19 de enero de 2016

EL CASTILLO DE GAUZÓN EN LA ESTIRPE DE LOS REYES

Ya he comentado en anteriores entradas la importancia que he dado al condado de Gauzón, y al castillo de ese nombre, en la trama de mis novelas; y he explicado que eso es un pequeño homenaje al pueblo natal de mis ancestros, Luanco, capital del concejo de Gozón. También, en alguna nota al pie en el texto de las novelas y en alguna entrada de este blog, he hablado sobre las complicaciones que me había acarreado el hecho de que el castillo se encontrase situado en el término municipal de Castrillón (perteneciente, en aquellos tiempos, al alfoz de Gauzón, al igual que los municipios de Illas, Soto del Barco, Corvera, Avilés, Gozón y Carreño), y no donde yo lo había descrito anteriormente, cerca del propio Luanco.
Como justificación de esa inexactitud, cito, a continuación, unos párrafos de un excelente y documentado artículo de Dña. Mª Isabel Míguez Mariñas, de la Universidad de Oviedo.

“No resulta difícil, pues, pensar que una fortaleza de tal significación política y simbólica articulase en torno a sí un territorio bien definido, que se correspondería aproximadamente con el que aparece reflejado en los documentos de finales del siglo XI y del siglo XII. La ubicación del castillo de Gauzón fue objeto de una apasionante polémica historiográfica entre historiadores y eruditos locales en los años 60. (SARANDESES, 1961; URÍA, 1966 y 1967; MARTÍNEZ, 1969).
La confusión venía dada porque una parte de la documentación que alude a este enclave, procedente de los fondos del monasterio de San Vicente de Oviedo, situaba la fortaleza en las inmediaciones de lugares localizados en el actual concejo de Gozón. Añadamos a esto la derivación del nombre del actual concejo de Gozón del viejo topónimo que aludía a todo el territorio, Gauzón, y la existencia de una lápida alusiva al castillo en la torre del reloj de Luanco (capital gozoniega), y tendremos suficientes argumentos para que los entusiastas partidarios de un localismo casi pueril trasladaran la situación de la fortaleza del Peñón de Raíces hacia diversos puntos del actual concejo gozoniego. No les faltaban, sin embargo, argumentos documentales para apoyar sus hipótesis, dado que, como decimos, varios diplomas sitúan el castillo en tierras de Gozón.”

Todo eso se explica y justifica en la novela en que estoy trabajando actualmente:  LA ESTIRPE DE LOS REYES; y de la que, ya que su fecha de publicación se va retrasando, copio aquí unos párrafos del capítulo en que trato ese tema.

Como ya he dicho otras veces, puesto que la novela está en fase de borrador, lo que aquí parece que ocurre, puede, en la redacción definitiva, suceder de otra manera, o no aparecer en absoluto.




CAPÍTULO XVIII


Aprox. año 750

            Teudis, conde de Gauzón, dirigió una mirada suplicante a su tío, el monje Isidoro. Llevaban tres horas en la aldea y comenzaba a estar impaciente. Los habitantes del lugar se habían inclinado ante su señor, y le habían ofrecido, a él y a sus acompañantes, un sustancioso refrigerio (eso había estado bien): un sabroso plato con legumbres y verduras de las huertas circundantes, y una exquisita longaniza. Pero, cuando, una vez acabada la comida, el joven pensó que retomarían la marcha, el jefe de los aldeanos presentó sus peticiones ante el señor del territorio. Resignado, Teudis tomó asiento con Isidoro a su derecha y Marcelo a su izquierda, y se dispuso a escuchar  las solicitudes de sus súbditos: las cosechas no habían sido abundantes y suplicaban para ese año una reducción de los tributos (“como todos los años”, le había dicho Marcelo,  en voz baja a su oído), permisos para roturar nuevas parcelas y aumentar la superficie dedicada a cultivos, y para comerciar directamente con las tierras del oeste y de Gigia sin pagar tributos por ello al señor del territorio. Y a continuación, llegó el turno de resolver los numerosos litigios  pendientes, que requerían ser dilucidados por quien tuviera autoridad para ello; algunos entre los propios habitantes de la aldea (cuestiones de límites de fincas, de herencias, de cargos administrativos) y otros con los representantes del vecino poblado de pescadores que también se habían presentado ante el conde, disculpándose por no haberle obsequiado con los productos de su trabajo, debido al fuerte temporal que les había sacudido hasta esa misma mañana y que les había impedido echar al agua sus embarcaciones.
