30 de enero de 2018

Génesis de mis novelas III

Habíamos hablado en las entradas anteriores de las novelas publicadas e, incluso, de la que verá la luz próximamente: Acerca de la primera de ellas, Pelayo, Rey, poco hay que no conozcan mis lectores. Después de 7 años de haberla escrito,  (se concluyó y la inscribí en el registro de la propiedad intelectual, aunque con el nombre de La Cruz de la Victoria, en 1997), se publicó, en una primera edición de tapa dura, por Imágica ediciones, en 2004. A la que le siguió una segunda, ya en tapa blanda, en 2006, otra en 2008 y otra más en 2013. En 2015 la misma editorial realizó una nueva, dentro de su colección de novela histórica.
Entretanto, y ahora no recuerdo la fecha con exactitud, también fue editada por el Círculo de Lectores.
Como Imágica no mostró interés (y a día de hoy no comprendo por qué, ya que su difusión fue bastante buena) por publicar las siguientes, me dirigí a la editorial Sapere Aude, de Gijón, quien publicó en abril de 2011 La Muralla Esmeralda, en versión física y digital (también Pelayo, Rey en versión digital). En junio del mismo año El Muladí. Y en el 2015 La Cruz de los Ángeles. En estos casos la difusión no fue tan extensa, pues esta editorial no hace publicidad ni trabaja con distribuidores, sino que las pone a la venta en su página web, mientras que yo me comprometo a adquirir un número determinado de ejemplares, que luego distribuyo en mis presentaciones. Y, últimamente, sus condiciones se endurecieron notablemente, demostrando no demasiado interés en continuar con nuestra colaboración, por lo que, como ya dije en la entrada anterior, la siguiente, La Estirpe de los Reyes, será publicada (D.m.) por la Editorial Temperley.
Pero no solo por eso no quedé tan satisfecho de esas tres novelas como de la primera (de la quinta, ya hablaremos cuando se publique), sino que, después de releerlas varias veces (algo obligado cuando estaba escribiendo La Estirpe, que transcurría a la vez que ellas), no podía quitarme de encima la sensación de que no estaban al nivel de Pelayo, rey. Y me puse a intentar averiguar los motivos.
Dejando aparte lo que pueda ser achacado a mi elaboración de la trama y a mi redacción (aspectos ambos en los que prometo esmerarme más en lo sucesivo), y a las correcciones posteriores, que la editorial Sapere Aude no llevaba a cabo, dejándome a mí una tarea para la que no estoy suficientemente preparado, llegue a la conclusión de que había otros motivos por los que su calidad no llegaba a la altura que me hubiera gustado y que se les podía exigir.
Uno de ellos, quizá el principal, era la personalidad de sus protagonistas. En Pelayo, rey, don Pelayo llenaba por sí solo todos los capítulos, estando presente aún en aquellas escenas en las que no aparecía físicamente. Aunque yo hice mis esfuerzos en dotar de un carácter interesante, tanto a su compañero, Julián, personaje totalmente inventado, como a su esposa Gaudiosa (de la que nada, aparte de su nombre, se sabía, por lo que también se puede considerar como alguien perteneciente a mi imaginación), o al rey don Rodrigo (del que sí la historia o, mejor, las leyendas, me habían dado abundantes datos), entre sus colaboradores; y a Oppas y Witiza entre sus enemigos, no eran comparables, ni d elejos, al protagonista.
Sin embargo, en La Muralla Esmeralda, al no tener ningún dato sobre el rey Pelayo en esos momentos, el peso de la acción recaía especialmente en su compañero, Julián, en el godo Alarico, en el astur Xinto, todos inventados, y en una serie de personajes secundarios, que, posiblemente, no fueran capaces de seducir al lector como lo había hecho el iniciador de la Reconquista en la novela anterior.
En el Muladí toda la trama giraba en torno a Abdul, un personaje ficticio representante de ese grupo social y racial, mientras que los personajes reales que transcurrían por las páginas tenían mucha menor importancia. Sin duda, a pesar de mis esfuerzos por dotar de una personalidad atrayente al protagonista, no lo conseguí, o, al menos, no en la medida de lo que yo hubiera deseado (y me considero capaz de hacer).
Y, en La Cruz de los Ángeles, aunque el que iba a ser su protagonista principal, Alfonso II, “el casto”, tiene, sin duda, un peso suficiente, según lo que de él sabemos (y, no puedo por menos de decirlo, según nos lo describe don Claudio Sánchez Albornoz, en cuyos estudios me he basado principalmente para construir la trama de esa novela), mi interés por tratar también con bastante profundidad a su padre Fruela I, “el cruel” (también influído por Sánche Albornoz), me hizo dividir la novela en tres partes, la primera protagonizada por el susodicho Fruela I, y la tercera por su hijo Alfonso II, “el casto”, separadas por una segunda en que relataba los años y reinados intermedios que los separaron. No puedo quitarme de la cabeza que eso, quizá, fue un error, y hubiera debido hacer dos novelas diferentes. Pero, en fin, estaba ocupado con el resto de libros y lo dejé así. Como he dicho, el resultado no ha conseguido satisfacerme del todo.
Aún hay otro motivo: llevado de mi interés por cohesionar todas las novelas, y, además, por el deseo de que el lugar de donde es originaria mi familia, el concejo de Gozón, en Asturias, tuviese importancia en mis historias, me inventé una familia, los condes de Gauzón, de la que, consecutivamente, padres, hijos y nietos, tomaban parte en las diferentes tramas de los sucesivos libros, adquiriendo, a veces, más importancia que los propios protagonistas. Con esto la saga de las novelas quedaba, en efecto, convertida en una serie y aumentaba su ligazón, pero hacía que perdiera importancia como libros individuales, pues, aunque no era imposible leer uno sin haberlo hecho con los anteriores, si que había demasiadas referencias de unos con otros.
Pensé solucionar eso de alguna manera, pero a la vez me ví implicado, como comenté en la entrada anterior, en la farragosa redacción de la Estirpe de los Reyes, y tuve que posponer mi propósito. A finales de la primavera anterior, concluída ya esa novela y a la espera de su publicación, pude dedicarme ya a intentar solucionar los problemas que acabo de describir.

