31 de julio de 2018

Fruela I "el justiciero"


El cuarto rey asturiano, Fruela I, sucede a su padre Alfonso I en el año 757. No sabemos si por herencia paterna; por derecho matrilineal, por ser hijo de Hermesinda, según las costumbres ancestrales de los astures; o por elección de los nobles, según los usos visigodos (posiblemente todos los factores pesaron). Sabemos que tuvo un carácter fuerte y difícil, según nos dicen las crónicas (ya más cercanas en el tiempo) y según los apelativos con que se le conoce. “El cruel” o “El justiciero”, según las antipatías o simpatías del cronista correspondiente. Al principio de su reinado sometió a los vascones, trayendo como rehén a una de sus jóvenes principales, Munia (algunas crónicas la hacen hija del rey Bermudo, primo de Fruela, pero lo he obviado porque no me cuadran las fechas), que, posteriormente, fue la madre de sus hijos, Alfonso (el futuro Alfonso II, “el casto”) y Jimena (según las leyendas, la madre de Bernardo del Carpio, pero esto es aún más imposible, pues el héroe del romancero mató a Roldán en Roncesvalles cuando su hipotética madre aún no había nacido o, a lo sumo, era una niña de menos de siete años de edad). Concedió unas tierras en las que se fundó un monasterio que dio lugar a la ciudad de Oviedo y pasó allí frecuentes temporadas (posiblemente, allí nació su hijo). Rechazó una invasión de los musulmanes (esto no está comprobado con seguridad) en la que mató a un hijo de Abderrahmán (otra incongruencia histórico-temporal que, al igual que la intervención de Bernardo del Carpio, me ha obligado a hacer “juegos malabares” para conseguir introducirla en mi novela). Creyendo (equivocada o certeramente) que su hermano Vimara conspiraba para arrebatarle el trono, le mató con sus propias manos, siendo, a continuación, asesinado por los nobles en el año 768.

Una vez terminada mi primera novela, Pelayo, Rey, y antes de su publicación, comencé a escribir otra con el título de La Cruz de los Ángeles, subyugado, quizá, por la belleza de la joya de ese nombre, conservada en el tesoro de la Catedral de Oviedo. Esa cruz fue donada por el hijo de Fruela, Alfonso II “el casto” a dicha catedral y, cuando me documentaba para redactarla y justificar su título, me ví atraído por la personalidad del vehemente monarca, cuya vida me pareció lo bastante apasionante como para merecer ser novelada.

Entonces tomé una decisión de la que, aún hoy, dudo que fuera acertada. Ya que estaba enfrascado en la confección de una novela sobre la Cruz de los Ángeles, decidí dividirla en tres partes: la primera dedicada a Fruela; la segunda a los cuatro reyes que ocuparon el trono entre el año 768 y el 791 (una época de la que no hay demasiados datos, pero en la que, sin duda, hubo intrigas y lucha de facciones por el poder), y una tercera ya con el protagonismo de Alfonso II y con la aparición de la joya que le iba a dar nombre. Eso me llevó a no profundizar demasiado en la personalidad de Fruela I y a ser demasiado parco en cuanto a Alfonso II, del que solo narré una parte de su vida (realmente, de la que hay más datos históricos). Sigo dándole vueltas a si no hubiera sido mejor escribir tres novelas, y narrar en la tercera la vida completa (82 años de vida y 51 de reinado) del “Rey casto”. Quizá lo haga algún día.

Fruela I aparece en La Cruz de los Ángeles recién coronado, tras la muerte de su padre y volviendo de su expedición a tierras vascas. Su enamoramiento con Munia y el modo como esta le corresponde, aunque me satisface en el fondo, debo reconocer que está tratado sin demasiada profundidad, mientras que hago hincapié (necesario, por otra parte) en el rechazo de los nobles de Cangas a la mujer vasca (tomado del historiador Sánchez Albornoz, que lo presenta como posible y que rápidamente acepté por sus posibilidades novelescas), cautiva, rehén, concubina o reina, que todas esas cosas fue del fogoso rey asturiano.

