2 de noviembre de 2016

La Estirpe de los Reyes

Hace unos días escribí la palabra “FIN” en mi novela, LA ESTIRPE DE LOS REYES. Eso no quiere decir que la tarea se haya acabado, pues aún queda la parte tediosa y complicada, aunque necesaria, de la corrección (mejor, correcciones). Como el proceso de escritura de dicha novela me ha llevado más de cinco años (he comprobado que la primera referencia a ella la hice en este blog, en agosto de 2011), y en todos ellos, excepto en el último, escribía de cuando en cuando, pues siempre había algo más urgente que se interponía (mi trabajo, otras circunstancias de la vida de cada uno, la revisión para publicar LA MEDALLA OLÍMPICA, lo mismo acerca de LA CRUZ DE LOS ÁNGELES, etc.), en la trama había lagunas por rellenar y errores que corregir (algún capítulo se escribió más de tres meses después del anterior, con lo que no me acordaba de muchos detalles que ya había relatado, o, al revés, daba por explicado cosas que no se habían tocado).
Así que, ahora, estoy metido de lleno en una tarea en la que me encuentro frecuentemente con sorpresas que tengo que solucionar. Pero, aunque así sea, ya se ve, como se dice habitualmente, la luz al final del túnel, y quiero hacer partícipes a mis lectores y amigos de la ilusión que se siente al ver una tarea tan larga camino de finalizarse.
Como adelanto a mis lectores, transcribo aquí unos párrafos de ese último capítulo, haciendo, como siempre, la advertencia que, una vez realizada la revisión definitiva, este texto puede tener variaciones, ser completamente diferente de lo que aquí puede leerse o, incluso, suprimirse:

 -Majestad –dijo al rey–, permitidme un momento. Alfonso –continuó, dirigiéndose al hijo de Fruela–. Cuando tu padre murió, tú eras aún demasiado joven y eso trajo etapas de intranquilidad al reino. Aurelio no tuvo hijos. Ni Silo. Y tampoco Mauregato. Y, si pudimos, a duras penas, superar eso, no es seguro que podamos seguir haciéndolo. Tú has manifestado, varias veces, que consideras el gobierno del reino como un servicio a Dios, y que, para mejor poderlo realizar, has decidido vivir en castidad. ¿Continúas pensando igual?
            -Sí –asintió Alfonso, el que sería conocido por la posterioridad como “el casto”–. Esa ha sido y es mi idea.
            -Pues, para evitar los problemas que pueden darse cuando llegue el momento de tu sucesión, creo que debes designar ya a quien haya de seguir tus pasos.
            -Ese momento, quizá esté lejano. Además, llevo años fuera del reino y no conozco a nadie del que pueda asegurar que sea el más digno –dijo Alfonso.
            - Acercaos –dijo el sacerdote, haciendo señas a los dos interlocutores para que nadie más que ellos pudiera escuchar lo que iba a decirles–. Hay alguien –continuó, señalando al hijo del rey–, Ramiro, hijo de Bermudo, es por su padre, descendiente de Pedro de Cantabria, el noble de más alcurnia de todos los godos que se unieron a los astures para formar este reino; pero, por su madre, desciende de Favila, el hijo del rey Pelayo, nuestro libertador y fundador del reino. Y por su abuelo, Teodoredo, lleva la sangre de don Rodrigo, último soberano del reino godo de Toledo.
            Isidoro guardó silencio unos momentos, aguardando a que Alfonso asimilara todos sus razonamientos. –Y, además de eso –continuó–, no se debe olvidar que su padre, Bermudo, es el legítimo rey de Asturias y que, voluntariamente, te ha ofrecido la corona.
            Alfonso contempló al sacerdote, meditando sus palabras, luego miró al rey, dio dos pasos hacia atrás y con voz lo suficientemente alta como para que todos escuchasen sus palabras, dijo al soberano: –Si me entregáis el reino, prometo nombrar a vuestro hijo mi sucesor, para cuando llegue el momento de que Dios, Nuestro Señor, me reclame a su presencia.
            Bermudo retrocedió a su vez, miró a los presentes, luego a Alfonso, apoyó su rodilla en tierra e inclinó la cabeza. –Majestad –le dijo–, sois el rey Alfonso, segundo de este nombre. El reino es vuestro.
            Por un momento todos permanecieron en silencio que, al fin, rompió Teudiselo –Este acontecimiento requiere una celebración solemne –dijo–. Venid a mi residencia, que allí prepararé todo lo necesario.
            Alfonso se acercó a Bermudo, le hizo levantar y le abrazó afectuosamente. Luego, poco a poco, todos salieron en pos del conde de Gauzón y de los dos monarcas, los últimos, Isidoro y Xinto.
            Bueno –dijo el astur–. Has cumplido todas tus misiones. ¿Qué harás ahora?
            -Ir a un monasterio, ingresar allí, y dedicarme solamente a rezar. Que el reino de Asturias resuelva solo sus problemas a partir de ahora. ¿Y tú?
            -Como te dije, mi momento se acerca. Cuando llegue, me internaré en el bosque y me uniré, al fin, con la tierra asturiana.
           

            Los dos amigos, cogidos del brazo, salieron del castillo en pos de la comitiva que se iba a dirigir a la residencia de Teudiselo. Ya no intervendrían más en la historia de Asturias, pero eso no quiere decir que en esa tierra no continuasen pasando cosas trascendentes, que procuraremos seguir contándoles en esta serie de novelas.


Octubre de 2016.

                                               FIN


            Asimismo, recuerdo a mis lectores (y a aquellos que aún no lo son), donde y como pueden conseguirse mis novelas:

PELAYO, REY:
En papel y en versión digital en Imágica Ediciones S.L., albertosantoseditor.com, en la sección de Imágica Histórica.
            Solo en edición digital en editorialsapereaude.com, en la sección de narrativa.
LA MURALLA ESMERALDA, EL MULADÍ y LA CRUZ DE LOS ÁNGELES:
            En papel y en versión digital en editorialsapereaude.com, en la sección de narrativa.

Todas ellas, en papel, en la Librería Salazar, calle Luchana 7/9, Madrid.

Y, fuera de la serie dedicada a la Reconquista:
LA MEDALLA OLÍMPICA
En papel y en versión digital en Editorial Temperley, www.temperley.net/editorial


7 de septiembre de 2016

LA VIRGEN DE COVADONGA

Mañana celebramos la festividad de Nuestra Señora de Covadonga. Un día especial para los asturianos. Y, dado que la serie de mis novelas comienza con PELAYO, REY, sobre la vida novelada del héroe que aglutinó a astures, hispanos y godos en torno a la cueva en que se veneraba a la Virgen y cuya ayuda, según cuentan las leyendas, fue providencial para que allí comenzara la Reconquista, es de sobra procedente que presente aquí mi pequeño homenaje a Nuestra Señora, copiando los párrafos en que, en dicha novela, se narra esa batalla:


Alqama, al que el fracaso de la mediación del obispo no había cogido de sorpresa, ordenó avanzar al ejército. Pero en la estrecha garganta, los numerosos musulmanes no podían moverse con comodidad, y las primeras líneas llegaron al pie de la cueva cuando la retaguardia aún no había doblado el recodo ni cruzado el arroyo, y no podía ver la gruta ni lo que ante ella pasaba.
- ¡Preparad los "fundíbulos"! - Gritó Alqama.- ¡Arqueros, aprestad los arcos!
- ¡Disparad! - Exclamaron los capitanes de las diversas compañías cuando las órdenes del jefe estuvieron cumplidas. Numerosos pedruscos y una nube de saetas volaron hacia las alturas, encaminándose hacia la abertura de la cueva. Situados demasiado cerca de la base del monte, los proyectiles no consiguieron penetrar por la boca de la gruta, tropezando en los pétreos bordes de ella. Pelayo saltó a una repisa rocosa, blandiendo su espada en la mano izquierda y portando en la derecha la cruz.
- ¡Caldeos! - Gritó sin preocuparse de las flechas que rebotaban enlas rocas alrededor suyo. - ¡No obtendréis victoria alguna hoy! - Alzó la cruz para que todos pudiesen verla.- ¡Éste es el signo de nuestro Dios! ¡Él nos concederá la victoria! ¡Vuestras armas no nos dañarán, al contrario, se volverán contra vosotros!
Algunas de las flechas lanzadas por los arqueros musulmanes, tras chocar con las peñas que rodeaban al jefe astur, cayeron hiriendo a los berberiscos más próximos a la gruta. Las más pesadas de las piedras lanzadas por lo fundíbulos, después de errar la boca de la cueva, rodaron de nuevo hacia abajo aplastando a los más osados que ya estaban intentando trepar hacia el refugio de los rebeldes. Esto, unido al aspecto casi sobrenatural de Pelayo, de pie en la roca alzando la cruz, y al acierto de sus palabras, tomadas como maldiciones efectivas por los más supersticiosos de los musulmanes,
desencadenó el pánico entre ellos. Los alaridos de los heridos se mezclaron con los gritos aterrados de los que creyeron ver en el parlamento del godo un mensaje sobrenatural. Las primeras líneas intentaron retroceder, chocando con los que se encontraban detrás .
- ¡Por Cristo! ¡A ellos! - Gritó el caudillo, dejándose caer de piedra en piedra hacia los enemigos. Sus treinta seguidores, asomándose a la entrada de la gruta, atacaron con pedruscos y flechas a los musulmanes, causando gran mortandad en las ya desconcertadas vanguardias.
-¡Por Cristo! - Como un eco respondieron los astures escondidos en las laderas del monte Auseva, arrojando toda clase de proyectiles hacia los aterrados musulmanes, y descendiendo de salto en salto para juntarse con Pelayo y sus hombres. Esta súbita aparición fue demasiado para los berberiscos que, asaeteados, apedreados, aplastados y pisoteados por sus propios compañeros que intentaban retroceder, iniciaron la huída.
- ¡Cobardes! - Gritó Alqama, intentado reorganizar a sus tropas. - ¡Atacad, no son más que un puñado! - Pero su voz se perdió en el tumulto.
- ¡Por Cristo! - Un nuevo griterío se desencadenó desde el promontorio boscoso situado a la derecha de los musulmanes. De entre la maleza, surgieron los hombres de Julián, atacando a los enemigos más cercanos que, en su desconcierto, ya no sabían si los que les asaltaban de improviso, eran un centenar o varios millares. Ya nada consiguió detener la desbandada, mientras que los cristianos, sin oposición, alanceaban a sus despavoridos enemigos.
El grueso del ejército musulmán, que no podía observar directamente lo que estaba pasando, vio como se precipitaban hacia ellos, aterrorizados, sus compañeros de las primeras líneas en descontrolada huída, y dando media vuelta, intentaron librarse del desastre, pero eran demasiados para maniobrar en aquellos estrechos parajes, y, empujados, derribados y pisoteados por delante, y alanceados por los cristianos que surgían por doquier a sus lados, cayeron a centenares, muchos de ellos sin saber realmente lo que estaba pasando.
Alqama y Zeyad, aterrados, emprendieron veloz huída y, golpeando a sus propios soldados para abrirse camino, cruzaron el arroyo uniéndose a su retaguardia.
- ¡Por Cristo! - De entre la maleza y los árboles surgieron, esgrimiendo sus espadas sedientas de venganza, Pedro de Cantabria y sus godos. La huída de los musulmanes se convirtió en un caos, y el caos en una masacre. Los más hábiles o veloces de la retaguardia consiguieron salvar sus vidas en una frenética carrera hacia Gigia, y la mayor parte, viendo cortada la ruta de retirada, siguieron en camino ascendente el arroyo que cruza por delante de la gruta, internándose en los montes sin saber adónde iban, y dejando su camino jalonado de los cadáveres de los que eran alcanzados por los cristianos.
Entre estos últimos se encontraba el del que había sido jefe del ejército musulmán. En su alocada huída, Alqama, el berberisco, se había encontrado frente a frente de la poderosa y amenazante figura del duque de Cantabria. El musulmán intentó evitar el combate, pero como el godo le cerrase todos los posibles caminos de retirada, empuñó su cimitarra confiando en su reconocida habilidad para derribar al que parecía jefe del grupo enemigo. Vano intento. La espada de Pedro encontró rápidamente su objetivo, y el noble godo obtuvo la venganza de la derrota de su reino ante los musulmanes once años atrás. Por su parte, Alqama, halló, al pie de la Gruta, el fin de sus ambiciones, de su ejército y de su vida, y su alma, si la tuviera, fue a reunirse con la de tantos otros seguidores de su profeta que, al derrotar a los godos, creyeron haber conquistado la totalidad de Hispania para siempre.
Mientras los supervivientes musulmanes seguían con su veloz huída, unos hacia Gigia, y otros, internándose en las alturas de los montes asturianos, Pelayo intentaba reorganizar a sus victoriosas tropas, consciente de que los despavoridos fugitivos eran aún mucho más numerosos que sus vencedores, y de que cualquier circunstancia imprevista podría cambiar aún la suerte de la batalla. Sin embargo, el entusiasmo de los cristianos no paraba mientes en esos detalles.
- ¡Victoria!
- ¡Victoria!
- ¡Dios nos ha concedido la Victoria!
- ¡Gracias a la Virgen!
- ¡Ha sido un milagro! ¡Yo lo vi!


Más o menos, así han llegado hasta nosotros las noticias de aquél día, y, también más o menos, así las he reflejado yo en la primera de mis novelas.

29 de agosto de 2016

Una de osos.

El oso pardo es el animal terrestre en estado salvaje más grande de la península ibérica. (Según nos cuenta la página web de la Fundación del oso pardo). Y, por supuesto, en la época en que transcurren mis novelas, debería ser mucho más abundante que en la actualidad. Estos animales han aparecido varias veces en mis páginas, algunas veces, incluso, con carácter de protagonistas.

En La Muralla Esmeralda, en el capítulo 2º, en un lugar indeterminado entre Proaza y Teverga, en la calzada de la Mesa, y en una fecha, también indeterminada, entre el año 722 y el 737, más posiblemente en los alrededores del 725. En una cacería en que Pelayo, y el jefe de una tribu, del que no se expresa su nombre, pero que será el padre de Xinto, el astur que más adelante tendrá protagonismo en esta serie de novelas, consiguen acabar con una pareja de osos, pero marchándose sin reparar que un osezno había presenciado toda la escena.

Posteriormente, en esa misma novela, en el capítulo 13º, en las cercanías de Covadonga, y en ese mismo espacio indeterminado de tiempo, aunque unos ocho o diez años después, cerca del 735. Pelayo, junto con su hijo Favila, persigue a un oso, aunque, antes de encontrarlo, se ve atacado a traición por Sisnando, siendo salvado en última instancia por Oppas, a quien se creía muerto y que, con esta última acción, se redime. Y, sin saberlo los protagonistas, el oso es testigo de todo.
Hoy en día, las poblaciones de osos de los lados de los lados oriental y occidental de la cordillera cantábrica no tienen relación, pues están separadas por un corredor de elevada presencia humana en el área de Pajares. Pero en aquellos tiempos, y teniendo en cuenta que un oso macho recorre grandes extensiones de terreno, pudiera ser que se tratase del mismo.