Unos y otros asuntos habían sido resueltos por el joven conde, recurriendo a las recomendaciones de sus dos consejeros, aunque antes de que pasase mucho tiempo ya se había convencido de que la mayor parte de las obligaciones de su cargo no eran, en absoluto, estimulantes.
            Comprendiéndole, Isidoro había mirado a su vez a Marcelo, quien, como representante habitual del anterior señor, se levantó y dio por finalizada la audiencia.
-Os agradecemos vuestros obsequios y la fidelidad con que servís a nuestro señor, el conde de Gauzón.- Les dijo. – Pero debemos llegar antes de la noche a nuestro destino. - Y volviéndose al joven, se inclinó mientras le dirigía una mirada divertida y cómplice. – Cuando gustéis, señor. – Le dijo.
            Teudis, aliviado, se levantó del asiento que le iba pareciendo, por momentos, insoportablemente incómodo, y, con el aire más majestuoso que pudo dar a sus actos, se dirigió hacia el lugar en que habían dejado sus monturas.
            -¿Y tendré que hacer esto cada vez que vengamos aquí? – Preguntó Teudis, angustiado.
            -Marcelo lo hará en tu lugar.- Le tranquilizó Isidoro. – Me temo que permanecerás la mayor parte del tiempo en la corte, en Cangas. Pero sí que es cierto que, de vez en cuando, es bueno que el señor haga acto de presencia ante sus siervos. Por cierto, sobrino, lo has hecho muy bien. – Le dijo, con una sonrisa no muy habitual en el rotro del monje, siempre concentrado en sus asuntos y oraciones.
            Teudis miró, receloso, a su tío. ¿Hablaba en serio o se estaba burlando de él? Al rato, y siguiendo el recodo de la ría, giraron hacia el oeste y se adentraron en una zona de dunas arenosas. El mar aún rugía a su derecha con los últimos coletazos del temporal que había asolado esas costas los días anteriores. A su izquierda, unas ciénagas pantanosas rodeaban una elevación boscosa apenas separada de unos altos acantilados, en la que podían observarse los restos de alguna edificación antigua, pero las dunas formaban un sendero firme por el que sus cabalgaduras caminaban con seguridad.
-¿Qué es eso? – Preguntó Teudis, señalándolo.
            - Unas viejas fortificaciones.- Replicó Marcelo.- Debieron tener importancia hace años, pero ahora están abandonadas y semiderruídas.
Un día después
Mientras deshacían el camino recorrido el día anterior, ahora en dirección de la salida del sol, el conde de Gauzón colocó su montura al lado del monje. - ¿Cómo te encuentras? – Le preguntó para iniciar la conversación.
-Bien, bien. – Replicó Alcuino. – Os agradezco vuestras atenciones.
            - No tienes por qué. Es lo menos que podemos hacer con alguien que ha sufrido lo que tú; pero, cuéntame algo más, dijiste que el barco en que viajabas había sido abordado por unos bandidos.
            - Sí, señor. Unos piratas vikingos. Pertenecen a una raza belicosa que vive del saqueo. No hay lugar en nuestras costas que esté libre de ellos.
            - No habíamos tenido noticia de ellos hasta ahora. – Dijo, Teudis, pensativo. – tendrás que hablarme más de ellos, por si dediden llegar hasta aquí. Soy el señor de las tierras fronterizas con el mar, y mi rey esperará que sepa defenderlas contra cualquiera que piense en atacarlas.