Este rechazo y el posterior asentamiento de la pareja real en Oviedo, alejándose de la corte, fue la causa de la conspiración para derrocar a Fruela, de la que éste hizo responsable a Vimara (y si estaba en lo cierto, o no, la novela no lo desvela), y del posterior desenlace sangriento con que da fin la primera parte de esta novela.

Sirve esta primera parte, también, de presentación de una mujer que va a tener una importancia capital en el reino durante los cuatro reinados (o cinco, según se considere) posteriores: la hermana de Fruela, Adosinda (del mismo nombre de la hermana de Pelayo que aparece en las novelas a él dedicadas); hija de un  rey, hermana de otro, prima de un tercero, esposa de un cuarto, hermanastra de un quinto y tía, en fin del sexto, es el nexo de unión de todos ellos en la historia de Asturias de aquellos complicados años.

Una vez terminada esta novela, tuvo que esperar a que se publicasen La Muralla Esmeralda y El Muladí para respetar el orden cronológico histórico. En cada una de ellas había cosas que influían en el texto, ya escrito, de la Cruz de los Ángeles y que hubo que modificar, lo que, quizá, fue otra de las causas de que no me sintiera demasiado entusiasmado con el resultado final.

Pero, en esos momentos, ya estaba enfrascado en la redacción de La Estirpe de los Reyes, que coincidía, en el tiempo, con El Muladí y con La Cruz de los Ángeles; Muchas de las escenas que iban a narrarse, ya lo habían sido en las anteriores, por lo que no debían repetirse; pero no podían obviarse por su importancia en el desarrollo de la trama, por lo que tenían que ser descritas de diferente manera, ya siendo narradas por un personaje que estuvo en ellas, y que se las cuenta a otro, ya expresándolas desde un diferente punto de vista. Eso no afectó demasiado al personaje de Fruela, pues ya he dicho que no le había tratado con la profundidad deseable, aunque sí aproveché para dedicarle bastantes párrafos más.

Y, por fin, ya entregada a la editorial La Estirpe de los Reyes, pude dedicarme a la desazón que me causaba La Cruz de los Ángeles. Descarté (de momento) la posibilidad de convertirla en tres novelas separadas y me dediqué a hacer una nueva redacción. Eliminé, de momento, la circunstancia improbable de la que había hablado antes, prefiriendo perder un momento ciertamente impactante y novelesco en aras de una redacción más creíble y cercana a la realidad histórica. Esto no afectó demasiado a Fruela, pero sí a su relación con personajes de su entorno, aunque mejor hablaremos de ello cuando nos dediquemos a los siguientes reyes. Aunque sí me sirvió para, sin abandonar la descripción de su carácter hecha en la primera redacción (y acertada, a mi parecer), profundizar mucho más en ella (y dedicarle muchas más páginas), así como introducir hechos que se habían quedado fuera en la primera redacción, bien porque entonces no lo consideré oportuno, bien porque no tenía conocimiento de ellos cuando la escribí por peimera vez.

Y ahora me queda la duda de si publicarla o no. Evidentemente, ha mejorado mucho, pero se han cambiado cosas que harán que no esté del todo de acuerdo con la trama del resto de las novelas. Además, publicarla mejorada, ¿no sería una especie de engaño a los que ya hayan comprado la original? De momento no puedo resolver mis dudas, pero hay tiempo, antes deben publicarse otras dos.


