27 de febrero de 2016

Estado actual de La Estirpe de los Reyes (I)

Una vez publicados los adelantos dedicados a Mariano Vilella (los correspondientes a Alarico) y a Luz Morales (los de Abdul), vamos a recapitular el estado actual del borrador de la novela. En lo que va del corriente año 2016 he trabajado en ella más intensamente que lo que hubiera hecho nunca antes en las ya escritas (estén o no publicadas), incluso que en la que dio origen a la serie y a mi afición por la escritura, Pelayo, rey. Pero el avance no ha sido todo lo efectivo que hubiera deseado.
Es esta una novela que abarca dos líneas argumentales distintas (una en territorio asturiano y la otra que comienza en Ceuta, continúa en las tierras del Imperio Romano de Oriente - llamado posteriormente, aunque es una denominación que, para una mejor comprensión de  los lectores, he usado en este texto, Bizantino - y las del Califato Omeya de Damasco, para concluir, tras un paso por el norte de África, en los territorios de la Península Ibérica dominados por los musulmanes) que, a la postre, acabarán juntándose; en la que aparecen una multitud de personajes, muchos de ellos que, originalmente, no iban a tener importancia pero que, luego, al irse desarrollando la acción, he visto que era más conveniente dársela y, por lo tanto, había que volver atrás y modificar lo ya escrito; y que transcurre por un ámbito temporal prolongado, puesto que comienza en un prólogo en el año 741 en Ceuta, y concluirá, previsiblemente, en 789, período que ya ha sido narrado en varias de mis novelas anteriores, por lo que hay muchos detalles que tener en cuenta para no caer en contradicciones.
Si a todo esto añadimos que, desde que comencé a escribirla, hace unos cuatro años, quitando este último, no he podido dedicar todo el tiempo que quisiera a ella, sino que había veces que, por diferentes motivos, transcurría casi un mes entre el momento en que le dedicaba una o dos horas, y el siguiente en que podía trabajar en ella aún menos tiempo, se comprenderá que la redacción (provisional) debería ser revisada exhaustivamente.
Ahora, que ya estoy trabajando en ella con más continuidad, en lugar de seguir avanzando con la trama, he tenido que dedicarme a corregir las incongruencias que se podían haber producido entre lo narrado en unos capítulos y lo que se cuenta en otros posteriores, redactados con meses, incluso años, de diferencia; entre lo descrito en esta novela, y lo narrado y puesto ya en manos de los lectores en las anteriores publicadas (Pelayo rey, La muralla esmeralda, El Muladí y La Cruz de los Ángeles); e, incluso, con lo que ya está esbozado o escrito, aunque aún no publicado, en las futuras (La Cruz de la Victoria y otras). Tarea tremendamente complicada y, en alguna ocasión, imposible. Calificación esta que utilizo porque al realizar esta tarea he descubierto que, posiblemente debido al tiempo que transcurrió entre la redacción de unas y otras de las ya publicadas, al orden con que fueron escritas, diferente del cronológico con que se editaron, y a la falta de continuidad con que me dediqué a su redacción al tener que compatibilizarlo con mi actividad profesional, entre ellas ya hay un buen número de contradicciones e incongruencias, ya imposibles de evitar, que pasaron desapercibidas para mí, durante su redacción y durante su corrección final, para los correctores (profesionales o no) que las revisaron, y para los lectores, de los que no he recibido ninguna queja o aviso.
Insistiendo sobre este tema, ya en el año 2011, una vez comenzada la redacción de la novela actual, me di cuenta de unas incongruencias (unas entre tantas) que existían en mis novelas anteriores, y las puse de manifiesto en dos entradas en mi blog reyesasturianos.blogspot.com tituladas “problemas cronólogicos” I y II. También en otra entrada del año 2012, que lleva el título de “El muladí 5, erratas” habló de estas, aunque en algún caso no sean específicamente erratas, sino errores de la trama. Y en el año 2013, en otra entrada en el blog con el nombre “Compartiendo complicaciones” (no se puede decir que no doy pistas) hablo también de esta cuestión.
Bueno, resueltas (o al menos eso creo) las incongruencias que se podían resolver dentro de la redacción de esta novela entre unos y otros capítulos, y abandonadas resignadamente las que considero insalvables, quiero implicar en ello a mis lectores. Para eso ofrezco un ejemplar firmado de La muralla esmeralda o de El muladí (Las otras dos, de momento, están agotadas) a cualquiera de mis lectores que, bien en mi blog, o bien en mi página de Facebook “Pelayo, rey” me comunique que ha encontrado alguna de esas incongruencias (no valen erratas de imprenta, de las que no me considero responsable) que hay en alguna de mis novelas y la ponga de manifiesto.