Pero, como me he extendido demasiado, eso será en la próxima entrada.

29 de enero de 2018

Génesis de mis novelas II

Pelayo, rey se publicó en su primera edición en el año 2004 y tuvo una buena acogida y un número de ventas aceptable. A pesar de ello, y como ya dije, la editorial (Imágica ediciones) no consideró oportuno publicar las otras dos que le había entregado (La Cruz de los Ángeles y El Muladí), ni tampoco la que había escrito por indicación suya (La muralla esmeralda), y deseoso de que mis lectores tuvieran acceso a ellas, me dirigí a otra editorial (Sapere aude) y conseguí que me las publicasen, aunque comprometiéndome yo a comprar un número determinado de ejemplares. Así que, respetando el orden cronológico histórico, fueron editándose La Muralla Esmeralda (en 2011), El Muladí (en 2012) y la Cruz de los Ángeles (en 2014).
Entretanto, había seguido escribiendo y había concluido La Caja de las Ágatas, que estaba basada, principalmente en la vida y el reinado de Alfonso III, “el magno”, aunque los primeros capítulos hablaban de su niñez y juventud, mientras ocupaban el trono su abuelo, Ramiro I; y su padre, Ordoño I. Aunque, como dije en la entrada anterior, el final estuvo un poco forzado, pues esa joya, aunque, posiblemente, llegó a Asturias en tiempos de Alfonso III, fue donada a la Catedral por su hijo Fruela II. No obstante, como al publicarse la primera de mis novelas con el título de “Pelayo, rey”, no se había utilizado el de “La cruz de la Victoria”, y esta joya se había labrado durante el reinado del rey magno, aproveché para darle mayor importancia, y reescribirla con ese título. Debo reconocer que, una vez hecho esto, la novela ganó bastante y quedó (así lo creía), lista para su publicación.
A continuación, sucedieron dos circunstancias que, unidas, fueron la causa de que, dejando de lado la continuación de la historia del reino de Asturias, la rompiese con una nueva novela que, no avanzaba en el tiempo, sino que sucedía a la vez que las ya escritas.
La primera, que algunos de mis lectores me preguntaban por lo que le había sucedido a dos personajes, imaginarios ambos (Alarico, que aparecía por las páginas de La Muralla Esmeralda, y Abdul, el protagonista de El Muladí), a los que yo había dejado, uno de ellos viajando a Ceuta a reunirse con su amada, una vez concluída su misión; y el otro reencontrándose en Asturias con su prometida, en una escena que era el (cursi) final del libro. La cosa me sorprendió bastante, pues yo creía que había quedado claro que ambos habían finalizado ya sus aventuras y habrían seguido con su vida teniendo (o no) una feliz existencia.
La otra, que, al pasar del reinado de Alfonso I, “el casto” (en La Cruz de los Ángeles) al de Ramiro I (en la novela aún no publicada y que ya tenía el título de La Cruz de la Victoria), me puse a pensar que el hecho que, con el rey casto, se terminase la descendencia de Pelayo, era un desperdicio, novelescamente hablando, y que quizá hubiera una manera de conseguir (ficticiamente, por supuesto) que esto no sucediese así.