            - Pues es una tarea ardua la que pesa sobre hombros tan jóvenes como los vuestros. – Respondió el sacerdote. – Sus navíos son veloces y se presentan de improviso donde no se les espera. En combate se muestran feroces y despiadados; son hombres de gran fortaleza, capaces de lanzar nubes de flechas a gran distancia y con notable precisión, y, en el combate cuerpo a cuerpo utilizan hachas de todos los tamaños, unas enormes, que manejan con dos manos, otras similares a espadas, pero más eficaces, y, al fin, otras más pequeñas, arrojadizas.
            Teudis sonrió con suficiencia. – Parece que son enemigos dignos de nuestros hombres.- Dijo. – No les temo. Podemos protegernos de sus flechas con nuestros escudos de roble forrados de hierro, la habilidad de nuestros guerreros con sus espadas podrá superar a la fuerza de sus hachas de dos manos, y, en cuanto a las arrojadizas, no creo que puedan compararse a nuestras “franciscas”[1] – Comentó, señalando la que llevaba sujeta en su cinturón.
Mientras hablaban, Marcelo que, ante la charla de Teudis con el monje, llevaba la cabeza de la comitiva, había abandonado la senda entre las dunas para tomar otra que, más directamente, llevaba al lugar de Abilius pasando entre las alturas que se elevaban escarpadamente a su derecha y el promontorio boscoso que habían visto el día anterior, entretanto el joven, centrado en su perorata, continuaba diciendo:
            -En cuanto a que lleguen sin que les advirtamos, eso no ocurrirá. Mi castillo está en un alto, y desde él domino todas las playas y acantilados en muchas leguas. Las poblaciones del reino están bien protegidas.
            - No buscan las playas ni los acantilados, mi señor. Amparados en el poco calado de sus barcos utilizan los ríos, como éste al lado del cual caminamos, para internarse lo más posible en las tierras y atacar a las poblaciones próximas a sus riberas.  ¿Vuestra casa, está aquí cerca? – preguntó Alcuino.
            - Más o menos. – Replicó el joven. – A unas tres leguas hacia el este.
            - Pues no llegaríais a tiempo. Antes de que hubierais podido reunir a vuestros soldados en número suficiente para hacerles frente, los vikingos habrían llegado, desembarcado, saqueado, violado  y asesinado, y se hubieran embarcado de nuevo para escapar con el botín. A no ser que edifiquéis una fortaleza que defienda la entrada de esta caudalosa vía de agua. ¡Mirad! – Exclamó volviéndose sobre su montura y señalando el promontorio que acababan de dejar atrás. – Un lugar como ese serviría a la perfección.
            Teudis meditó unos instantes. – Lo pensaré. – Dijo[2].









































[1] Hacha de mano que podía blandirse o arrojarse. Recibía su nombre por haber llegado a los godos proveniente de los francos. La usada (en la ficción de esta serie de novelas) por don Pelayo tiene especial relevancia en los últimos capítulos de PELAYO, REY y de LA MURALLA ESMERALDA.
[2] En el Capítulo XI de la anterior novela, EL  MULADÍ, ya expliqué en una nota al pie por qué, a pesar de que el Castillo de Gauzón se edificó en el peñón de Raíces, en Castrillón, al lado de la ría de Avilés, yo lo había situado al este del cabo de Peñas. Y en el capítulo VI de esta novela, en otra nota, ya dije que intentaría solucionar el problema. Afortunadamente, Alcuino me ha echado una mano. Volveremos a utilizar los datos que nos ofrecen las excavaciones que se están realizando en ese sitio en capítulos posteriores, esperando que esas líneas sirvan de pequeño homenaje a la gran labor que hacen los que, trabajando en ellas, nos desvelan cosas que ignorábamos sobre el pasado de nuestra querida tierra asturiana.