¿Y cómo está, entonces, el estado de la redacción de La estirpe de los reyes? Hagamos un breve resumen:
En la trama asturiana (más compleja), aunque algo relacionado con ella transcurre durante el prólogo, que sucede en Ceuta, y por lo tanto corresponde a la otra trama, en el año 734, al final del reinado de Pelayo, la acción comienza, realmente, en el año 739, año en que muere Favila. (Obsérvese que ni en esta novela, ni en el resto de la serie, hablamos nada de lo que sucede durante los dos años del reinado del hijo de Pelayo – El Muladí comienza también con su muerte – así que, en un futuro habrá que rellenar ese hueco)
A continuación, durante los capítulos 2, 4, 6, y 8 (los impares pertenecen a la otra trama) pasamos a narrar hechos, casi todos de ficción, ocurridos durante los primeros años del reinado de Alfonso I (del citado 739 al 742), haciendo especial hincapié en lo sucedido con la viuda de Favila, Froiluba, y de su hija (una de las razones de comenzar esta novela), y de los que no se había hablado en la coetánea novela, El Muladí. También prestamos atención a un personaje, principal en La Muralla Esmeralda y del que nos habíamos olvidado en El Muladí, el astur Xinto, lo que nos da pie a narrar la vida en una aldea de los pastores de las montañas y que nos ha obligado a un trabajo de investigación sobre temas que hasta ahora habíamos tratado tangencialmente.
Al final de dicho capítulo 8 nos reencontramos con la trama desarrollada en El Muladí, por lo que algunas escenas se repiten, aunque, en esta ocasión, narradas de otra manera o desde otro punto de vista, respetando lo que se narró en aquella novela y que hay que mantener (situaciones, diálogos, etc.), y continuando con la atención a la viuda e hija de Favila y a los pastores astures, que no habían aparecido por las páginas de aquella. Aquí aumentaron los problemas de coordinación de la nueva trama con lo ya publicado, y no puedo presumir de que todo se haya solucionado satisfactoriamente.
            Esta situación continúa durante los capítulos 10, 12, 14 y 16 (desde el citado año 742 al 749, continuando con la narración de hechos, ficticios o reales, ya narrados en El Muladí, o nuevos, del reinado de Alfonso I), en el que ocurre un acontecimiento trascendental (absolutamente ficticio) para la trama desarrollada, que ya se había narrado en el Muladí, pero que aquí se narra con muchos más (y nuevos) detalles.
            En el capítulo 18, que transcurre a partir del año 750, aparte de continuar con las tramas desarrolladas en los capítulos anteriores, hace su aparición un nuevo personaje, venido de lejos, que servirá de nexo de unión entre todas ellas.
            En el 20, año 751 y siguientes, además de continuar el desarrollo de las historias anteriores, que comienzan a interrelacionarse, prestaremos especial atención a dos personajes que hasta ahora apenas habían sido nombrados y que serán los que pasen a ser referentes en la trama en lo sucedido: Teudis (personaje real, citado en las crónicas, pero del que nada se sabe, al que, en mi ficción, hago hijo de Rodulfo y conde de Gauzón, y que solo había sido citado de pasada en El Muladí y en La Cruz de los Ángeles) y el primogénito de Alfonso, Fruela I, que como rey de Asturias, es el protagonista de la primera parte de la segunda de dichas novelas. Y al final de ese capítulo, hace su aparición (aunque le habíamos visto de pasada en la otra trama y se le había citado un par de veces) un personaje, que es otra de las justificaciones de esta novela, Abdul, el protagonista de El Muladí, y del que narramos lo ya contado en el final de esa novela (aunque con ligeras variaciones) y que iba a ser el final de su historia, aunque, ante peticiones de los lectores, retomamos su vida para que se pasee un poco más de tiempo por las páginas de ésta.
El capítulo 22, del año 755 al 757, termina con la muerte de Alfonso I y la proclamación como rey de Fruela I. A partir de aquí, la novela se superpone con lo narrado en La Cruz de los Ángeles, con lo que habrá que escribir compatibilizándolo con lo contado en ella. Ese será el trabajo al que tendremos que dedicarnos a partir de hoy.
Y nos queda comentar lo que sucede en la otra trama (esta es mucho más fácil), pero como ya nos hemos extendido demasiado, lo dejamos para otro día.