Enlacé ambas ideas, y me puse a escribir. Como se trataba de conseguir que la descendencia de Pelayo no terminase, sino que se continuase en Ramiro I y los reyes que le siguieron, le dí el título de La Estirpe de los Reyes, haciendo que una hija de Favila (el hijo de Pelayo), que, según la leyendas, existió realmente y se llamaba Favinia (aunque nada, ni siquiera esto que he dicho, se sabe con certeza de ella), tuviese a su vez descendientes de manera que una nieta suya fuese la esposa del rey Bermudo y madre de Ramiro I, de la que solo conocíamos su nombre, Nunila. Teoría no solo improbable, sino prácticamente imposible.
Como Alarico estaba en Ceuta, con su esposa, Florinda, a la que en la ficción de La muralla esmeralda, hacía hija del último rey godo, don Rodrigo y de Florinda, “la cava”, decidí introducir también esta estirpe haciendo que un hijo de ambos, al que denominé Teodoro, acompañase a su padre hasta Constantinopla (Lo que me daba pie para narrar lo que ocurría en aquella parte del mundo, las luchas entre árabes y bizantinos y, lo más importante, hacer que coincidiera con Abderrahmán I, cuya novelesca vida me solucionaba no tener que inventarme nada, pues ya la realidad era más interesante que cualquier ficción. Así la novela avanzaba con dos tramas paralelas, alternándose capítulos en los que la acción transcurría en Asturias, con otros en los que el teatro era el Medio Oriente y el norte de África, hasta que ambas (y las estirpes) confluían en Asturias para conseguir el objetivo deseado.
Por si no fuera poco, a medida que escribía, se me ocurrió añadir también otra estirpe de renombre, haciendo que un imaginario descendiente del mítico rey Arturo (¿estaría yo con fiebre ese día?) llegase también al reino Asturiano y se añadiese a la trama.
Pero todo esto me causó algunos problemas que, de haberlos sabido con antelación, me hubieran decidido a abandonar una novela que me ha ocupado los últimos siete años. Escribir una novela que transcurre (en el tiempo y en el espacio) a la vez que otras ya publicadas (comienza a la vez que el último capítulo de La Muralla Esmeralda, y se continúa por el tiempo en que suceden los hechos narrados en El Muladí y las dos primeras partes de La Cruz de los Ángeles) conlleva multitud de complicaciones. Tiene que ser consecuente con las otras, pues una gran cantidad de los personajes son los mismos. Hay una gran cantidad de hechos en que coincide con ellas y que ya han sido relatados en aquellas, pero que no pueden ser obviados en esta, por lo que hay que redactarlos de manera diferente (haciendo que, en vez de ser el narrador el que los describa, sea uno de los personajes el que se lo cuente a otros que no estuvieron presentes; o narrarlos desde otro punto de vista, etc). Y hay sucesos en los que deberían haber estado presentes los protagonistas de las otras novelas, pero que, como no se relataron así en su momento, hay que decidir justificaciones; lo mismo que para que los personajes nuevos de esta novela no hayan participado en hechos de aquellas en los que deberían haber estado presentes. En fin, que la mayor parte de los siete años que tardé en terminarla, los ocupé, no en la simple redacción de unos hechos más o menos interesantes, sino en cuadrar todo como si de un rompecabezas (y de los grandes) se tratase. No volveré a pasar por esto, aunque, por fin, la tarea se terminó y pronto La estirpe de los Reyes se publicará.