En El Muladí, en el prólogo, y en un lugar indeterminado, aunque, posiblemente, cerca de Cangas de Onís, y en el año 739, el rey Favila, hijo de Pelayo, persigue a un oso durante una cacería, consiguiendo matarle, pero sin darse cuenta de que el oso tenía una compañera, que acaba con la vida del imprudente rey, según nos cuentan las leyendas.

Y, en la novela que estoy escribiendo actualmente, La Estirpe de los Reyes, que espero pueda editarse antes del verano de 2017, en el capítulo 30º o 31º (Aún no he concluido la novela, así que todo esto que digo es provisional), en el año 769, y, de nuevo, en la calzada de la Mesa, un oso interviene en el encuentro entre Teodoredo y Lucinia, la nieta de Favila, quien, a la postre, consigue matarle. Dado que los osos pueden vivir entre 25 y 30 años (en aquella época, quizá un poco más), no puede tratarse del mismo, pero, ¿podrían estar relacionados? Aunque el autor no pensó en ello al comenzar la novela, quizá sería curioso.

            A continuación, incluyo algunos párrafos de las escenas que he relatado anteriormente:

De La Muralla Esmeralda, capítulo 2º:


Como el astur había dicho, la primera sala de la caverna era amplia y una luz difusa la iluminaba, pero antes de que sus ojos se hubieran acostumbrado a la semipenumbra, un ronco bramido surgió del fondo y una sombra se alzó ante ellos.
—¡Es mío! —gritó el astur. Y antes de que Pelayo pudiera reaccionar, se lanzó hacia delante y clavó su lanza en el cuerpo del animal.
Un bramido que expresaba a la vez el dolor y la rabia re-sonó por toda la cueva y salió al exterior. De un furioso manotazo el animal rompió el mástil de la lanza que tenía clavada en el pecho, lanzando al astur, aún agarrado al extremo de la misma, contra las paredes de la caverna. Echando espuma por la boca, el oso volvió a dejarse caer a cuatro patas y se dirigió hacia su caído enemigo.
…/…
Con un estrépito de ramas aplastadas, un enorme animal, por su tamaño el macho de la pareja de osos que había escogido ese sitio como su hogar, se precipitó hacia la entrada de la cueva saliendo de la espesura que bordeaba el arroyuelo.
            …/…
Demasiado experto cazador era el rey de Asturias como para no tener en cuenta los riesgos de la cacería. Con sus ojos ya más acostumbrados a la tenue luz de la caverna, lanzó una de sus lanzas contra el animal que amenazaba al astur. Sintiéndose herido en un costado, la hembra del oso se volvió contra su nuevo enemigo y, levantándose sobre las patas traseras, abrió sus brazos dispuesto a destrozar a aquellos que le amenazaban.
—¡Cuídame las espaldas! —gritó Pelayo—. ¡Recuerda que hay más!
Y, sin dudar, se lanzó entre las abiertas garras del plantígrado, clavando su lanza a menos de un palmo de donde aún se veía la parte delantera de la del jefe astur y empujando sin soltarla hasta que alcanzó el corazón de la fiera.

El estrépito que acompañaba a la desesperada carrera del macho alertó al jefe astur que, viéndole penetrar en la caverna, se incorporó para hacerle frente; pero su acción fue más valiente que efectiva. Su rota lanza, sin punta, y su cuchillo que esgrimía con la otra mano, no parecían suficientes para detener al oso, que puesto de pie, superaba la altura del jefe astur y que, extendiendo sus patas delanteras, y abriendo sus fauces, se dispuso a acabar con el que se había atrevido a profanar su hogar.
No fue efectiva su acción, en efecto, pero sí suficiente. Suficiente para frenar la embestida del animal. Suficiente para dar tiempo a Pelayo de desclavar su lanza del cuerpo de la hembra y lanzarla con fuerza y precisión contra el que amenazaba a su compañero.
A escasas pulgadas del hombro del astur pasó la lanza de Pelayo, clavándose con fuerza en el cuerpo del enorme animal. Y a la misma distancia del jefe y casi a la misma velocidad pasó el propio rey con el cuchillo desenvainado, lanzándose contra el oso para terminar la tarea que su lanza había comenzado.”
            …/…
“—Se hará como quieras. Salgamos ahora y mandaré a mi gente a buscar los cuerpos —aceptó el jefe y salió de la cueva acompañando a Pelayo. Tras ellos Julián, Xinto, el hijo del jefe y por último, Favila, quien, antes de salir, se volvió para dar un último vistazo a aquél sitio que tan impresionante le había parecido, pero sin llegar a apreciar, fijos en su rostro, dos pequeños puntos de luz que apenas lucían detrás de unas rocas en el fondo de la cueva.
Porque la pareja de osos, hacía poco que había tenido un cachorro, un osezno que, sin sus padres, tendría difícil sobrevivir para crecer y convertirse en el más terrible depredador de los montes asturianos.
Pero, ¿quién sabe?


Y de la misma novela, capítulo 13º


El semblante de Pelayo se iluminó. ¡Un oso! ¡Una cacería! Nada que ver con las habituales y tediosas tareas de gobernar y juzgar que le esperaban en Cangas.
—No te preocupes —dijo al astur—, mañana saldré a cazar. Tus cabras podrán dormir seguras.”
…/…
Ese momento de silencio fue el instante que el dueño del otro par de ojos, que había estado observando recelosamente toda la escena, escogió para decidirse a intervenir. Dejando ver una lengua áspera y rugosa entre unas fauces espumeantes, el oso se incorporó sobre sus patas traseras. Pero el hondo rugido con que el gran plantígrado anunciaba su letal ataque no llegó a salir de su gaznate.
 —¡Padre!
—¡Señor!
Dando voces y atravesando la maleza a grandes saltos, Favila, Rodulfo y Fruela, atraídos por los gritos del ya fallecido Oppas, llegaron al claro. El oso les miró con disgusto. Tres humanos más. Y demasiado ruidosos para su gusto. Clavando su mirada en el hijo del rey, que había sido el primero en llegar, el animal, venido de muchas leguas desde el oeste, entornó los ojos y recordó, si su cerebro era capaz de hacerlo, otros momentos de su vida. Pero su instinto que le llevaba a buscar la soledad era demasiado fuerte y, en silencio, se perdió entre la densa maleza.


De El Muladí, en el prólogo:


“—¡Tened cuidado!
—¡Esperad!
El hombre a quién iban dirigidas estas exclamaciones no hizo caso de ellas, antes, al contrario, continuó aún más velozmente su carrera entre la espesura. Negros nubarrones iban cubriendo el cielo con presteza, preludio de la tormenta que, a no tardar, parecía dispuesta a desatarse sobre las cumbres, y, si no andaba listo, corría el riesgo de perder el rastro que seguía desde un tiempo antes.
—¡Aguardadnos, sed prudente!
—¡Por la memoria de vuestro padre, pensad en lo que hacéis!
Las voces sonaban cada vez más débilmente entre los árboles, y el cazador sonrió al cruzar de un salto un arroyuelo. "Por la memoria de su padre...". Todo el mundo creía tener derecho a decirle lo que su padre, el héroe, hubiera hecho en cada momento. Pero ahora era él quien podía tomar las decisiones. Unas gotas de sangre en las ramas de los arbustos que jalonaban el regato que acababa de atravesar le aseguraron que seguía el camino correcto. Aferró con más fuerza la lanza que portaba en su mano diestra y continuó su carrera. Ninguno de los cortesanos que, bastante más atrás, se afanaban en seguirle podía competir con él, ni en la carrera ni en la caza. "Por la memoria de su padre...". ¡Esa era la auténtica memoria de su padre, lo que siempre había admirado de él! ¡Ir siempre un paso por delante de los que le acompañaban!
…/…
 “Un hondo rugido que parecía provenir de las profundidades de la tierra saludó su llegada. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad interior, pudo ver a la fiera ante sí. Espuma sanguinolenta goteaba de sus fauces y un brillo rojizo iluminaba sus ojos. Cuando vio que el cazador se le acercaba, se incorporó sobre sus patas traseras, sobrepasando la ya elevada altura del hombre y extendió las delanteras, armadas con garras capaces de arrancar la cabeza de su adversario de un solo golpe.
Pero el rey no se arredró. Con valor (el valor de su padre) se enfrentó a la fiera. Con rapidez (la rapidez de su padre) esquivó su mortal abrazo. Con fuerza (la fuerza de su padre) hundió profundamente su lanza en el pecho del animal hasta que la aguzada punta asomó por su espalda. Con un estertor, el oso se desplomó, muerto al fin. El cazador respiró profundamente, orgulloso de sí mismo. ¿Acaso alguien, en todo el reino, podría dudar que era el digno hijo de su padre? De pronto, una sombra interrumpió la débil claridad que penetraba en la cueva. Cuando, al resplandor de un relámpago que iluminó repentinamente los valles, comprendió que el oso tenía una compañera, el rey intentó, febrilmente, recuperar su lanza del cadáver del animal. Pero sus esfuerzos resultaron inútiles. El arma estaba demasiado profundamente clavada y se resistía a salir. Dándose la vuelta para enfrentarse a su destino, Favila, rey de Asturias, sintió el fétido aliento de la fiera sobre su rostro. Y entonces, pero solo entonces, recordó que a su padre, Pelayo, el héroe, se le admiraba, no solamente por su fuerza y su valor, sino también por su sabiduría y su prudencia.”

Y de La Estirpe de los Reyes, aún no publicada, en el capítulo 30º (aunque no se puede asegurar que el texto definitivo sea éste, o, ni siquiera, que esta escena tenga lugar o no):

Entretanto, el grupo de viajeros ya circulaba por la senda, a cierta distancia por encima suyo y, cuando aún faltaba un centenar de pasos para que llegasen a su altura, un objeto que no pudo percibir bien saltó de un carromato, posiblemente debido a que el terreno era bastante irregular, y cayó rodando hacia el pequeño curso de agua.
-¡Yo lo traeré! –gritó una joven que iba en el grupo. Y se lanzó, ladera abajo, persiguiendo al fardo fugitivo. No pudo menos Teodoredo que pensar que la joven era harto ágil para su edad, porque, cuando el objeto, con un golpe seco, cayó al fondo, justo al lado del regato, la muchacha casi había llegado a la vez.
Pero los pensamientos del godo se interrumpieron a la vez que la joven intentaba, en vano, detener su veloz descenso; porque, de entre la maleza que bordeaba el regato, una masa peluda de color pardo se levantó amenazadoramente profiriendo un aterrador rugido.
Posiblemente, no pensaba el oso atacar a ningún humano que pasase cerca de donde se encontraba. Y no había captado, tampoco, el olor del caballo de Teodoredo, pues el aire que circulaba lo hacía desde lo alto de los montes hacia el valle. Pero el estrépito del rodar del fardo y de la carrera de la joven le hicieron figurarse que era víctima de un ataque; y eso era algo que el rey de los bosques asturianos no estaba dispuesto a permitir impunemente.
Los gritos, en la altura, de los componentes de la comitiva le hicieron comprender que no llegarían a tiempo de ayudar a la joven. Ni siquiera él, que se encontraba mucho más cerca, hubiera podido hacerlo. Afortunadamente, a su lado, en su montura, llevaba unos objetos mucho más veloces que cualquier ser humano.
La joven, intentando detenerse, no había conseguido más que caer en el suelo, y vio, espantada, como el enorme animal se alzaba sobre las patas traseras delante de ella, tapando su campo de visión y, mientras abría atemorizadoramente sus fauces, extendía las delanteras armadas con garras capaces de destrozarla en un instante. Pero el rugido se apagó en su fiera garganta y, con un gesto de rabia se volvió en redondo. De su lomo sobresalían dos emplumados ástiles, y, mientras hacía frente a su nuevo enemigo, otros dos se clavaron en su poderoso pecho. Sí, cuatro flechas había lanzado Teodoredo, cuando su puntería y su fuerza hacían que uno solo de sus disparos fuese, habitualmente, suficiente. Pero los enemigos que, anteriormente, había derribado, no podían compararse con la vitalidad del enorme plantígrado.
Fuese por decisión consciente, o por un simple acto reflejo, no se había limitado Teodoredo a usar su arco, sino que, mientras disparaba sus flechas había emprendido veloz carrera hacia donde se encontraba la joven caída y el amenazante animal, y, al llegar cerca de él, abandonó su arco y esgrimió su espada, arma que sus adversarios habrían calificado como enorme.
Pero nada era suficientemente grande ante una masa de más de doscientos kilos de peso y una altura, en pie, de dos metros. Un violento zarpazo arrojó la espada de Teodoredo lejos de su dueño y, a continuación, el animal cayó sobre él derribándole al suelo.
No era el godo alguien que se rindiese sin luchar y, con rapidez, mientras una mano intentaba mantener las fauces de la bestia lejos de su cuerpo, la otra asía el puñal que llevaba en el cinturón y lo clavaba con decisión buscando el corazón del animal.
Quizá las flechas incrustadas en el torso del animal hubiesen realizado, al fin, su misión (aunque, con toda probabilidad, demasiado tarde), quizá el puñal hubiese conseguido llegar a su objetivo, pero no fue eso lo que terminó con la vida del oso, sino una joven que, en vez de quedarse paralizada por el miedo, se había levantado, cogido del suelo la espada del que arriesgaba su vida por salvarla y, con una fuerza impropia de un cuerpo delicado, la había hundido con ambas manos en el lomo del terrible animal.
Aunque el mismo esfuerzo empleado para salvar a su salvador, pudo hacer el efecto contrario, porque la punta de la espada, atravesando el peludo cuerpo, llegó hasta el pecho del hombre tendido bajo él, afortunadamente, sin llegar a clavarse.
Teodoredo notó el estertor del animal situado sobre él, y cómo se derrumbó, aplastándole. Con un esfuerzo supremo, consiguió alzarle unos palmos y salir de debajo del enorme oso. Miró la empuñadura de la espalda sobresaliendo de su lomo, y a la joven, aún respirando agitadamente. –Me has salvado la vida –le dijo, asombrado.
-No –replicó la joven–. Tú me has salvado a mí.”


14 de agosto de 2016

Despedida de Abderrahmán

Hoy, ya cerca de finalizar las vacaciones de verano, he terminado, por fin (de manera provisional), la parte de la trama de la Estirpe de los Reyes perteneciente a Alarico (y a su hijo, Teodoredo) y que transcurre, en sus últimos capítulos, en tierras pertenecientes al emirato cordobés. Eso lleva implícito que nos despidamos de un personaje que, en un principio, no iba a tener apenas importancia en dicha trama, que ya había tratado de manera bastante tangencial en La Cruz de los Ángeles y que, al estudiarlo en más profundidad al documentarme para esa novela, había comprobado que merecería ser el protagonista absoluto de una historia; algo que ya sospechaba, y en lo que me reafirmo después de haberle hecho trascurrir por las páginas de ésta. Aquí ha acaparado gran parte de mi interés (y, así lo espero, del de los futuros lectores); demasiado, quizá, para no caer en el error de que haga distraer la atención de los verdaderos protagonistas. Así que debemos decirle adiós. Copio, a continuación, la nota a pie de página en que le despido, y partes del  borrador de este capítulo:

Nota:
  “También nosotros debemos despedirnos de Abderrahmán, pues no volveremos a verle por esta novela (con gran pena por parte del autor, que desearía dedicarle aún muchas más páginas; pero ya ha ocupado muchas más que las que estaban previstas en un principio). Sin duda, su destino se cumplió, pues aún vivió hasta el año 788, sofocó muchas más rebeliones, escribió muchas más poesías y fue la cabeza de una dinastía que convirtió al-Andalus en el esplendoroso Califato Cordobés  (algo de eso se cuenta, resumido, en la anterior novela La Cruz de los Ángeles). En cuanto al de Teodoredo, si queremos saberlo, tendremos que seguir leyendo los capítulos que aún faltan”.