16 de febrero de 2016

La historia de Abdul continuada en LA ESTIRPE DE LOS REYES


La siguiente entrada en el blog, con esta fecha, corresponde a otro adelanto de la Estirpe de los Reyes, esta vez dedicado a Luz, que es quién se interesó lo suficiente por la continuación de la historia de Abdul, como para conseguir que decidiera meterme en el berenjenal que me encuentro ahora. Afortunadamente, poco a poco, La estirpe de los reyes se va acercando a su final, aunque mucho más lentamente de lo que quisiera.



            Para aquellos lectores (especialmente Luz Morales, principal “culpable” del asunto) que no se quedaron satisfechos con el final (pastelero) de la historia de Abdul, el protagonista de EL MULADÍ, aquí va un sucinto adelanto de como retomaremos su historia en LA ESTIRPE DE LOS REYES. Comenzamos con los párrafos en que narramos el final de EL MULADÍ, aunque con algunos ligeros retoques:


El sacerdote Isidoro conversaba con Abdul, paseando por los jardines del palacio real de Cangas. Una vez cumplidos sus deberes de consejero del monarca acerca de conocer todo lo que fuera útil de los enemigos del reino, retomó su papel de hombre de la Iglesia y quiso saber más acerca del nuevo cristiano
            -Anselmo –le dijo, utilizando el nombre que le había sido impuesto–. ¿Cuándo  decidiste renunciar a las creencias equivocadas y volver a la fe que tu padre nunca debió abandonar?
            Abdul carraspeó. Varias veces había tenido que contestar a esta pregunta u otras similares y siempre se había visto en dificultades. Quizá porque ni él mismo sabía exactamente la respuesta. – No estoy seguro –dijo–. Nunca fui un musulmán convencido; me limitaba a cumplir los preceptos lo suficiente como para no llamar la atención. Yo estaba enamorado de una joven cristiana, de nombre Jimena, y pretendía casarme con ella. Para vencer las reticencias de mi amo acerca de esa boda, partí con el ejército con la esperanza de distinguirme en los combates lo suficiente como para que me lo permitiera; pero en el primero que participé fui derribado y hecho prisionero. Por ironías del destino, eso me llevó a formar parte del ejército de los sirios y ocupar un puesto importante entre ellos, pero no me sirvió para cumplir mis objetivos.[1]  Cada vez que intentaba volver a mi pueblo y reunirme con mi amada, había algo que me lo impedía[2]. Hasta que, al fin, me llegó la noticia de que había fallecido. Desde ese día perdí el interés por todo, hasta que, en Qúrtuba trabé amistad con un sacerdote cristiano. Éste, me habló de la fe cristiana, de la esperanza en otra vida, y de que allí, quizá, pudiera encontrarme con Jimena, si volvía a las creencias de mis antepasados. Eso, unido a que mi jefe, Samail, había comenzado a recelar de mí, y sabía lo que les ocurría a todos los que perdían su favor, me llevó a desear llegar al reino cristiano que sabía que existía al norte de los territorios musulmanes. Así me encontró el fallecido príncipe Fruela y me envió ante su hermano, el rey. De camino, en un monasterio, y a instancias del jefe de la escolta, que no quería traer a la corte a un renegado, me bautizaron; y así llegué aquí.
            - Los caminos del Señor son tortuosos y, a veces, inexplicables –comentó el sacerdote–. Esa razón que aduces para volver a la fe cristiana puede ser tan buena como cualquier otra. Ya nos has prestado un servicio importante. Ahora tengo que buscar un lugar donde alojarte; creo que lo mejor es que vayas a las posesiones de mi sobrino, el conde de Gauzón. Allí encontraremos alguna tarea para ti.
            - Como deseéis –replicó Abdul, asintiendo.
            - Te avisaré cuando estemos dispuestos para partir –concluyó el sacerdote, dando por terminada la conversación y disponiéndose a volver a sus habitaciones. Pero, cuando ya se había alejado unos pasos, la expresión de su rostro cambió y se volvió–. ¿Cómo dijiste que se llamaba esa joven que amabas? –preguntó
            - Jimena –le contestó Abdul.
            - Sí –decidió, con una sonrisa, el sacerdote–. Irás a Gauzón. Y antes te contaré algo.