15 de enero de 2016

CASTILLO DE GAUZÓN


            Los escritores de novela histórica creamos una trama de ficción en un entorno real. Cuánto más real sea ese entorno y más nos ciñamos a él, más impresión de realidad tendrá la trama que inventemos y, posiblemente, mejor será la novela. Por lo tanto, dependemos en gran medida de las publicaciones que, sobre ese determinado momento temporal y lugar geográfico, hayan hecho los historiadores. Aunque hay momentos y lugares sobre los que no hay demasiada documentación y eso, por un lado, es bueno para el novelista, porque no está demasiado constreñido por los datos conocidos y puede dar rienda suelta a su imaginación, pero por otro, sobre todo para los que andamos menos sobrados de lo que quisiéramos de esta última cualidad, nos crea dificultades para dar la impresión de realidad deseada. Afortunadamente, en algunos casos, tenemos otro grupo de investigadores del pasado que pueden ayudarnos a describir lugares y épocas: los arqueólogos.
            En mi serie de novelas históricas (Pelayo, rey; La muralla esmeralda; El muladí y La Cruz de los Ángeles – publicadas –; La estirpe de los reyes, en la que estoy trabajando actualmente, La Cruz de la Victoria, prácticamente terminada y que solamente está esperando, para respetar la cronología, el momento de su publicación, y Los mozárabes y El rey leproso, en fase de confección y que dependen, en gran parte, de cómo quede la redacción final de las anteriores), me ciño, en el ámbito temporal, a la creación del reino de Asturias y primeros años de la Reconquista. Concretamente la trama comienza en el año 700; La Cruz de los Ángeles termina con la donación de esa joya a la Catedral de Oviedo en el año 808; La Estirpe de los reyes concluirá, quizá en 789, comienzo del reinado de Bermudo, o en 842, coronación de Ramiro I, dependiendo de cómo se vayan solucionando las tramas, de si al final es una sola novela o dos, y de si esa hipotética división se hace referente a criterios temporales, geográficos o de trama; La  Cruz de Victoria concluirá en 910, fecha en que, a la muerte de Alfonso III el reino asturiano se convierte en el reino de León, episodio con que iba a concluir esta serie de novelas, aunque posiblemente la prolonguemos para incluir a Fruela II, “el leproso”, rey de Asturias de 910 a 924, supeditado a sus hermanos, los soberanos de León, cargo que ocupó él  mismo durante un año, de 924 a 925; a Ramiro Alfónsez, el hermano de Fruela II, al que algunos autores suponen que quedó como rey de Asturias (supeditado al Leonés) desde que su hermano tomó ese título, en 924, hasta 929;  y a Alfonso Froilaz “el jorobado”, hijo de Fruela II que, a su muerte, intentó heredar el título, pero que, derrotado por sus primos Sancho, Alfonso IV y Ramiro II, los hijos de Ordoño II, le obligaron a refugiarse en Asturias, donde, según algunos autores, gobernó como rey hasta su derrota definitiva a manos de Ramiro II en 932.
En cuanto al ámbito territorial, aunque los protagonistas de mis novelas, sin dejar de centrarse en Asturias, recorren toda la península Ibérica, los territorios norteafricanos y asiáticos dominados por el califato omeya de Damasco, el reino de los francos e, incluso, el imperio romano de Constantinopla, hay una zona en concreto que toma especial protagonismo. Mi familia paterna es originaria de Luanco, villa marinera asturiana capital del concejo de Gozón; y, por ese motivo, hago especial hincapié en que allí ocurran gran parte de las escenas inventadas de la trama, no solamente en esa villa, sino en lo que, en esa época, se consideró el “alfoz de Gauzón”, territorio que, dependiendo del castillo de su nombre, ocupaba, en todo o en parte, los actuales concejos de Gozón, Avilés, Castrillón, Illas, Corvera y Carreño; y doy protagonismo a los miembros de una familia a la que otorgo (en mi ficción) el título de condes de Gauzón, título que, hasta el siglo X, después de la época en que transcurren mis novelas, no está documentado e, incluso, hasta que lo ostenta Santiago Pélaez (Rebelde contra Alfonso VII y personaje que, si Dios me diera vida, salud y fuerzas, por su interés histórico, novelístico y representativo de la singularidad asturiana, quizá fuera el protagonista de una novela postrera de la saga) en 1132 no he encontrado nombres propios que lo ostentasen. En 1222 Alfonso IX dona el castillo de Gauzón a la orden de Santiago, con lo que los poseedores de ese título desaparecen de la historia. Y, puesto que hay tan pocos datos sobre ellos, me permito la licencia histórica (no la menor de las que he utilizado) de incluir en esta familia, que es el nexo que da continuidad a mis novelas, no solo a personajes que pertenecen solo a mi imaginación, sino a otros que constan en las crónicas y de los que poco o nada se sabe.