Aunque no sin solucionar otro problema: Fueron tantas las tramas y tantos los lugares por donde pasan los protagonistas que, al ir a darle la redacción definitiva, vimos que era imposible comprimirla en un solo volumen y habría que distribuirla en dos. Eso llevó a la Editorial Sapere aude a declinar su edición, salvo que yo aceptase unas condiciones de compra de ejemplares que me resultaban imposibles de cumplir. Por lo cual tuve que retrasar la fecha de su presentación (que ya estaba organizada) y buscar otro editor, que, al fin (y se lo agradezco), será Mariano Vilella, de Editorial Temperley, que ya me editó la única novela no histórica que he escrito. Espero que La estirpe de los Reyes vea la luz en un par de meses, y que guste a los lectores. Para la próxima entrada hablaremos ya de los proyectos futuros y de sus orígenes.

8 de enero de 2018

Preparando próximas publicaciones. Génesis de mis novelas.

Intentaremos cumplir los buenos propósitos para este año nuevo:

Como me propuse, a falta de noticias sobre las próximas publicaciones (que las habrá, y pronto, espero), vamos a ir comentando el cómo y el por qué de algunas decisiones que he tomado.
La primera de todo y, quizá, la más incomprensible, es hacer una nueva redacción de La Cruz de los Ángeles. ¿A qué puede deberse esto, que, quizá, no sea del agrado de aquellos de mis lectores que ya la tengan y a los que no quisiera, por ningún motivo, disgustar?
Para comprenderlo, debo explicar lo más brevemente que pueda, la génesis de la serie de novelas basadas en los inicios de la Reconquista (o del Reino de Asturias, lo que, en aquellos años, era realmente lo mismo).
La primera, por supuesto, Pelayo, rey, que es un relato, bastante novelado, sobre la vida del héroe asturiano, desde su juventud, hasta que derrota a los musulmanes, los expulsa del territotio asturiano, y es proclamado rey. Esta novela fue editada, en su momento, por Imágica ediciones, y tuvo, en i opinión, una buena aceptación por parte de los lectores.
Ante esto, pensé en convertirla en una trilogía, inspirada en tres de las joyas que se exponen en la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo (La novela iba a tener, en un principio, el nombre de La Cruz de la Victoria, pues la leyenda asegura –sin que eso quiera decir que sea cierto- que el ánima de roble de dicha cruz es la que portó don Pelayo en la batalla de Covadonga): La Cruz de la Victoria; La Cruz de los Ángeles (sobre el reinado de Alfonso II, “el casto”, durante el cual se labró dicha joya; y la Caja de las Ágatas, sobre el reinado del que algunos consideran el último rey asturiano, Alfonso III, “ el Magno” (aunque esta joya fue donada a la catedral por su hijo Fruela II, y ya veremos como éste sí que fue en realidad, o quizá no, el último rey de Asturias).
Me puse a ello, y, al documentarme, me pareció que debía de tratar también el reinado del padre de Alfonso II, Fruela I (una personalidad enormemente atrayente y novelesca), al que los historiadores posteriores denominaron, según fueran sus simpatías, “el cruel” o “el justiciero”. Por lo que La Cruz de los Ángeles se organizó en tres partes: la primera sobre el reinado de Fruela, aprovechando lo que este monarca ofrecía respecto a una trama interesante; la segunda sobre los reyes que le sucedieron, Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo I, “el diácono”, relatando las intrigas que a ello dieron lugar (algunas ciertas y otras inventadas); y la tercera sobre la propia vida del Alfonso II y la creación de la joya que justificaba el nombre del libro. Debo reconocer que me fue fácil y en poco tiempo lo tuve terminado. Pero, acerca de la filiación del rey Silo, del que poco se sabe con certeza, aparte de la enigmática afirmación de los cronistas de que: “en su tiempo hubo paz con los musulmanes por causa de su madre”, y de la obsesión por la castidad del rey Alfonso II, me inventé unas razones de todo punto improbables, pero que me parecieron (y me parecen) que podrían tener un gran impacto novelesco.
Acabada esta novela, que salió de mi pluma (o del teclado de mi ordenador) con bastante fluidez, inicié La Caja de las Ágatas, de la que, de momento, no tocaré en profundidad, dado que tendremos que hablar de ella un poco más adelante. Solo decir que me costó bastante, me atasqué, y al final le dí una conclusión un tanto forzada.
