25 de julio de 2019

Nuevos proyectos


Hoy, jueves, 25 de julio de 2019, celebramos el día de Santiago, patrón de España. Y, tal día como hoy, acostumbro, anualmente, compartir con mis lectores a través de mi blog www.reyesasturianos.blogspot.com, de mi página de Facebook Pelayo, rey, y de mi biografía de Facebook, el estado de mi actividad literaria y mis proyectos pendientes; y este año no podía ser menos:
Como manifesté en la entrada anterior, mi prioridad pasó a ser promocionar la última novela, LA CRUZ DE LA VICTORIA. A ese fin, además de la presentación realizada en el Colegio Santa María de los Rosales, organizada por la Asociación de Antiguos Alumnos, he concertado otras dos: una, el viernes 19 de septiembre, en el Aula del Prerrománico, de Oviedo (donde ya estuve hace un par de meses para una tertulia sobre mi primera novela, Pelayo Rey, por iniciativa de la directora del Club de Tertulia de la Novela Histórica Asturiana, Inés Arroni, y tan bien me trataron), gracias a la buena disposición de la responsable de dicha Aula, Clara García López. Y otra para el sábado siguiente, 20, en el Museo Marítimo de Luanco, organizada por la Asociación de Amigos del Museo (de la que me honro en formar parte), gracias al interés mostrado por el presidente de dicha Asociación, Indalecio Ramón Artime Heres.
Asimismo, y en el ámbito puramente editorial, he finalizado mi relación contractual con las editoriales Sapere Aude (que publicó La Muralla Esmeralda, El Muladí y La Cruz de los Ángeles) y Alberto Santos/Imágica Ediciones, que lo hizo con la primera de todas mis novelas, Pelayo, Rey. Amistosamente en ambos casos (espero), y, en el caso de la segunda, sin renunciar a las liquidaciones que tenemos pendientes.
¿Quiere eso decir que La Estirpe de los Reyes, que iba a publicar Editorial Temperley (Mariano Villella) tiene que seguir esperando? Pues no lo sé. Esta novela, que iba a constar de dos voluminosos tomos, y que ocupó mi actividad literaria de cuatro de los últimos cinco años (el quinto lo empleé en las correcciones de La Cruz de la Victoria), me causaría una gran ilusión si puedo verla editada físicamente, pero ignoro los planes de la Editorial Sial Pigmalión, con la que, en estos momentos, estoy comprometido (quizá no poner en el mercado durante el próximo año ningún otro de mis libros, para no perjudicar a La Cruz de la Victoria; quizá una reedición de La Cruz de los Ángeles, de la cual ya tengo hecha una nueva redacción, mucho más completa y extensa, y con la supresión de algunas tramas inventadas que me causaron grandes problemas de coherencia con las siguientes novelas; quizá una reedición de Pelayo, rey, con cambios, nuevos capítulos añadidos, y, tal vez, un nuevo título). Sea como fuere, en algún momento la pondremos al alcance de los que quieran leer una historia (por supuesto, falsa, pero en un entorno absolutamente real) que permita que la estirpe de Pelayo se haya prolongado através de los tiempos.
Y, entonces, de escribir, ¿qué? Pues, aunque hasta ahora he estado ocupado en mi otra afición (el teatro), buscando y adaptando la obra que representaremos el próximo curso, algo tengo que hacer. Puede ser continuar la siguiente novela (en orden cronológico) sobre los reyes asturianos, que ya tengo muy avanzada (La Caja de las Ágatas); puede ser comenzar, por si acaso, la posible nueva redacción de Pelayo, rey; puede ser (puesto que estamos en su día), retomar la novela inconclusa sobre el Apóstol Santiago, que lleva esperando desde el 2005 (¡Catorce años!), que fue cuando la dejé en suspenso para dedicarme a otras más urgentes; puede ser comenzar una sobre los asentamientos fenicios en la desembocadura del río Vélez, próximos a la localidad en la que paso mis vacaciones estivales, Torre del Mar, y que visité el lunes pasado (gracias a la AAC, Asociación Amigos de la Cultura de Vélez Málaga y a la tenecia de Alcaldía de Torre del Mar que están intentado poner en valor el tesoro arqueológico que aquí existe), aunque esta última requeriría una ingente labor de documentación previa, pues, al contrario de lo que ocurre con el Reino Asturiano, nadaconozco de esa época histórica… Realmente no lo sé, pero algo de todo lo anterior tengo que hacer. Acepto ideas.
Y, para ponernos en ambiente, copio, a continuación, párrafos de alguno de esos proyectos:

De la caja de las Ágatas:

UN PARTO DIFÍCIL

Año 875 d.C.

“En el palacio real de Oviedo, ordenado edificar por el rey casto, anejo a la catedral dedicada al Salvador, el agua que descargaban las nubes otoñales, impulsada por el violento y racheado viento del nordeste, caía con fuerza sobre su techumbre y rebotaba sobre sus pétreas paredes. Pero su persistente retumbar no era suficiente para apagar los gritos que salían de la cámara regia. Un incesante entrar y salir de sirvientas provistas de paños de lino y recipientes con agua caliente permitía adivinar que el acontecimiento que provocaba este alboroto no era otro que el hecho de que una nueva criatura iba a llegar a este mundo.
Y el nacimiento de un infante real siempre era un acontecimiento importante. Bien era verdad que en este caso su trascendencia no era tanta como si se tratase de un heredero al trono, pues la reina Jimena ya había dado anteriormente a su esposo, rey Alfonso, tercero de este nombre, dos hijos: el primogénito, García, que había recibido en las aguas bautismales el nombre de su abuelo materno, el rey de Pamplona (aunque en la corte asturiana se era reacio a dar este título a ningún soberano cristiano de la península, ya que se mantenía la teoría de que ellos solos eran los continuadores del reino de Toledo, después de que los invasores musulmanes se lo hubieran arrebatado al último rey godo, don Rodrigo); y el segundo, Ordoño, llamado así por el padre y antecesor del monarca asturiano.
No obstante, siempre era bueno tener asegurada la línea sucesoria ante cualquier contingencia, bien porque un tercer infante sería una garantía en un tiempo en que las muertes prematuras no eran raras, bien porque si fuese una niña serviría para confirmar y fortalecer las alianzas necesarias para sobrevivir en aquellos años difíciles, como había sucedido en el caso de los actuales soberanos.
Por ese motivo, cuatro importantes personajes del reino paseaban, intranquilos, de un lado a otro de la antecámara: el Mayordomo de Palacio, Hermenegildo Gutiérrez, primo político del actual monarca por su matrimonio con Hermesinda, la hija de Gatón, conde del Bierzo y hermano del rey Ordoño I, lo que hizo que el eficaz y fiel colaborador del rey Alfonso sumase ese título a sus muchas otras prebendas; el obispo de Oviedo, Hermenegildo; otro Hermenegildo, el hermano del conde de Orense Vimara Pérez (y, si el hecho de que tres de los más importantes colaboradores del rey Alfonso compartiesen el nombre causa confusión en los lectores, les pedimos disculpas, pero les rogamos que comprendan que no es culpa del autor, el cual también bastantes problemas tuvo por esta causa al documentarse para elaborar la trama); y, por fin, Sarracino Gatónez, cuñado del mayordomo de palacio, que no ostentaba cargo alguno porque el rey le había pospuesto en el título del conde Gatón en favor de su más fiel colaborador, lo que le hacía dudar entre manifestar su disgusto, o continuar adulando al monarca en la espera de que, ya que no conde del Bierzo, se le otorgase alguna otra prebenda, lo que se dejaba ver a veces (pero solo a veces) en las furtivas miradas que dirigía al marido de su hermana.
Sí, los colaboradores del rey estaban impacientes esperando que el alumbramiento llegase a su fin. Puesto que el rey se encontraba, como acostumbraba a hacer en los últimos años, al sur de los montes, supervisando las repoblaciones que asegurarían la frontera del reino, a ellos les tocaba dar fe del acontecimiento. De pronto, entre los rumores producidos por el alboroto de las sirvientas y los gemidos de la reina, a los que se sumaba la naturaleza con el resonar del viento y las gotas de lluvia, pudo escucharse el llanto de un recién nacido. A los pocos momentos, una doncella se asomó a la puerta de la cámara.
—Es un niño —anunció.
El prelado y los nobles se dirigieron a la estancia y, sin prestar atención a la soberana que se encontraba en el lecho, agotada por el esfuerzo y atendida por las parteras, dirigieron la mirada hacia el niño que una doncella sostenía en sus brazos. Más pequeño de lo normal y, desde luego, más de lo que habían sido, al nacer, sus hermanos, y con un rostro menos agraciado (si es que alguno de los recién nacidos lo es), pero niño sin lugar a dudas. Asintiendo con la cabeza, los nobles salieron de la habitación y se dispusieron a volver a sus quehaceres diarios.
—No parece muy fuerte —dijo, dubitativamente, el Mayordomo de Palacio—. Esperemos que viva, al menos, hasta que su padre pueda verlo.
—Por lo menos, hasta que le hayamos bautizado y recibido en el seno de la Iglesia —replicó el prelado—. Afortunadamente, sus dos hermanos gozan de buena salud, así que este niño no tendrá ninguna oportunidad de que el reino necesite que su cabeza porte la corona.
Pero, naturalmente, entre los dones que acompañan a la dignidad episcopal, no está garantizado el de la profecía”.