Y los fragmentos:

Capítulo XXIX – Córdoba (Tiene que ser el último capítulo de esta trama)
Año 761 y siguientes

Uno de los párrafos:

Por un tiempo disfrutó Abderrahmán de algo de tranquilidad y pudo dedicarse a la organización de sus territorios y de su capital. Un día, mandó llamar al jefe de su guardia. –Al-Hafiz –le dijo–. Reúne a un par de tus hombres y sígueme. Ibn Bujt, tú y yo vamos a dar un paseo.
            El emir y su nuevo hagib, seguidos por Teodoredo y dos soldados, salieron del palacio y se encaminaron hacia la muralla, que atravesaron, hacia el oeste, por la puerta del Nogal[1], saliendo de la Medina. Una vez fuera de las murallas tomaron por el camino que subía hacia la sierra en dirección norte, hasta que, a una media legua de la ciudad, el emir ordenó hacer alto y desmontó.
            -Ven, al-Hafiz –dijo–. Mira hacia allí. ¿Qué ves?
            -Tu capital –respondió Teodoredo–. Desde aquí se divisa bien.
            -Y antes, más cerca, aquí mismo. ¿No te llama nada la atención?
            -¿Una palmera?
            -Sí, una palmera solitaria, pero no una palmera cualquiera. ¿Recuerdas el palacio de mi padre, en Halab? Había allí, delante de mis habitaciones, una palmera igual a ésta. La miro, cierro los ojos y me siento transportado al lugar en que viví mi infancia. ¡Ibn Bujt! –ordenó–. Tráeme recado de escribir.
            Conociendo el gusto del emir por la escritura y la poesía, siempre iba el hagib provisto de lo reclamado, y se lo acercó al momento. –Dejadme solo –dijo el emir–, y guardad silencio.
            Sobre una peña se sentó Abderrahmán y colocó a su lado una pluma de ave recortada  y un recipiente con tinta, colocando un pergamino sobre su regazo. Durante un tiempo dejó el emir que la punta del galam[2], humedecido, corriese sobre el pergamino, cerrando de cuando en cuando los ojos y permaneciendo ensimismado, o haciendo otras pausas en las que su mirada se centraba en la palmera que se alzaba, solitaria, delante de él.
            Entretanto, Teodoredo y Yusuf ibn Bujt, sumido cada cuál en sus propios pensamientos, contemplaban la fértil llanura por la que discurre el Guad-al-Kivir y la populosa capital del emirato, bañándose en sus riberas; la mayor parte en la derecha, al norte del río: la Medina en el centro; los Arrabales de al-Sharquiyya, al este; los de al-Garbiyya, al oeste[3]; mientras que al sur del río, al otro lado del puente, se situaba el arrabal de Secunda. Y cerca de ellos, los guardias, al cuidado de los caballos, por su parte, procuraban no hacer ningún ruido que distrajese al emir.
            Al fin Abderrahmán levantó la vista del pergamino. –Al-Hafiz –llamó–. Lee esto y dame tu opinión –añadió, entregándoselo.
            -Sabes muy bien que, aunque hablo tu idioma, no puedo leerlo con fluidez –respondió Todoredo–. Mejor encárgaselo a otro, no sea que te disgustes al escucharme.
            -Ibn Bujt –dijo, entonces, el emir–. Tú eres mi hagib y se te supone un hombre culto. Léelo tú.
            -Mi señor –se excusó el hagib–. Me halagas al mencionar mi cultura. Desde luego, no soy un ignorante, pero no soy capaz de captar con exactitud los giros y la entonación exacta que tú le hayas dado. ¿Por qué no nos lo lees tú mismo y así regalas nuestros oídos?
            Abderrahmán sonrió al escuchar esas respuestas, que, sin duda, eran las que esperaba. Se puso de pie, cogió el pergamino y, mirando a la palmera, declamó:
            “Contemplando en la Ar-Rusafa una graciosa palmera
            Que mora en tierra de al-Garbe, lejos de sus compañeras,
            Enternecido a su vista exclamé de esta manera:
            ¡Ay palmera de mi alma, pienso que a mí te asemejas
            En ser aquí peregrina y en padecer por ausencias!
            También sufres tú, cual yo, la enojosa permanencia
            Que de mi familia y casa me tiene en remota tierra,
            Has crecido, hermosa planta, en suelo do extraña eras
            Y en que, semejante al tuyo, apartamiento se enjendra;
            Pues eres mi semejante, que la suerte te conceda
            Agua que sacie tu sed y tu vida fortalezca,
            Que desciendan para ti, en grata lluvia las nieblas
            Y hasta las nubes del cielo, por regarte, se disuelvan”.[4]
           
Acabados los versos, el emir permaneció un instante en silencio, emocionado. Luego se volvió a sus oyentes, con los ojos huemedecidos. – ¿Qué os parece? –les preguntó.
-De los dones que Allah ha derramado sobre ti, hijo de Moawia, no es el menor el de saber expresar tus sentimientos de tal manera que todos los que te escuchemos nos sintamos conmovidos –replicó ibn Bujt, con la seguridad que dá el haber estado largo tiempo en la cercanía de los que tienen el poder–. Si no hubieras estado destinado, desde la cuna, a gobernar a los hombres, habrías podido ganarte la vida como poeta.
El emir inclinó la cabeza, complacido. Luego se volvió al jefe de su guardia. – ¿Y tú que opinas, al-Hafiz? –le preguntó.
-Por un momento tuve ante mí al Abderrahmán que conocí en Halab –replicó Teodoredo–; al que me encontré a orillas del Píramo; el que me salvó de la esclavitud en Qayrawan; con quién compartí aventuras en Ifriquiya; al hombre, en fin, que no había creído que volvería a ver.
El emir contempló al godo durante unos instantes. No sabía si debía tomar estas frases como un cumplido. –Yo también me acuerdo del niño que fue mi huésped en Halab –dijo al rato–, y que me habló de igual a igual aunque yo era el hijo del gobernador y el nieto del califa, y él un simple rumí; del joven que me salvó la vida a orillas del Píramo y me dejó marchar, aunque tenía un arco apuntando a mi espalda; del hombre que puso su espada a mi servicio y al que le confiaría mi propia vida, si fuera preciso. Yo también dudé de que volvería a ver a ese hombre –Abderrahmán suspiró–. Debemos recuperar a ambos, al-Hafiz al-Rumí –dijo–. Yo, por mi parte, no quiero olvidar mi niñez ni mis orígenes. Esta palmera me los recordará. ¡Ibn Bujt! Prepara todo para que me construyan aquí una al-munya[5] a la que pueda retirarme en mis momentos de descanso a recordar de donde provengo, contemplando a esta palmera –el emir volvió a suspirar–. Pero eso será cuando pueda permitirme momentos de descanso. Ahora tenemos que gobernar un país cargado de complicaciones. Volvamos a Qúrtuba.