Entretanto se había publicado la primera con el título que ya conocen mis lectores de “Pelayo, rey”, lo que echaba por tierra mi idea de la trilogía basada en las tres joyas mencionadas. Además, caí en la cuenta que estaba narrando (de forma novelada, por supuesto) la historia de Asturias y me había saltado los reinados de Favila (breve y desconocido) y, sobre todo, el del yerno de Pelayo, Alfonso I, hijo del duque Pedro de Cantabria, de gran importancia porque unió estas dos regiones, consolidó la monarquía, y, en fin, comenzó realmente la reconquista iniciando las incursiones por los territorios sometidos a los musulmanes. Y, por otro lado, ya que las informaciones de esos años sobre el reino asturiano eran escasas y, sin embargo, había muchos y muy interesantes datos sobre los territorios dominados por los musulmanes, decidí hacer protagonista de la novela a un joven habitante de la meseta, cuyo padre se había convertido al Islam, y cuya prometida, por el contrario, mantenía la religión cristiana, lo que me dio pie para llevar al uno a participar en las luchas entre árabes y bereberes, entre árabes qaysíes y árabes kelbíes y entre los árabes establecidos en la península dede los tiempos de la invasión (los “baladíes” esto es “los antiguos”) y los que llegaron en esos años con Balch ibn Bisr (los “sirios”, llamados así porque eran miembros del ejército que, desde esa provincia, envió el califa Hixem a sofocar la rebelión de los bereberes norteafricanos y que, a la postre, terminaron llegando a la península Ibérica); y a la otra al reino asturiano con los habitantes de los pueblos de la meseta que el rey Alfonso I hizo refugiarse allí después de saquearlos aprovechando las luchas entre las diferentes facciones musulmanas. Así pude contar lo que ocurría en ambas partes de Hispania y mantener una intriga acerca de si ambos jóvenes llegarían, al fin, a encontrarse de nuevo. Para enlazar esta novela con la primera ya publicada, “Pelayo, rey”, y con la ya escrita de “La Cruz de los Ángeles” me imaginé a una familia de nobles asturianos, los condes de Gauzón (Gozón es el lugar de donde es originaria mi familia), utilizando personajes que ya aparecían en ellas, y que tendrían la finalidad de conferir una unidad a toda la serie de novelas, participando en las tramas como padres, hijos y descendientes.
Pero, al irla redactando, me encontré con una complicación en la que no había caído: al escribir una novela en la que ocurrían cosas que tenían lugar antes de las ya relatadas en la siguiente, caí en la cuenta de que aquellos sucesos de que los que ya he hablado y que justificaban la ascendencia de Silo y la castidad de Alfonso I, deberían haber tenido lugar en esos momentos y no podía soslayarlos, pero tampoco expresarlos abiertamente para no estropear lo que en “La Cruz de los Ángeles” era una revelación dramática. Creo que lo conseguí bastante bien, aunque quienes mejor pueden decirlo son los que hayan leído ambas.
Para mi disgusto, el editor no le pareció oportuno publicar de momento, ninguna de las dos, y, por el contrario, me pidió una continuación de Pelayo, rey en la que contase lo que había sucedido desde que el héroe asturiano había sido proclamado, hasta el fin de su reinado (de lo que, en las crónicas cristianas, no había un solo dato, aunque sí, y con profusión, en las musulmanas que narraban loque sucedía en el emirato cordobés en esos mismos años); por lo que, aprovechando unas y tirando de imaginación en otras, escribí la novela titulada “La Muralla Esmeralda”, en alusión a los verdes montes que fueron la defensa del reino asturiano en los años en que aún no tenía capacidad suficiente para enfrentarse directamente a los musulmanes. La terminé enseguida, sin más complicaciones que las que había sufrido en la anterior al contar cosas que ocurrían antes que otras que ya había narrado y a las que tenían que adaptarse.
Ya he hablado de las cuatro primeras novelas (en orden cronológico histórico), Pelayo, rey; La Muralla Esmeralda; La Cruz de los Ángeles y El Muladí, y, como me he extendido demasiado, hacemos una pausa para continuar en la próxima entrada hablando de lo que fue de cada una de ellas.