Quizá, si alguno ha leído mi última novela LA CRUZ DE LA VICTORIA, le suene este momento histórico. Efectivamente, el nacimiento de Fruela está situado, cronológicamente, entre los capítulos de ese libro, XVIII, en que Alfonso III y Jimena tienen aún solamente dos hijos (García y Ordoño), y el XIV, en el que Fruela ya tiene dos años. Esto se debe a que LA CRUZ DE LA VICTORIA se fija, preferentemente, en lo que le sucede a Alfonso III como persona y como rey, y, para no extenderse en demasía, no profundiza en los prsonajes secundarios, mientras que LA CAJA DE LAS ÁGATAS, que en los primeros capítulos transcurre a la vez que lo narrado en LA CRUZ DE LA VICTORIA, se centra en el tercer hijo del rey Alfonso, Fruela, quien, al subir al trono, dona la joya citada a la catedral de Oviedo.


De la novela inconclusa sobre el apóstol Santiago, unos párrafos de la mitad del capítulo IX (organización provisional):

            - “He decidido ir a llevar la Buena Nueva al fin de la tierra. – Dijo Jacob a Simón Pedro.- Solicito tu autorización para ello.
            - Irás con las bendiciones de todos los hermanos. - Le contestó Pedro.- Y ojalá nos sirvas de ejemplo. ¿Cuándo piensas partir?
            - Lo antes posible. Mañana mismo, quizá. El verano es la época en que zarpan los barcos hacia el occidente.
            - Siempre tan impetuoso.- Comentó el que era el jefe de los apóstoles, y sonrió a Juan, que se encontraba a su lado.- Quizá por eso te eligió el Maestro. Que su Espíritu te acompañe.
            Atanasio, que aguardaba, junto con Teodoro, a unos pasos, se atrevió a adelantarse y a interpelar a Pedro.
            - Quisiera que me autorizarás a predicar la palabra de Jesús.- Dijo, con la mayor humildad que pudo.- Esteban fue un ejemplo para mí y por él estoy aquí. No temo seguir su destino. Y puedo hablar tanto en arameo como en griego. Además, el causante de la muerte de Esteban ya no nos persigue.
            - Aún no estás preparado.- Le contestó Simón, causando la decepción del joven.- Debes seguir estudiando las Palabras y los Hechos del Maestro. Y, aunque Saulo de Tarso haya aceptado el mensaje de Jesús, el Sanedrín, los fariseos y los romanos nos vigilan de cerca. Tu momento no ha llegado todavía.
            - ¡Espera! – Interrumpió Juan, dirigiéndose a Pedro.- ¿Por qué no envías a Atanasio con Jacob? – Se volvió hacia su hermano.- ¿Qué te parece? Así podrías seguir con su instrucción durante el viaje. – Y, volviendo de nuevo al jefe de los apóstoles, prosiguió en voz baja para que su hermano no le oyera.- Y así Jacob tendría a su lado alguien con sentido común y que le ayudaría. Si no, dudo que llegue hasta Joppe.
            Simón Pedro sonrió y enarcó las cejas con sorpresa.- ¡Claro! – Musitó.- Y dirigiéndose a Jacob, le preguntó.- ¿Le tomarías a tu cargo?
            - Sí.- Contestó el hijo del trueno. - Será bueno tener compañía.
            - ¿Y tú, qué dices? – Preguntó el que había recibido las llaves del Reino, al joven discípulo.- ¿Quieres viajar con Jacob hasta el fin de la tierra?
            - ¡Oh, sí! – Exclamó Atanasio, entusiasmado, y luego, pensando que debía demostrar que era un alumno aventajado, corrigió: – Bueno, quiero decir, cumpliré la voluntad del Señor.
            Y a nadie le extrañó que, entre las risas con que todos celebraron la decisión, una voz se escuchara con timidez
            - ¿Podría ir yo también, por favor?”