Y ya que he citado a las crónicas, y en el primer párrafo de estas líneas he hablado de la influencia que tienen los historiadores en la confección del entorno real en que se sitúan los hechos imaginarios de las novelas, digamos que de esa época no hay demasiados datos. Concretamente, he utilizado principalmente las crónicas cristianas del siglo IX (“Albeldense”, de Alfonso III en sus versiones “Rotense” y “ad Sebastian”, y “Profética”), pero también las redactadas en tierras bajo el poder musulmán (“Bizantina-arábiga” de 741 y “Mozárabe” de 754), las musulmanas de “Al-Maqquari”, el “Ajbar machmua”, la de “ibn Idari” y de “ibn al Qutia”. Así como los escritos de historiadores posteriores que las han estudiado profundamente, como Sánchez Albornoz; R.P.Dozy; Roger Collins; y Gil Fernández, Ruiz de la Peña y Moralejo, entre otros.
A pesar de esta relación, son pocos los datos fidedignos que se tienen, no tanto de las tierras bajo el poder musulmán, sino, especialmente, del pequeño reino asturiano, en los primeros años en que transcurren las historias contadas en mis novelas. Pero también en el primer párrafo de estas líneas hablo de otros investigadores que nos ayudan a conocer esos años, y me voy a referir, concretamente, a un lugar que se está estudiando actualmente y que da título, motivo y excusa a estas líneas, y del que nos habíamos separado hasta ahora: El Castillo de Gauzón.
 Por los escasos documentos existentes, sabíamos que existía una fortaleza, situada, por su nombre, en o cerca de, el concejo de Gozón, y que tuvo importancia por haber sido fabricada en ella la Cruz de la Victoria, donada en 908 por el rey Alfonso III y su esposa, Jimena, según puede leerse en inscripciones de la parte posterior de dicha joya: “svsceptvm placide maneat hoc in honore di qvod offervnt / famvuli xpi Adefonsvs princes et scemene regina” y “et operatvm es in castelo Gavzon agno regni nsi XLII discvrrente era DCCCCXLVI”. También tenemos noticias de que en esa fortaleza estuvo encerrado el infante García, futuro García I de León, cuando, en unión de sus hermanos, se rebeló contra su padre Alfonso III: “Et veniens Zemoram filium suum Garseanum comprehendit, & ferro vinctum ad castrum gauzonem direxit.” (Crónica de Sampiro, 16,  interpolada en la Historia de España de Juan de Ferreras parte 16)
También sabemos que, posteriormente, se edificó en él una Iglesia: “Fecit etiam Castella plurima ecclesias multas ficut his subscriptum eft: In territorio legionensi Lunam, Gordonem & Alvam, in Asturias Tutellam, Gauzonem intra Ovetum castellum & pallatium quod eft ius¡xta eum…”(Crónica Sampiro, 2), Que fue consagrada al salvador por los obispos Sisnando, de Santiago, Nausto, de Coimbra y Recaredo, de Lugo.