Otro párrafo:

Una semana después llegó Badr a Qúrtuba y el emir le felicitó públicamente por el éxito obtenido en su misión. Y, también por esos días, una escena tenía lugar en una alquería de Niebla; el jeque kelbí, Said al-Matari, se había reunido con una docena de sus colaboradores, muchos de ellos parientes de los fallecidos a manos de los hombres de Badr a las puertas de Isbiliya cuando el emir aplastó la sublevación de Ibn Mogih. Y, aunque el Islam prohíbe el consumo de bebidas alcohólicas, el recuerdo de los fallecidos y el hecho de que estos murieran combatiendo bajo el nombre de Allah y defendiendo al califa, al que muchos musulmanes consideraban el legítimo sucesor del Profeta, hizo que el licor corriera en más abundancia de la que hubiera sido deseable.
            -Maldita sea la prudencia de mi pariente, Abú Sabbah al-Yashubi –dijo Said, entre vaso y vaso–. Si no hubiera estado tan pendiente de que no se nos relacionase con la rebelión de ibn Moghih hasta no estar seguro de que triunfase, hubiera acudido a Isbiliya con todos mis hombres y hubiéramos derrotado al omeya.
            -O hubiéramos muerto allí, al igual que nuestros hermanos –opinó otro–. El hijo de Moawia es demasiado poderoso.
            -Sí, pero ha alcanzado el poder gracias a las espadas de los kelbíes, para después olvidarse de ello. Seguimos tan oprimidos por los qaysíes como en los tiempos del Fihrí –añadió un tercero–. Estoy de acuerdo con Said. La prudencia de al-Yashubi nos ha hecho perder una oportunidad única.
            -¿Para qué? –intervino otro–. El nuevo califa, el nuevo califa, al-Mansur, también se apoya en los qaysíes. Solo hubiéramos cambiado un amo por otro. Desde los tiempos de Abú-l-Khattar[6] no hemos tenido un gobernante de nuestra tribu. Y ya sabéis como acabó.
            -Si no fuera por los consejos de mi pariente, yo hubiera encabezado a los kelbíes en Isbiliya –insistió al-Matarí, con la voz cada vez más estropajosa–, y quizá hubiéramos vuelto a tener un emir de nuestra tribu.
            -Yo salvé la vida gracias a que al-Yashubi  nos avisó de que se acercaba un ejército de hombres del omeya a las órdenes de Badr y pude abandonar el sitio a tiempo –dijo el que había hablado en segundo lugar–. Los que murieron allí fue porque no hicieron caso de los avisos.
            -Pero murieron combatiendo y ahora están en la Yanna –balbuceó Said–, mientras nosotros nos limitamos a beber en su memoria. Hagámosles un sitio en nuestra mesa –y, trastabilleando, se acercó a un arcón y, cogiendo un paño negro, lo alzó en alto–. La insignia de los abasíes –dijo–; la tenía preparada para acudir a Isbiliya –luego se acercó a la pared y asiendo una lanza allí apoyada, clavó el paño en su punta, lo que le costó varios intentos–. ¡Éste es mi estandarte! –exclamó–. Con él lucharé contra el omeya –y, con mayor dificultad aún lo colocó en el sitio de honor–. Aquí están nuestros hermanos –dijo–. Bebamos con ellos.
            Y los asistentes a la reunión siguieron la propuesta de al-Matari, hasta que, uno tras otro, fueron reclinándose en los almohadones y, en la sala, solo se pudo escuchar los ronquidos de los dormidos jeques.
            A la mañana siguiente, poco a poco, se fueron despertando los kelbíes, comenzando por los que menos habían bebido. Al fin le tocó el turno al anfitrión, quién, con un horrible dolor de cabeza, ordenó a un sirviente que le trajera un aguamanil y una jofaina, y se echó el líquido elemento sobre su cabeza. Después de secarse con un paño de lino, con los ojos entrecerrados paseó la vista por la estancia, hasta que, de pronto, los abrió totalmente, espantado. – ¿Qué significa eso? –preguntó, señalando a la negra insignia clavada en la punta de la lanza, y demostrando que no recordaba nada de lo sucedido la noche anterior.
            Alguno de los que, o bien habían bebido menos, o tenían mejor memoria, le explicó la escena con detalle y el espanto de Said aumentó. – ¡Quitad ese paño de mi lanza! –exclamó–. No sea que esto llegue a oídos del emir –pero, cuando uno de los sirvientes se disponía a cumplir su orden, le detuvo–. ¡No, espera! –le dijo; y, volviéndose al resto de los jeques, que estaban contemplando la escena y mirándoles a los ojos, ya totalmente despejado, afirmó: –Soy un hombre que no se desdice de su palabra. Tomemos las armas, enfrentémonos al omeya, y, si no triunfamos, al menos nos encontraremos en la Yanna con nuestros hermanos.

Otro párrafo:

De vuelta a Qúrtuba, dejó pasar un tiempo Abderrahmán hasta que los ánimos estuvieron completamente calmados en la zona occidental de al-Andalús, y, entonces, llamó a su hagib. –Ibn Bujt –le dijo–, los kelbíes parecen estar tranquilos y haber cesado en sus rebeliones; pero no estaré seguro de ello hasta que esté convencido de que el más importante de sus jeques, el que, con toda probabilidad ha estado detrás de todas ellas, Abú Sabbah Yahya al-Yashubi, no volverá a instigarlos contra mí. Convócalo a mi presencia.
            Pasó una semana y, en la reunión del consejo del emir, tras tratar otros asuntos, Yusuf Ibn Bujt informó: –Mi señor –dijo–. Abú Sabbah se niega a venir a Qúrtuba. Dice que no quiere salir de la seguridad de sus tierras, donde está rodeado de sus hombres.
            -Quizá sea porque tú no has demostrado suficiente habilidad en cumplir mis órdenes –replicó el emir– ¡Ibn Khalid! –se dirigió a su guazir–. Tal vez tú puedas desarrollar esta misión con más eficacia que ibn Bujt. A ti te la encargo.[7]
            Abdallah ibn Khalid, quizá el más contemporizdor de los colaboradores del omeya, se dirigió a Niebla, en busca del jeque kelbí, y, cuando le encontró, le trasmitió la orden del emir.
            -Ya contesté a los mensajes de ibn Bujt –dijo al-Yashubi–. No pienso moverme de aquí. ¿Qué quiere el hijo de Moawia?
            -Nuestro emir quiere estar seguro de que no has sido el inspirador del apoyo que los kelbíes prestaron a ibn Moghih, ni de la rebelión de tu pariente, al-Matarí. Y de que no conspirarás contra él.
            Al-Yashubi se rió amargamente. – ¿Conspirar? –dijo–. El omeya ve conspiraciones por todas partes. Cuando llegó a al-Andalus, pobre y solitario, recabó nuestro apoyo. Pero cuando, gracias a las espadas de los kelbíes derrotó al Fihrí y consiguió el poder, se olvidó de nosotros. Al poco, me quitó el gobierno de Isbiliya, que me había ganado sobradamente, para dárselo a un pariente suyo. ¿Y qué hice yo? ¿Acaso me rebelé? No, volví a mi hacienda y me dediqué a mis asuntos. Cuando el enviado del califa, ibn Moghih, se alzó en armas contra el emir, ¿me uní a sus filas? No, permanecí aquí, en mi alquería. ¿Tengo yo la culpa de que muchos kelbíes, quizá con razón, creyesen que encontrarían un trato más justo por parte de los abbasíes? Cuando mi pariente, Said al-Matarí quiso vengar a sus hermanos, asesinados por el hijo de Moawia, ¿acaso le apoyé? No, le desaconsejé hacerlo, pero no me escuchó. Y de nuevo el emir me culpa, injustamente, por ello. Pero ya deberíamos estar acostumbrados a esto. Siempre que los kelbíes hemos luchado en favor de un omeya, a continuación, cuando ya no nos necesitan, nos hemos visto postergados y despreciados. Ya, en nuestra lejana Arabia, cuando, tras la muerte del califa Moawia ibn Yezid[8], no hubo acuerdo para decidir quién le sucedería, y los qaysíes apoyaron a Abdallah ibn Zobair[9]; otro omeya, Merwan[10], tatarabuelo del emigrante, pidió la ayuda de los kelbíes para conseguir el poder, prometiendo que nos colmaría de importantes cargos. ¿Y qué hizo cuando gracias a nuestra bravura derrotó a sus enemigos en la batalla de la Pradera de Rahita y consiguió el califato? ¿Cumplir su promesa? No, volver a dar los puestos de gobierno a los qaysíes que nos oprimieron. Así se lo recriminó Djauwas en inspirados poemas al califa Abdelmelic[11], hijo y sucesor de Merwan, aunque nada logró ablandar el corazón de piedra de los omeyas.
            Al-Yashubi hizo una pausa, agotado por este largo parlamento, más prolongado que los que estaba acostumbrado a hacer. Pero, tanto le excitaba el recuerdo de los agravios sufridos por sus hermanos de tribu a manos de los qaysíes que, al recobrar el aliento, continuó.
            -Y aquí, en al-Andalús, cuando el califa Hixem[12], olvidándose de que fuimos los kelbíes los que conquistamos para él a este rico país, nombró a Haitham al-Kilabí para gobernarlo[13], éste qaysí ordenó, con falsos pretextos y excusas vanas dar muerte a los más principales de nuestros jeques, entre ellos a Sad, el hijo de Djauwas, cuya muerte hizo que Abú-l-Khattar, desde la prisión en que estaba confinado, escribiese también al califa versos tan trágicos como aquellos[14]. Si yo supiera escribir con tanta inspiración como los compañeros de tribu que he citado, también me quejaría al emir de esa manera, pero ni ese consuelo me queda.
            Después de estas frases, el jeque kelbí quedó en silencio. Al rato, ibn Khalid, que le había escuchado atentamente, tomó la palabra.
            -Abderrahmán es un gobernante justo –dijo, pausadamente–. Podrás exponerle a él tus quejas y decirle todo lo que me has dicho a mí. Ten por seguro que te escuchará.
            -¿Y después de todo lo que he manifestado aún crees que puedo fiarme del omeya? –replicó Abú Sabbah–. En cuanto esté en su poder ordenará que me maten.
            -Te proporcionaré un salvoconducto –propuso el guazir–. Tráeme recado de escribir. Te lo expediré ahora mismo y lo firmaré con mi sello.
            -¿Será eso suficiente garantía? –preguntó el kelbí.
            -Soy su guazir –respondió ibn Khalid–. El emir habla por mi boca.
           