Y seguimos con el final contado en EL MULADÍ, ahora sí copiado exactamente, para satisfacción de los amantes de las telenovelas:

Jimena acostumbraba pasear cada tarde hasta el borde del acantilado que se erguía sobre el espumeante mar a pocos pasos del castillo de Gauzón y permanecer allí, contemplando el horizonte mientras el viento del nordeste acariciaba su rostro y hacía ondear hacia atrás sus cabellos. ¿En qué pensaba la joven en esos instantes? ¿Se sentía feliz? Marcelo y su esposa, así como el resto de la gente del condado la trataban con afecto y consideración, y no tenía motivos para sentirse desdichada, pero la expresión triste de su rostro no acababa de desaparecer. El hermano del difunto conde lo achacaba a la tristeza por la muerte de su esposo, Justo, aunque habiendo sido él mismo el principal responsable de que la joven dejase atrás sus reticencias a contraer matrimonio, le extrañaba que la desaparición de alguien a quien la joven había, en verdad, tomado afecto, pero que (nunca se hizo demasiadas ilusiones al respecto, ni él ni su difunto amigo) no había sido el auténtico y apasionado amor de Jimena.
Aquél día el viento era especialmente fuerte y la joven tenía que hacer esfuerzos para mantener el equilibrio, aunque la sensación en todo su cuerpo seguía siendo fresca y agradable. De pronto, algo le hizo volverse. El fuerte aire del nordeste empujó sus cabellos sobre su rostro dificultando su visión. A pocos pasos de distancia alguien acababa de descabalgar de su montura y corría hacia ella gritando algo. Jimena trató de oír lo que decía, pero el viento, que soplaba en dirección contraria se llevó sus palabras. Intentó verle mejor, pero sus cabellos se arremolinaban en torno de sus ojos. ¿Quién podría ser? No lo sabía. También lo ignoraba Marcelo que, a las puertas de la residencia, había visto llegar al forastero. Pero pudo apreciar que éste corría hacia la joven abriendo los brazos y, receloso, también se dirigió hacia la joven. Jimena no entendía nada, pero, de espaldas al acantilado sintió miedo y al ver al desconocido precipitarse hacia ella intentó escabullirse. En el último momento, algo familiar le pareció reconocer en él, pero no podía ser... Aún dudaba de sus sentidos, cuando el que llegaba se lanzó a cogerla entre sus brazos, y la estrechó contra su pecho. Marcelo, corriendo, ya verdaderamente alarmado, vio como el forastero asía con fuerza a la joven, esta daba un paso atrás y ambos, abrazados, perdían pie y desaparecían de su vista por el borde del acantilado. Aterrorizado, se lanzó al suelo y miró hacia abajo. Y allí los vio. Apenas unos pies por debajo del borde del promontorio, y a varios cientos por encima de las afiladas rocas contra las que las furiosas y espumeantes olas del mar rompían sin cesar, una pequeña repisa cubierta de verde hierba albergaba a dos jóvenes, ajenos al peligro que acababan de correr y aún abrazados
- ¿Eres tú, Abdul?
- ¿Eres tú, Jimena?
- ¡Estás vivo!
- ¡Estás viva!
- O quizá es que estamos muertos los dos...
- No importa, puesto que estamos juntos.
- Te he echado tanto de menos...
- Y yo. Me dijeron que...
- A mí también. Tengo tanto que contarte.
- Y yo...
- Después.
- Sí. Después.
- …/