Conociendo que, ya en tiempos del padre de Alfonso III, el rey Ordoño I, los normandos habían efectuado incursiones por la costa asturiana, nos pareció lo más natural y lógico que dicho castillo se hubiese edificado para proteger dicho litoral, y que hubiese estado en algún lugar desde el que se dominase una gran extensión de costa y se pudiese dar aviso a la corte ovetense con el tiempo suficiente para que se aprestase a la defensa. Debido a eso, y aunque ya en 1972 D. Vicente José González García había dirigido unas excavaciones en el peñón de Raíces, en el ayuntamiento de Castrillón, en la margen izquierda de la ría de Avilés, lugar en que los expertos situaban la existencia de dicho castillo, en mis primeras novelas (Pelayo, rey, Imágica ediciones, 2004, aunque terminé de escribirla en 1996 y La Cruz de los Ángeles, Editorial Sapere Aude, 2014, pero redactada en 1999) decidí situarlo en algún lugar indeterminado de la costa oriental del cabo de Peñas, dentro del actual concejo de Gozón, y desde dónde se pudiera divisar la costa asturiana hasta cerca de Villaviciosa, lugar desde donde, en pura lógica, deberían llegar los hipotéticos asaltantes.
Posteriormente, en 2007, el ayuntamiento de Castrillón inició una nueva campaña de excavaciones dirigida por D. Iván Muñiz y D. Alejandro García, que demostraron, de forma fehaciente que, no solo el castillo de Gauzón se encontraba situado en dicho peñón de Raíces, sino que su antigüedad era mayor de lo que se había supuesto y su importancia mucho mayor de lo que se imaginaba. Eso afectaba sin remedio posible a la primera de mis novelas, Pelayo, Rey, y a sus continuaciones, La Muralla esmeralda, Editorial Sapere Aude, 2010, aunque terminada de escribir en 2005, y El Muladí, de la misma editorial, publicada en 2011, aunque llevaba redactada desde el 2000. No obstante, pude salvar el tema con una ligera corrección y unas notas a pie de página en la cuarta, La Cruz de los Ángeles, pues, aunque llevaba escrita desde 1999, no se publicó hasta el año pasado. La manera en que solucioné la contradicción fue sencilla y simple, pero requería alguna mayor explicación que tendría lugar en la que estoy trabajando actualmente, La Estirpe de los reyes. Eso me obligó a cambiar parte de la trama, pero como una excavación arqueológica es algo vivo, en lo que continuamente se están descubriendo cosas nuevas que obligan a cambiar las teorías anteriores, el verano pasado visité dicho castillo (como un turista más), siendo atendido con total amabilidad y proporcionándome indicaciones sobre los últimos descubrimientos que me obligaron, a mi vez, a hacer nuevos cambios en capítulos que ya estaban escritos y a añadir otros nuevos. Agradezco profundamente a D. Alejandro García Álvarez sus atenciones y la información proporcionada, así como a una de sus colaboradoras, que nos sirvió de guía en la visita a las excavaciones.
Es evidente que mi opinión anterior acerca de la situación del castillo estaba equivocada, y que, además, no había tenido en cuenta una circunstancia acerca de las costumbres de los saqueadores normandos, cuya vigilancia y defensa era, quizá, una de las funciones de dicha edificación: la de penetrar lo más posible tierra adentro aprovechando las vías de agua que sus navíos, de poco calado, podían fácilmente remontar; la ría de Avilés es, en el litoral asturiano, una de las que mejor se prestan para ese fin, el lugar escogido para el emplazamiento de la fortaleza era inmejorable y, además, de paso podría servir para controlar un hipotético tráfico marítimo desde el fondo de dicha ría (aunque no se tiene constancia de la existencia de la villa de Avilés hasta el siglo X, la teoría que hace proceder su nombre del romano de “Abilius”, junto con algunos restos de esa procedencia encontrados, podría justificar que fuese anterior), quizá más importante y más antiguo de lo que se piensa, hacia el litoral asturiano y gallego, hacia la costa francesa e, incluso, hasta las Islas Británicas (Teoría que, por su atractivo, es la usada en mis novelas).