Otro párrafo:

            Casi a la vez que los consejeros de Abderrahmán salían rumbo a la iglesia de san Vicente, una comitiva de unos cuarenta jinetes entraba en el patio del palacio y su jefe, una vez que se identificó ante los soldados de guardia, solicitó ver al emir[15].
            -Pasa, al-Yashubi –dijo el emir, que se encontraba solo, al recién llegado–. Al fin has respondido a mis requerimientos –añadió, mientras el sirviente cerraba la puerta por fuera.
            -Aquí me tienes –replicó el jeque kelbí–. ¿Qué quieres de mí?
            -Quiero que respondas de tus actos –dijo Abderrahmán–; que demuestres que nada has tenido que ver en las rebeliones que tus hermanos de tribu han realizado contra mi persona, que me convenzas de que, en el futuro, nada tengo que temer de ti. Si lo haces a mi entera satisfacción, podrás mantener tu hacienda y tus posesiones. De lo contrario, serás castigado en consecuencia.
            -¿Qué te convenza? –replicó al-Yashubi– ¿Cómo puedo convencer al que ya me ha acusado sin fundamento y está convencido de mi culpabilidad? ¿Cómo puedo esperar ecuanimidad de parte del que pertenece a una familia que siempre ha pagado con desprecios a los que le han ayudado con eficacia?
            Abderrahmán torció el gesto. –Esas palabras impertinentes y soberbias no se correponden con quien viene a solicitar mi amán –dijo, altivamente.
            -¿Tu amán? ¿Solicitar yo tu perdón –respondió, irritado, el kelbí– ¿Acaso solicitas tú el mío por haber matado a mi pariente al-Matarí? ¿Por haber masacrado a mi tribu en Isbiliya? Vengo a intentar que entre nosotros haya paz, pero veo que es algo que parece imposible.
            -Mucha insolencia es esa si tienes en cuenta que estás en mi palacio, rodeado de mis soldados. Una palabra mía y tu cabeza se separará de tu cuerpo.
            Al-Yashubi sonrió. –No puedes matarme –dijo–. Tengo un salvoconducto –añadió, sacando un pergamino–. Mi persona es inviolable mientras esté a tu merced.
            Abderrahmán frunció el ceño. – ¿Quién firma ese salvoconducto? –preguntó.
            -Tu guazir, Abdallah ibn Khalid, a quien enviaste a buscarme.
            -Y, ¿desde cuándo es Abdallah ibn Khalid quien gobierna al-Andalús? –replicó, con altanería, el emir–. Solo yo puedo asegurar tu inviolabilidad, y yo no te he garantizado nada.
            -¡Ah! ¿Con qué era una trampa? –exclamó al-Yashubi–. No me extraña, tratándose de un omeya. Tanto es así, que venía preparado para ello –añadió, sacando de debajo de sus vestiduras una espada que había escapado a la mirada de los soldados de la puerta–. Imaginé que si entraba en tu palacio no saldría con vida. Pero no moriré solo. Llama a tus guardianes, antes de que lleguen te habré enviado al Yahannam.
            -No necesito llamar a nadie –replicó Abderrahmán–. Yo también estoy siempre preparado –dijo, empuñando la enjoyada cimitarra que siempre llevaba ceñida a su cintura.
            Si al-Yashubi creía que iba a enfrentarse a un gobernante reblandecido por el disfrute del poder y de los lujos que conlleva, estaba muy equivocado, y de ello se dio cuenta en el primer intercambio de golpes. Abderrahmán había sido educado en el uso de las armas desde muy niño, allá en la lejana Siria. Y luego, en su deambular por el norte de Ifriqiya, las lecciones y consejos de Teodoredo se habían sumado a los recibidos de manos de su fiel Badr. No, bajo sus vestiduras de seda y sus inspirados poemas, Abderrahmán tenía músculos de hierro y voluntad de acero. Y esta última, basada en la fe ciega en la profecía de su tío abuelo Moslema, le hacía luchar con el convencimiento y la seguridad de que nadie podría vencerle. Y, al menos esta vez, eso fue cierto. Antes de que al-Yashubi fuera totalmente consciente de que, a pesar de su experiencia en cien batallas, se enfrentaba a un rival que le superaba, el arma de Abderrahmán impactaba en su cuello y le arrebataba la vida.
            El emir miró a su enemigo, caído en el suelo, y recuperó el aliento. Luego, limpió su espada en la alfombra sobre la que se encontraba el cuerpo del kelbí, la envainó, enrolló la alfombra de manera que tapase el cadáver y abrió la puerta del salón – ¡Convocad a mis consejeros! –dijo a los sirvientes que acudieron–. ¡De inmediato!