            Parecía un final apropiado, ¿no? Pues si la continuación de esta historia, al igual que pasará con la de Alarico, de la que hablamos en la entrada anterior, no es tan benévola con los protagonistas, ya saben a quién responsabilizar de ello. Aunque, de momento, las cosas siguen bien como vemos en este extracto del capítulo siguiente:

En el salón de la residencia del conde de Gauzón, Isidoro explicaba al sorprendido Marcelo la historia del recién llegado, mientras los dos enamorados, en un rincón, se daban cuenta el uno a la otra de todo (realmente de parte, pues todo les llevaría varios días y, además, había ciertos aspectos que, quizá, fuera mejor no explicar demasiado)[3] lo que les había acontecido en los años que habían estado separados.
            -Lamento no haber podido ponerte sobreaviso –dijo el sacerdote–, pero cuando nos acercábamos a la casa, Anselmo vio a Jimena paseando, la reconoció, espoleó a su montura y me vi incapaz de seguirle. En fin, ahora ya estás enterado de todo. ¿Y Teudis? ¿No está en casa?
            - Tu sobrino pasa más tiempo en las obras de la fortaleza que ocupándose del resto de los asuntos de sus tierras. Temo que esa tarea acabe trastornándole.
            - Ha heredado de su padre el afán por realizar a la perfección todo lo que se propone –comentó Isidoro–; y no se da cuenta de que sus capacidades no son las mismas. Quizá sea buena cosa encontrar alguien que le ayuyde y le descargue de preocupaciones –añadió, mirando al rincón donde Abdul y Jimena, con las manos entrelazadas, continuaban con su plática–. Mañana iré a verle, y luego seguiré hacia la aldea de Xinto. El verano toca a su fin y quiero pasarme por allí antes de que el tiempo empeore. Y luego volver a Cangas; no debo dejar demasiado tiempo solo a nuestro rey. Está pasando malos momentos.
            - Echas sobre tus hombros demasiadas responsabilidades, Isidoro –le dijo Marcelo–. Al fin y al cabo, eres solo un sacerdote, no un gobernante.
            - Lo sé, lo sé –asintió el monje–. Y mis fuerzas ya no son las de hace años. Pero Dios no ha querido que solo tuviera que hacer frente a mis deberes como hombre de Iglesia, sino que me ha puesto en la tesitura de tener que tomar decisiones que implican  al gobierno del reino. Y no estoy seguro de haber estado suficientemente acertado en ambas tareas.
            Entretanto, Jimena asía con fuerza las manos de Abdul y le miraba, angustiada, a los ojos – Te ruego que me perdones no haberte esperado –le dijo, después de haberle contado que que su estado era el de viuda, pues quería ser ella quien s elo dijera antes de que se enterase por otros medios–. Me habían asegurado que todos los que habían partido en esa malhadada expedición habían muerto; que, aunque no hubiera sido ese tu destino, era imposible que volviéramos a encontrarnos, que…
            -No tengo que perdonarte nada –le replicó Abdul–. A mí también me aseguraron que tú habías muerto, con tanta certeza que perdí la esperanza de volverte a ver. Pero ahora, increíblemente, estamos juntos de nuevo. Y no pienso volver a separarame de ti. Ven –le dijo y, cogiéndola con suavidad del brazo la condujo ante el sacerdote.
            - Bueno, Anselmo –dijo éste al verlos acercarse–, ¿Ya le has contado a Jimena las aventuras que has corrido desde que te separaste de ella?
            - Solo una pequeña parte; tendremos tiempo a partir de hoy. Pero hay algo más urgente. Toda mi ansia durante estos años fue volver a verla y casarme con ella, y siempre había algo que lo impedía. No quiero que eso vuelva a ocurrir. Deseo que nos unáis en matrimonio.
            - ¿Ahora? Eso es demasiado precipitado.
            - No lo creo. Hemos tenido muchos años para pensarlo. Y estamos decididos.
            - Pero no podemos hacerlo asi, de repente –objetó el sacerdote–. Jimena, como perteneciente a la casa del conde Teudis tendrá que pedir autorización a su señor. Yo, mañana, pienso partir a encontrarme con él y lo haré en vuestro nombre. Luego tengo que hacer un viaje a una aldea astur de las montañas, y, a mi vuelta, en un par de meses… –al ver la expresión en el rostro de sus interlocutores, Isidoro se detuvo y se volvió a Marcelo–, aunque creo que nosotros dos podríamos tomar esa responsabilidad ¿No crees? Mañana, antes de mi partida, celebraremos la boda en la iglesia del pueblo vecino.