De la posible nueva redacción de Pelayo, Rey, nada tengo aún, pero solo puedo adelantar que lo que se añada se referirá, tal vez, a la Cueva de Covadonga; Y de la que quizá haga sobre los asentamientos fenicios, primero tendré que ocuparme de la documentación histórica.

18 de junio de 2019

De nuevo, con ilusión.

18 de Junio de 2019

Tengo que confesar que, en los últimos meses (quizá debería decir, años), había perdido un poco la ilusión por escribir. Tanto en mis novelas (concluir las que estaban a medias, comenzar otras, etc.) como en este blog. Tal vez debido a los años pasados esperando que LA ESTIRPE DE LOS REYES, ese "mamotreto" que me había salido tan extenso que ha habido que dividirlo en dos volúmenes, pudiera verse publicado, tal vez a que, durante ese tiempo, ya que no tenía noticias nuevas que comunicar, me dediqué a redactar entradas sobre diversas curiosidades (la lista de reyes asturianos y cómo los trato en mis novelas, como se fueron gestando cada una de ellas, y cosas así). Pero en poco tiempo, he recibido  nuevos impulsos. Primero, la decisión, por parte de la editorial Sial Pigmalión de publicar mi novela LA CRUZ DE LA VICTORIA, con sus consecuencias: revisión, presentación en el Colegio santa María de los Rosales, firmas en La Feria del Libro de Madrid, etc; y también pedir a Mariano Vilella que suspendiera la edición de LA ESTIRPE DE LOS REYES (que por fin iba a estar lista) hasta el curso próximo, pues ahora tenía que centrarme en LA CRUZ DE LA VICTORIA. Luego, la invitación por parte del Club de Lectura de Novela Histórica del Reino de Asturias, para asistir a una tertulia sobre mi primera novela, Pelayo, Rey, en el Aula del prerrománico de Oviedo, lo que me hizo repasar mis inicios en el mundo literario y retomar la ilusión (dormida, ya que no perdida) de escribir en este blog para contactar y compartir con mis lectores.
Así que, además de publicar unas fotos de esos eventos, voy a publicar mis próximos proyectos, no solo para que se conozcan, sino para que yo mismo tome conciencia de ellos y no los abandone.

Primero, continuar con la promoción de la última novela, LA CRUZ DE LA VICTORIA, de la que me gustaría hacer alguna presentación en Asturias, quizá en la propia Aula del Prerrománico, tal vez en el Museo Marítimo de Luanco.

Segundo, ir preparando, con tiempo, la edición de la postergada ESTIRPE DE LOS REYES, para el próximo otoño.