El castillo de Gauzón, como dijimos anteriormente, estuvo situado en la zona hoy conocida como el “Peñón de raíces”, en el ayuntamiento de Castrillón. Se trata de una elevación rocosa de unos 38 metros de altura máxima, y de unas dimensiones aproximadas de 150 por 70 metros, estructurada en tres plataformas y separada aproximadamente unos 50 metros de un acantilado de mayor altura que formaba la linde costera en esa época. Por esa separación transcurre hoy en día la carretera que va de Avilés a Salinas, por lo que el entorno está totalmente cambiado. Asimismo, la plataforma litoral, hoy en día ocupada por las edificaciones de Raíces Nuevo y de los chalets y bloques de Salinas, en aquella época estaba formada por unas marismas pantanosas, por lo que las distancias actuales que lo separan aproximadamente 500 metros de la playa y un kilómetro de la ría no se corresponden con las de entonces.
Los datos aportados por las excavaciones nos hacen sospechar que su ocupación es mucho más antigua de lo que parecía en un primer momento, quizá pertenecientes a un castro astur o a una fortificación romana. Ojalá el trabajo que llevan a cabo los expertos dedicados a ello les permitan, en un futuro, alguna certeza sobre este punto.
Ya en los siglos VI y VII hay constancia de la edificación de una fortificación, que puede pertenecer al reino visigodo de Toledo, o a algún poder astur independiente. Lo que es evidente es que en esa época, antes de la formación del reino asturiano, ya había alguna autoridad establecida en el castillo que, desde él, dominaba las zonas limítrofes.
A partir del siglo VIII se observa una mayor ocupación y la mejora y ampliación de las edificaciones. Por lo que, si la referencia histórica al castillo del año 908, con la donación de la Cruz de la Victoria por Alfonso III, indica el período de esplendor de la fortaleza y su pertenencia directa a la corona asturiana, parece adecuado asumir que su construcción se inició algunos años antes, quizá ya en el reinado de Alfonso II (rey de 791 a 842), al trasladar la corte a Oviedo, quizá, incluso, en el de Alfonso I (rey de 739 a 757), opción que he escogido para desarrollar la trama de mis novelas, o en el de Silo (774-783) al trasladar la corte de Cangas de Onís a Pravia.
Sea como fuere, no es descabellado suponer (y aquí ya tomo el papel del novelista, no el del historiador ni el del arqueólogo, definiciones que no me corresponden) que esa edificación de una fortaleza sobre los restos de otra anterior, correspondiese a un poder local (un conde o delegado del monarca), y que, en una época posterior, ya en el reinado de Ramiro I (del 842 al 850), el monarca que ordenó la construcción del complejo del monte Naranco, se añadiesen a la fortaleza defensiva las dependencias palatinas situadas en su ala norte y pasase a depender directamente del poder real.
Posiblemente, con posterioridad, y al trasladarse la corte a León, la fortaleza pasaría a manos de alguna autoridad local y comenzase su progresivo deterioro. Incluso desde ella se habrían llevado a cabo rebeliones contra la autoridad real, como la llevada a cabo por Gonzalo Peláez. Tras su derrota, en 1137, continuó su decadencia y en 1222 el rey Alfonso IX se la entregó a la orden de Santiago y, a partir de esa época, los arqueólogos constatan un progresivo desmantelamiento de sus edificaciones defensivas, ya en desuso. La última referencia que se tiene es la encomienda de Enrique de Trastamara en 1335. Poco después, la villa de Avilés, fiel a Pedro I, es sitiada por Enrique en el curso de la guerra civil que asoló Castilla, pero, fracasando el asedio y abandonando Enrique la fortificación de Gauzón, es lógico suponer que Pedro ordenase su demolición, pues ya no se tienen noticias de ella hasta 1483, y ya como caserío.
Esto es lo que, hasta ahora, se puede decir del Castillo de Gauzón. Según vayan avanzando los descubrimientos en las campañas de excavaciones que (esperemos) se sigan realizando cada verano, iremos sabiendo un poco más sobre la historia de nuestra tierra (Y de ello dependerán las tramas de mis novelas, que podrán mantenerse o cambiarse según sean los datos que D. Iván Muñiz y D. Alejandro García nos vayan aportando)