            Tengo que confesar que se me pasó por la cabeza que esa noche sucediese algo que separase de nuevo a los enamorados (disfruté mucho más haciéndole “perrerías” a Abdul que cuando, al fin, le permití encontrarse con Jimena), pero, al fin, me compadecí (de momento) y en un capítulo siguiente podremos leer:

            Antes de fallecer, Fruela había capturado a un muladí, un hispano musulmán – explicó Isidoro–, que vino voluntariamente con nosotros, pues quería huir a un territorio cristiano. Y que, casualmente, era el prometido de Jimena, la joven que tu padre liberó en la primera incursión a la meseta y que te cuidó cuando niño.
            Teudis abrió los ojos, sorprendido – ¿Es cierto? –preguntó–. Pero, ¿no le habían dicho a Jimena que había muerto.
            -Sí. Y la  misma noticia le había llegado a él respecto de ella. Pero, ya ves, los designios de la Divina Providencia son inescrutables. Al fin están juntos. Esta misma mañana les he casado. Marcelo y yo pensamos que no te opondrías y, después de tanto tiempo, no quería retardar más su unión.
            - Por supuesto –asintió el joven conde–. Mi padre sentía un gran afecto por esa joven, y yo también. Siempre fue muy buena conmigo. Pero… –y Teudis meditó un momento–, en este caso es una suerte que su marido haya muerto junto con mi padre. Si no, lo que ha sido un encuentro feliz hubiera sido una gran complicación.
            - Por no decir otra cosa. Pero, como he dicho antes, los designos de Dios son inescrutables. Justo encontró una muerte gloriosa defendiendo a su señor, tu padre, contra los enemigos de nuestra Fe, y seguro que está, junto con él, en manos del Altísimo; y Jimena volvió a ser libre para casarse con su primer amor. Anselmo, como le bautizaron antes de presentarle al rey, o Abdul, como se llamaba anteriormente, es un hombre culto e instruído. Ha desempeñado cargos de importancia en las tierras de los musulmanes y junto a los más importantes de sus dirigentes. He pensado que podría encargarse, en tu nombre, de dirigir la construcción de este castillo que tantos quebraderos de cabeza te está dando, y así tú quedarás libre para trasladarte a la corte. En ausencia del fallecido Fruela, nuestro rey Alfonso necesitará toda la ayuda posible.

            Bueno, ya hemos adelantado demasiado. Solo repetir la salvedad de la entrada anterior de que (y mucho más en este caso, en que he acelerado la redacción para poder publicar estos adelantos), cuando se publique la novela, quizá estos capítulos tengan algunos cambios ligeros, o, tal vez, no se parezcan en nada a lo aquí escrito.



[1] Una breve e incompleta reseña de las aventuras de Abdul, contadas con detalle en la anterior novela EL MULADÍ
[2] El autor se confiesa culpable de eso. Quizá todos tengamos dentro una pequeña cantidad de sadismo.
[3] Para los que les extrañe esta afirmación, no tienen más que consultar los capítulos 8 y 17 de El Muladí y lo comprenderán enseguida.