Tercero, retomar la redacción de la novela (que espero, se publique, D.m., en algún momento) que había comenzado acerca de los sucesores de Alfonso III y de la que iré dando cuenta aquí y en mi página de Facebook, Pelayo, rey.

Y cuarto, aclarar mi relación con las Editoriales Imágica Ediciones y Sapere Aude, que son las que han editado, PELAYO REY, por un lado; y LA MURALLA ESMERALDA, EL MULADÍ Y LA CRUZ DE LOS ÁNGELES, por otro.


24 de mayo de 2019

LA CRUZ DE LA VICTORIA (fragmento)

Como continuación de mi entrada anterior, publico el comienzo de esta novela:


PÓRTICO






“Etenim omnes filii regis inter se coniuriatione facta, patrem suum expulerunt …//… etenim causa orationis ad sanctum Iacobum rex perrexit”

“En efecto, todos los hijos del rey, hecha conjuración entre sí, expulsaron a su padre …//… pero, a causa de hacer oración, el rey fue a Santiago…”
(Historia Silense, traducción de Manuel Gómez Moreno).





El trueno hizo rebotar sus ecos por los montes que rodeaban el valle en que se encontraba la iglesia, cuando apenas se había apagado el resplandor del relámpago que le precedía. La tormenta estaba en su apogeo y los gruesos goterones caían con fuerza sobre el reducido grupo de personas que, ignorando las molestias de la lluvia, habían conducido sus cabalgaduras hasta el pórtico del templo dedicado al Apóstol.
El jinete que marchaba a la cola del grupo (él, que siempre lo había hecho a la cabeza de sus hombres) desmontó con parsimonia de su caballo y, dejando caer hacia atrás la capucha que había tapado sus escasos y grises cabellos penetró en el recinto sagrado. Los hombres que le acompañaban le habían precedido tomando posiciones en las naves laterales del edificio, pero él avanzó pausadamente por la central dejando un reguero de gotas de agua que resbalaban de la capa de piel con la que había intentado inútilmente protegerse del aguacero bajo el que había cabalgado los últimos días.
En el fondo y a un lado del altar, un grupo de monjes observaba con curiosidad, no mitigada por el hecho de que, sin duda, estaban avisados de la llegada del importante personaje, al anciano que, ajeno a todo, se acercaba hacia el sitio en que los gruesos muros de piedra del templo alcanzaban mayor altura magnificando el sitio en que se había encontrado la tumba del Apóstol y sobre el que, ahora, se hallaba el ara de la Iglesia.
Delante de los tres escalones de piedra que elevaban el lugar sagrado, el anciano se detuvo y levantó la vista hacia el crucifijo que dominaba el retablo.
Ante la representación del Hijo de Dios, al cansado viajero se le escapó un grito que, saliendo entre sus labios temblorosos, provenía, más que de su agrietada garganta, desde dentro de su, aún más viejo y cansado, corazón.
—¿Por qué? Dios mío, ¿Por qué?
Y, como si sus fuerzas solamente hubieran aguantado hacia ese momento, el anciano se desplomó sobre los escalones y oró.
Y, al tiempo, y por tercera vez en su vida, Alfonso III, al que la posterioridad conocería como el rey Magno, lloró.






Mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y los nobles que le acompañaban se miraban unos a otros, inquietos, sin saber si acudir a socorrer a su señor, o si esto iba a causar su enojo por interrumpir las oraciones que, según había manifestado, había acudido a hacer ante el Apóstol, Alfonso se sintió inundado por los recuerdos. Comenzando por los primeros de los que tenía verdadera conciencia. Los de aquel otro día en que había sentido húmedas sus mejillas, 67 años antes. Cuando, con solo cuatro años de edad, acompañó a su padre, Ordoño, a la coronación de su abuelo, Ramiro I.
En aquellos tiempos no había comprendido muy bien lo que pasaba, y no podría asegurar cuáles de sus recuerdos actuales correspondían a lo que él mismo había experimentado y cuáles a lo que le habían explicado sus cuidadores después.
El gran rey Alfonso II, “el Casto”, cuyo nombre de pila llevaba con orgullo, había fallecido a la avanzada edad de 82 años (¿Cómo se podría ser tan viejo? Él mismo tenía 71 y no le parecía posible cumplir muchos más) y, puesto que, obviamente, no tenía hijos, dos pretendientes se habían disputado el trono. El cuñado del rey, Nepociano, basándose en el hecho de haberse casado con la hermana del rey, Jimena, por ser el mayordomo de palacio, y con la justificación de alguna promesa arrancada al anciano monarca cuando ambos se enfrentaban a alguna de las temibles aceifas musulmanas, reclamó para sí el derecho al trono y se apropió del mismo y de la ciudad de Oviedo.
Pero su abuelo, Ramiro (otro anciano, aunque joven en comparación con su rival), hijo de Bermudo I, “el Diácono”, el antecesor en el trono del Rey Casto, adujo que, al recibir la corona, Alfonso había prometido a Bermudo que, a su muerte, el trono retornaría al poder de los hijos del diácono. (Y la historia de que un diácono tenga hijos es complicada para resumirla aquí).
La adhesión de los nobles se dividió entre ambos pretendientes, pero el joven reino asturiano era una nación en expansión, y los más fuertes y mejores de sus hombres ya no estaban en Cangas ni en Oviedo, la matriz del reino, sino en las fronteras, luchando por ampliarlo. Así que, mientras Nepociano se aferraba al trono en la capital, Ramiro, con un ejército de castellanos y gallegos se enfrentaba a él y conseguía derrotarle y apresarle.
Debido a esto, en el año de gracia de 842, un niño de cuatro años, en un día tan lluvioso como el de hoy, veía, sin comprender del todo, como el rival de su abuelo era llevado al cadalso levantado en la plaza mayor de la capital, mientras su padre, Ordoño, se movía intranquilo en su caballo, pues a él le tocaba ahora la responsabilidad de ser el príncipe heredero.
Y con esto no se hacía más que justicia a los mejores derechos de su familia. Pues Nepociano no era más que un advenedizo, mientras que, agotada con Alfonso II la descendencia de Pelayo, el libertador, no había en todo el reino estirpe más noble que la suya: Hijo del príncipe Ordoño, nieto del rey Ramiro, bisnieto del rey Bermudo, tataranieto del conde Fruela, “el mayor”, quien a su vez era hijo de Pedro, último duque de Cantabria antes de la invasión musulmana y descendiente directo a su vez de los reyes godos Chindasvinto y Recesvinto.
Eso cuidaron los educadores del niño de hacérselo aprender, Y eso intentó él mismo trasmitir a la posterioridad cuando, ya rey, se preocupó de que se redactaran crónicas sobre su reinado y los anteriores.
Pero su recuerdo más agudo, recuerdo que aún le perseguía en las noches de insomnio, fue el del momento en que el puñal, calentado al rojo, del verdugo, sacó de sus órbitas los ojos del que se había atrevido a intentar apartar a su familia del trono que les pertenecía, y del grito, el espantoso grito con que el cautivo correspondió al terrible tormento.
Si la multitud, insensible, cruel, como todas las multitudes, vio entre risas y chanzas el suplicio, o si en algunos hubo sentimientos de piedad hacia el sufrimiento del anciano, Alfonso no lo recordaba. Solo tenía en su memoria la sensación de espanto y el irreprimible fluir de su llanto. Y la mano de su padre, aferrándole suavemente por el brazo y diciéndole en voz baja: “—Alfonso. Sé fuerte. Un rey, y tú vas a ser rey algún día, no debe llorar. Y menos ante los que van a ser sus súbditos”.
No fue ése el último consejo que recibió de su padre Ordoño, pero sí el primero que recordaba. Y, apretando los dientes, intentó complacer a su padre y hacerse digno de él.
Porque eso había sido su vida. Hacerse digno de su abuelo, el rey Ramiro I, tan rígido e inflexible —“Vara de la justicia”, le habían llamado—, quizá debido a los años que había esperado para hacerse con el trono.
Hacerse digno del otro gran rey, Alfonso, el segundo de este nombre, llamado “el Casto” por la santidad de su vida, y cuyo nombre le había sido impuesto por orden de su abuelo, quizá para corresponder a la promesa (o por hacerla creíble) de que el trono volvería a su familia.
Hacerse digno de su padre, el rey Ordoño, prudente, reflexivo y justo.
Hacerse digno del Reino Asturiano, el heredero del reino de los godos. Y continuar la defensa del cristianismo frente a los invasores musulmanes.
Hacerse digno de su destino.
¿Y todo para qué? ¿Para llegar así, a su vejez, rezando y gimiendo postrado ante un altar? ¿Acaso sus esfuerzos habían sido en vano?
Pero los recuerdos siguieron viniendo en tropel a su cansada mente.