Otro párrafo:

No estuvo presente Teodoredo en esa reunión, pues en los últimos tiempos cada vez se sentía más incómodo en la presencia de Abderrahmán, pero unos días después se presentó ante él. –Una vez más vengo a hacerte una petición –le dijo–. Ya has conseguido imponerte a todos tus enemigos. Solicito tu licencia para partir hacia las tierras de los cristianos; creo que ya he cumplido mi compromiso contigo.
            Abderrahmán meditó unos instantes. –Quizás tengas razón, al-Hafiz –le dijo–. Allah, el todopoderoso, te trajo hasta mí para cumplir una misión, y, con toda probabilidad, ya la has realizado. Pero te pido un último servicio. Badr va a salir hacia el Tseguer al mando de un ejército para recaudar los tributos que se me deben. Acompáñale y ayúdale en esa misión. Una vez cumplida, estarás cerca de tu destino y no tendrás que volver.
            -Sabes que no empuñaré mi espada contra mis hermanos de religión, aunque se presente la ocasión –advirtió Teodoredo.
            -No te preocupes. He dado orden tajante a Badr de que no traspase las fronteras de su territorio –respondió el emir, y levantándose de su sitial, se acercó al godo–. Al-Hafiz –dijo, abrazándole–, nunca te olvidaré. Cumple con tu destino, como yo cumpliré con el mío.

Había concluido Badr la preparación de su ejército, cuando Abderrahmán le llamó a su presencia. –Al-Hafiz te acompañará –le dijo–. Desea llegar a las tierras de los cristianos, pero no puedo consentirlo. Conoce nuestra manera de combatir, las rebeliones que continuamente me acechan, los caminos menos vigilados de todo al-Andalús… todo lo que puede ser útil a mis enemigos.
            -¿Qué deseas que haga? –preguntó Badr.
            -Lo que tengas que hacer. Pero asegúrate de que, bajo  ninguna circunstancia, al-Hafiz llegue al reino de los cristianos.
            Tras estas palabras, Abderrahmán despidió a su secretario y, si experimentaba algún sentimiento por la orden que acababa de dar, no lo demostró en absoluto.





[1] Bab al-Chawz, puerta del Nogal; la que actualmente se llama Puerta de Almodóvar.
[2] Cálamo.
[3] Al-Sharquiyya, lo situado en el este, nombre que ha perdurado en  la Axarquía de Córdoba, la Axarquía de Málaga, etc; al-Garbiyya, lo situado al oeste, como el actual Algarbe, al sur de Portugal, en el oeste de la península.
[4] La traducción literal de esta poesía de Abderrhmán que nos cuenta ibn Idari es la siguiente: “Se nos mostró en medio de la ar-Rusafa una palmera que mora en tierra de al-Garbe, lejos del país de las palmas./ Díjela, te asemejas a mí en la peregrinación y en la ausencia, y en lo largo de la permanencia lejos de mis parientes y de mi familia./ Crecistes en tierra en que eras peregrina, y semejante a ti en el apartamiento, la ausencia ha sido semejante a la mía./ Descienda a ti el agua de la lluvia matutina con caída que reparta la humedad y disuelva los cielos en lluvia.” La versión poética que ha pretendido trasmitir la musicalidad que tendrían estos versos declamados en lengua árabe pertenece a D. Francisco Fernández González, en su traducción de la “Historia de al-Andalus” de Ibn Idari al-Marrakusí, Ediciones Aljaima, Málaga, 1999, que es la que ha seguido el autor para consultar los datos que aporta el historiador árabe nacido en Marrakech y que fue caid de Fez.
[5] Al-Munya, castellanizado Almunia, es el nombre que se da a las granjas, huertos, o fincas del campo, que podían tener una utilización agrícola, o ser simplemente fincas de recreo, como indica el sustantivo de su nombre (munyah = deseo). La Almunia de la Arruzafa, al-Munyah al-Rusafa, fue la finca de recreo del emir Abderrahmán I, edificada en el lugar que hoy ocupa el parador del mismo nombre, a causa, según nos cuenta Ibn Idari, citando una crónica anterior de Ar-Rasi, de que, en ese lugar, una palmera solitaria recordó a al-Muhayir, el príncipe emigrante, las lejanas tierras de su Siria natal.
[6] Abú-l-Khattar: decimooctavo emir de al-Andalus, derrocado por los qaysíes, que impusieron a Toaba bajo la influencia de Samail. Aunque el número puede variar si se consideran como dos los dos períodos en que ostentó el mando Abdelmelic ibn Qatán, o si no se considera dependiente de Damasco a Thalaaba ibn Salama, que fue elegido por sus hombres tras la muerte de Balch, o, a los que siguieron a Abú-l-Khattar, tanto Toaba como el  mismo Yusuf al-Fihrí. Abú-l-Khattar encontró la muerte intentando derrotar a Yusuf para recuperar su puesto. Todo esto se cuenta en la anterior novela, El Muladí.
[7] Según Ibn Idari, el que se encargó de conseguir que Abú Sabbah ibn Yahya al-Yashubi viniese a Córdoba fue Tammán ibn Alqama, pero como R.P. Dozy, siguiendo al Ajbar Machmuá (que da las dos versiones) se inclina por que fuera Abdallah ibn Khalid, el autor, pensando que por esas fechas Tammán aún estaría en Toledo, ha decidido seguir, en este caso, al historiador francés.
[8] Moawia (o Muawiya) II ibn Yezid ibn Moawia ; tercer califa de la dinastía omeya (683-684)
[9] Abdallah ibn Zobair; hijo de Zobair ibn Awwam y de una hija de Abú Becr (primer sucesor de Mahoma, 632-634), fue el primer niño musulmán nacido en Medina después de la Hégira (huída) del Profeta a esa ciudad desde la Meca. Se negó a jurar lealtad a Yezid I ibn Moawia (segundo califa de la dinastía omeya, 680-683) y apoyó a Husayn ibn Alí, el hijo de Alí ibn Abú Talib y de Fátima, la hija del Profeta, nieto, por tanto, de Mahoma; a la muerte de éste, los chíies (seguidores de Alí, que no reconocían la autoridad de los califas omeyas, porque defendían que el califato debería recaer el alguien de la familia del Profeta), le eligieron como su candidato al califato (era sobrino de la tercera esposa de Mahoma).
[10] Merwan I ibn al-Hakem; cuarto califa de la dinastía omeya (684-685), de una rama diferente de la de los tres anteriores, y antepasado de todos los siguientes.
[11] “¡La familia de los Omeyas nos ha hecho teñir nuestras espadas en la sangre de sus enemigos, y ahora no quiere que participemos de su fortuna!”; Éstos, y otros versos del poeta Djauwas nos los cuenta R.P. Dozy en su “Historia de los musulmanes en España”
[12] Hixem ibn Abd al-Malik ibn Merwan, décimo califa omeya (724-743)
[13] Musa ibn Nusayr, el conquistador de Hispania en el 711, era un kelbí, así como los emires que le sucedieron, y la mayor parte de los árabes que llegaron en los primeros años; Haitham al-Kilabí, el duodécimo emir (729-730), fue el primer gobernador perteneciente a los qaysíes.
[14] “Permites a los qaysíes derramar nuestra sangre, hijo de Merwan (se debería traducir por descendiente, ya que Hixem no era hijo, sino nieto de Merwan)… se diría que has olvidado la batalla de la Pradera… sin embargo eran nuestros pechos los que te servían de escudos contra las lanzas enemigas… pero después que has conseguido el objeto de tus designios, afectas no conocernos…”. Estos fragmentos de los versos de Abú-l-Khattar también nos los cuenta Dozy (op.c.). Esa escena está relatada más extensamente en la anterior novela El Muladí.
[15] Aunque ibn Idari no da apenas noticias de este hecho, haciendo que al-Yashubi muriera a manos de Tammán, el Ajbar Machmuá lo narra prolijamente, aunque fija la escolta del kelbí en cuatrocientos jinetes, que el autor ha reducido a cuarenta por parecerle demasiados para que esperen en el patio del palacio.