3 de febrero de 2016

Adelanto de lo que pasa con Alarico en LA ESTIRPE DE LOS REYES




La novela: La estirpe de los reyes comenzó a escribirse porque uno de mis lectores, Mariano Vilella, me preguntó acerca de lo que iba a ocurrir con Alarico, personaje imaginario al que yo había dejado en la novela La muralla esmeralda, volviendo a Ceuta para reunirse con su amada, y del que no pensaba que fuera a tener posterior presencia en mis novelas. Posteriormente, otra de mis lectoras, Luz Morales, me hizo la misma pregunta acerca de otro personaje también imaginario, Abdul, protagonista de la novela El muladí, al que también, después de hacerle pasar por mil dificultades, había reunido con su prometida, con lo cual terminaba su intervención en mis tramas. Como un escritor tiene que satisfacer a sus lectores, me puse manos a la obra para poder contar lo que les acontecía a ambos personajes, y si su futuro se ha alejado del “fueron felices y comieron perdices” que era lo que yo les había sobreentendido, la responsabilidad es de los que  han querido remover lo que ya estaba finalizado.
Comencé esta novela hace cuatro años y, como su acción transcurre a la vez de otras tres novelas ya escritas, ha requerido un trabajo de encaje de tramas y personajes, no siempre realizado con éxito, y ajeno al de la creación literaria, que ha motivado que aún no haya conseguido terminarla. No obstante, y como adelanto de la misma, publico aquí el primer capítulo en que se habla de la nueva vida de Alarico, dedicado a Mariano Vilella; posteriormente dedicaré a Luz algo sobre Abdul, capítulo que, como El Muladí es posterior a la otra novela, aún no he escrito.
Y, por supuesto, como la novela está aún en fase de “borrador”, lo que finalmente pueda leerse cuando se publique, puede ser algo diferente de lo que se cuente aquí, o, incluso, no parecerse en absoluto.