LA CRUZ DE LA VICTORIA.


¡Cinco meses sin escribir nada por aquí! Es demasiado tiempo. Y no solo por aquí, también abandoné mi blog reyesasturianos.blogspot.com; y mi página de Facebook Pelayo, rey; y mi propia biografía de Facebook. Y no es porque no tuviera cosas que contar, porque los acontecimientos se precipitaron, pero así fue. Y vamos a intentar ponernos al día.

Primero, en cuanto a mi vida personal (nada importante, gracias a Dios); Ya he dicho en otro momento que otra de mis aficiones es el teatro; y que actúo en la compañía (amateur) de teatro, Indocentes, formada por profesores, padres, alumnos y demás personal del Colegio Santa María de los Rosales, institución educativa en la que he desarrollado mi vida laboral. Este año, el director y fundador de la compañía, Jaime Buhigas, se vio precisado a dejarlo por sus muchos compromisos, y los compañeros tuvieron la ocurrencia de sugerir que yo tomase su lugar (tarea para la que no estoy, en absoluto, preparado). No pude negarme, pero entre escoger obra, adaptarla, y ocuparme del resto de las múltiples obligaciones que surgieron, apenas tuve tiempo (ni ganas de pensar) para otras cosas, entre ellas mi actividad literaria.

En otro orden de cosas, mi hermano Anselmo creó un grupo de Facebook (cerrado) con el nombre de LOS JUNQUERA, para intentar unir a todos nuestros parientes desperdigados por el mundo. Me autoimpuse la tarea de conseguir que funcionase y eso también se llevó gran parte del poco tiempo que me quedaba libre.

Seguía esperando que la editorial Temperley (mi compañero Mariano Vilella) acabase de preparar el primero de los dos libros que formaban La Estirpe de los Reyes, pero temía que no fuese a tiempo de hacer la presentación, tantas veces postergada, (dos años) de esa novela en el colegio. Y, en estas, me comunica la editorial Sial Pigmalión que está dispuesta a publicar mi novela La Cruz de la Victoria para la Feria del Libro de Madrid de este año. Y a partir de ahí la actividad fue frenética. Decir a Mariano que parase la edición de la Estirpe (justo cuando iba a ser enviada a la imprenta), porque la nueva editorial no quería que se publicasen dos libros míos por las mismas fechas. Corregir La Cruz de la Victoria, primero mi borrador, y luego las pruebas que me enviaba la editorial (cada vez que se corrige una novela, se encuentran fallos que enmendar; párrafos que, en realidad, sobran; argumentos nuevos que pueden enriquecerla, etc.)

También, por indicación de la nueva editorial, tenía que finalizar mi contrato con la editorial Imágica (en realidad, había finalizado hacía unos años, pero Alberto seguía vendiendo ejemplares) y con SapereAude (mismo caso).

Asimismo, mi amigo Eduardo Martínez Rico me pidió otro cuento para “A vuelapluma”. Este lo hice sobre los emigrantes, inspirado en mi propio tío, Anselmo Vega.

Y, por fin, acabado todo, el próximo jueves presentaré la novela en el colegio, y la semana siguiente iré a la Feria DEL Libro a firmar ejemplares los días 2 y 6 por la tarde.