy derrotado, vuelve a
Ifriquiya y, con el dinero que nos ha sobrado, busca un lugar seguro para
manteneros hasta que mis hijos crezcan. Porque
eso habrá significado mi muerte y la profecía que, inexorablemente, ha de
cumplirse, lo hará en alguno de ellos.”
Y un poco
después, en la pag. 59:
“—He sido recibido con veneración en esta
tierra —continuó el omeya—. Pero es la primera vez que los habitantes me
reconocen espontáneamente como el designado para dirigirles. Sin duda es aquí donde Allah, el Misericordioso, quiere que se cumpla
la profecía que fijaba mi destino.”
Y en la
62:
“—Bien. ¿Y, por qué motivo crees,
Abú-l-Mutarrif Abderrahmán ibn Moawia, ibn Hisham, ibn Abd al-Malik,
al-Muhayir, al-Dajil, Sacr Quraix, al-Ummaya, que la Umma debe aceptarte como
amir?
Abderrahmán
levantó aún más la cabeza. —Porque esa es la voluntad de Allah —dijo.”
Y, aún
más, en la 64:
“Pero no por eso deja de ser un animal
magnífico, ni yo alguien en que se
cumplirán los designios de Allah —comentó, montando en él; el noble animal
no pareció extrañar a su nuevo jinete—. Le llamaré Adat Allah, porque con él cumpliré la voluntad del
Misericordioso entrando en Qúrtuba —exclamó.”
Y,
siguiendo con el mismo capítulo, aún nos encontramos con otra de las máximas
que Abderrahmán repite con frecuencia, en la pag. 67:
“—Y no
debemos temer, pues el Misericordioso premia el valor de sus fieles. Pero no
por eso actuaremos alocadamente, ya que Allah valora la prudencia, según nos
dijo el Profeta.”
En el
capítulo XXVII, pag 160:
“—Allah,
el Misericordioso, me concedió este país para que lo gobernase —dijo,
teatralmente, el emir, ante sus consejeros reunidos a su alrededor—. Pero, sin
duda para probar mi fe en Él y mis merecimientos, no me lo ha puesto fácil.
Muchos de mis súbditos no aceptan de buen grado mi gobierno, y el Todopoderoso no se sentirá satisfecho si
no doy los pasos oportunos para vencer esos inconvenientes.”
Y, en esa
misma escena, un poco más adelante, en la pag. 162:
“De nuevo Abderrahmán se quedó un rato en
silencio, meditando. Al fin, levantó la cabeza. —Allah bendice al valeroso —dijo—; pero también al prudente. Como de
costumbre, Badr, has estado acertado. Se hará como has aconsejado.”
En el
capítulo XIX, pag. 202, cuando le dice a Teodoredo que le acompañe a sofocar la
rebelión de ibn Mogih:
“—Esta vez la situación parece
desesperada, pero no te preocupes, he
puesto mi destino en manos de Allah, y como el tuyo está ligado al mío, ambos
saldremos con bien de este trance —dijo el emir.”
En esa
campaña, sitiado en Carmona, decide hacer una salida desesperada, en la pag.
206:
“Cuando todos estuvieron reunidos, el emir
se colocó de pie en medio de ellos y tomó la palabra. —Amigos míos —les dijo—.
Nuestra situación es desesperada. Pero es en estos casos cuando Allah, el Todopoderoso, reconoce a los
valientes que ponen en Él su confianza.”
En el
mismo capítulo, cuando tiene que luchar contra el rebelde Said al-Matari
al-Yashubi, en la pag. 216:
“Al-Matarí, esgrimiendo su lanza, se
precipitó contra el omeya que aguardaba, montado en Adat Allah.
Ni un movimiento hizo el hijo de Moawia.
La única respuesta a la amenaza que representaba el kelbí que se le acercaba
con los ojos inyectados en odio, fue dirigirle una mirada de desprecio. ¿Confiaba Abderrahmán en su destino, que le
hacia considerarse invulnerable?”
Por fin,
en ese mismo capítulo, cuando permite a Teodoredo marchar a Asturias, en la
pag. 227:
“Abderrahmán meditó unos instantes.
—Quizás tengas razón, al-Hafiz —le dijo—. Allah,
el todopoderoso, te trajo hasta mí para cumplir una misión, y, con toda
probabilidad, ya la has realizado. Pero te pido un último servicio. Badr va a
salir hacia el Tseguer al mando de un ejército para recaudar los tributos que
se me deben. Acompáñale y ayúdale en esa misión. Una vez cumplida, estarás
cerca de tu destino y no tendrás que volver.”