CAPÍTULO I:
Ceuta, año 734


            En el año 734 reinaba gran agitación en la ciudad de Ceuta. A su puerto había llegado el día anterior una hermosa galera,  procedente de Al Fustat[1],  trayendo a bordo al nuevo gobernador de Al Andalus, Ocba ibn al-Haddjjad. Y todo cambio de gobierno comporta desazón para todos aquellos que ambicionan poderes y riquezas, especialmente a  los más afines al anterior emir, Abderrahmán al Gafequi, quienes nada más recibir la noticia, comenzaron a planear cómo podrían mantener sus privilegios y hacerse indispensables al nuevo señor.
Sin embargo, en el palacio que había pertenecido a los gobernadores visigodos de la ciudad, sus moradores no mostraban sentirse preocupados por el cambio de gobierno. El godo Alarico y la joven Florinda, sentados en un diván y cogidos de la mano, no prestaban atención a nada que no fuera ellos mismos y su reciente vida de casados, de la que poco habían podido disfrutar, pues apenas hacía una semana que el fallecimiento de la madre de la joven había puesto fin a los impedimentos de su boda, celebrada con discreción y sin la pertinente alegría, debido al luto reinante.
- En su lecho de muerte mi madre me confesó, al fin, los motivos que tenía para oponerse a nuestra relación –decía  la joven–, y  he dudado en contártelos, pero no puedo tener secretos contigo. Mi madre era la hija del conde Olbán, gobernador de Ceuta cuando esta ciudad estaba bajo el poder de los godos[2]. Y como la mayor parte de las jóvenes nobles, fue enviada a educarse a la corte, en Toledo. Un día que el rey la vio bañándose en el río, se prendó de ella y la violó. Así que mi padre fue el rey godo don  Rodrigo –Alarico no pudo evitar un respingo–. Ella, llena de vergüenza, abandonó la corte y volvió aquí –continuó  Florinda–; mi abuelo, furioso y lleno de deseos de venganza, pactó con los musulmanes y les facilitó el paso del estrecho[3], con lo cual mi familia es, en parte, responsable de los males que desde ese día recaen sobre Hispania y por eso somos odiados por los cristianos que aún viven en esta ciudad. Mi madre achacaba toda su desgracia al rey Rodrigo y por esa causa no quería que yo tuviese relaciones con un noble godo como tú. No era nada personal, debes perdonarla.
- No tengo nada que perdonarla –respondió  el godo–; tu  madre te quería y deseaba librarte de todo mal, al igual que yo. Pero, aunque no fuera porque te quiero, y eso es lo más importante, después de lo que me has dicho tengo aún más motivos para dedicar mi vida a protegerte. Mi abuelo era Atanagildo, conde de Brigantium, y como tal había jurado fidelidad al rey Rodrigo. Mi padre murió en la batalla de Guadalete luchando junto al rey. Y tú llevas la sangre del último rey godo. En Asturias se han refugiado los que quedan de ese reino y resisten contra los invasores. Si vamos allí te tratarán como te corresponde.
- ¿Y quién me creería? –preguntó la joven– ¿Piensas  que cualquier muchacha que se presente diciendo que es hija del anterior rey va a ser tenida en cuenta? Nadie sabe en realidad lo que pasó ese día[4].
- Yo se lo diré a todos. A mí me creerán –insistió  Alarico.
- A ti sí. Pero dirán que te estoy engañando –replicó Florinda, moviendo negativamente la cabeza–. Eso  en el mejor de los casos, porque si te creyeran, solo me considerarían como lo que soy, una bastarda. O, peor aún, recordarán que mi abuelo fue el que introdujo a los musulmanes en la península y me odiarían o querrían matarme. No, amado mío. Yo no puedo ir a la tierra de que me hablas. Pero no te retendré si tú quieres volver.
- En ningún sitio quiero estar que no sea a tu lado –respondió  el godo–; mi  hermana Froiluba[5] goza del cariño de la familia del rey Pelayo y estará suficientemente atendida. Y, aunque echo de menos a mis amigos, ellos sabrán seguir su camino al igual que yo sigo el mío –Alarico escuchó unos pasos en el pavimento de  la desierta plaza que estaba frente al palacio y se levantó para comprobar de qué se trataba. Pero antes, al ver el rostro anhelante de su esposa, comprendió que sus últimas palabras necesitaban una confirmación más efectiva y, cogiéndola en sus brazos, unió sus labios a los de ella en  un dulce beso. Dulce y prolongado. Tan prolongado que, cuando al fin se acercó a los ventanales solo vio la figura de un aguador que desaparecía por la callejuela de su derecha, mientras que por la izquierda, la que se dirigía hacia el puerto, hacía un rato que se habían ido otros dos caminantes noctámbulos que podrían haber tenido importancia en el devenir de esta historia[6].




[1] Residencia de los gobernadores árabes en Egipto que, con el tiempo, pasando a denominarse Al Qahira (El victorioso), se convirtió en la actual, El Cairo.
[2] Este personaje, posiblemente histórico, o, al menos legendario, figura en las crónicas cristianas con el nombre de don Julián.
[3] Como se cuenta en “Pelayo, rey”, primera novela de esta serie.
[4] Florinda se equivocaba. Alguien sí sabía lo que había ocurrido. Y, si hubiera viajado a Asturias junto con su esposo, quizá don Pelayo, al ver sus hermosos ojos negros, hubiera recordado los de otra mujer a la que, hacía años y como se cuenta en “Pelayo, rey”,  el rey Rodrigo le había ordenado retener y que él, compadeciéndose y anteponiendo su honor de noble a su deber de soldado, había dejado partir hacia su tierra. Sí, quizá así hubiese ocurrido y la historia hubiese sido otra. Pero entonces este libro no se hubiese podido escribir.
[5] En “La Muralla esmeralda” hago que la mujer de Favila, el hijo de Pelayo, de la que solo se conoce su nombre, sea la hermana de Alarico. Pero el joven, en éste momento, aún no sabe (ni nunca lo sabrá) que su hermana se va a convertir en reina.
[6] Para saber quiénes eran esos dos caminantes, habría que haber leído la segunda novela de esta serie, “La muralla esmeralda”. Pero como Alarico no llegó a verlos, realmente no tiene ninguna importancia quienes fueran.