26 de julio de 2018

Favila y Alfonso I


Después de la interrupción para hablar, en su día, del Apóstol Santiago, retomamos la serie dedicada a la implicación de los reyes asturianos en mis novelas:

El segundo rey asturiano fue Favila, hijo de Pelayo. Sucede a su padre en el año 737 y muere, a consecuencia de una imprudencia en una cacería, en el 739. Debido a su corto reinado y a la falta de datos, había decidido prescindir de él (y de su cuñado y tercer rey, Alfonso II) y pasar directamente en mi segunda novela (en orden de escritura), La Cruz de los Ángeles, al cuarto rey asturiano Fruela I (y a sus sucesores). pero, una vez terminada la primera redacción de ésta, pensé que sería interesante escribir sobre los hispanos sometidos al islam (los muladíes) y comencé un relato, denominado precisamente así (El Muladí). Pero como lo que narraba sucedía en el tiempo que transcurría entre ambas novelas (Pelayo, Rey y La Cruz de los Ángeles), no pude resistirme a contar también lo que sucedía en el reino asturiano, dividiendo la historia en dos tramas separadas que confluían en su capítulo final, Así que, en su primer capítulo, narraba concisamente la muerte de Favila a manos (garras) de un oso.

Posteriormente, como he explicado en las entradas anteriores, al escribir La Muralla Esmeralda, y tener que inventarme, ante la ausencia de datos, toda la trama, Favila toma importancia como hijo de Pelayo y jefe del grupo de jóvenes que se educan en la corte asturiana bajo la tutela del rey. Se deja entrever una cierta tensión entre él y Alfonso, resuelta sin problemas. Se describe el ansia de Favila por hacerse digno de su padre y los esfuerzos de éste por convertirle en un futuro digno monarca del reino asturiano. Se habla de la costumbre goda de elección de los monarcas. Se relata su relación y boda con Brunequilda. Y, como anécdota, se introduce (si los lectores son lo bastante perspicaces para adivinarlo) al plantígrado que tendrá importancia en el devenir de este rey asturiano. La novela termina, como ya se ha dicho, con el fallecimiento de Pelayo.

Con estas dos novelas (La Muralla Esmeralda y El Muladí) terminaban, de momento, las apariciones de Favila en mis novelas, pero al escribir la aún no publicada (La Estirpe de los Reyes) que se editará, D.m., en la Editorial Temperley en el próximo otoño (al menos el primero de los dos tomos en que, al final, ha quedado dividida), novela que narra una hipótesis, no solamente improbable, sino absolutamente incierta, en la que la estirpe de Pelayo no termina con Alfonso II, “el casto”, sino que llega a entroncarse con Ramiro I y pervive, por tanto, hasta la actualidad, Utilicé a una supuesta hija de Favila y Brunequilda, de la que hay solo vagas y dusosas referencias. Así que, aunque la novela comienza con Favila de cuerpo presente tras su muerte, las referencias a él, a su esposa Brunequilda y a sus, imaginarios, descendientes, son continuas.

Con el tercer rey asturiano, Alfonso I, ocurre algo similar. Es un personaje importante en La Muralla Esmeralda, demostrándose como el más capaz de los jóvenes que se adiestran a las órdenes de don Pelayo, sin que eso signifique que no haga honor a su fidelidad a Favila como hijo de su rey, aunque la ascendencia del duque de Cantabria es incluso más ilustre que la del propio Pelayo; Pero tanto Pedro como sus hijos dan muestra de una honorabilidad a toda prueba, incluso cuando la boda de Alfonso con  Hermesinda parece dar a éste una posibilidad de aspirar al trono, más dada la costumbre matrilineal de los astures.

 Alfonso tiene también rango de protagonista en El Muladí, en la que, ayudado por su hermano Fruela “el mayor” (no confundir con el hijo de Alfonso, Fruela I, cuarto rey asturiano, cometiendo el error en que cayeron con frecuencia los cronistas musulmanes, que mezclaron los hechos de uno y otro) rigió los destinos del reino de Asturias durante toda la novela, en la que, incluso, le adjudiqué una relación sentimental, evidentemente incierta históricamente, pero que condicionó, no solamente la trama de esa novela y de la siguiente, La Cruz de los Ángeles, ya escrita (y que fue en la que se me ocurrió introducir esa relación, y en la que lo esencial eran las consecuencias de esa circunstancia), sino que falseó las personalidades adjudicadas a los futuros reyes en las próximas novelas.

Al escribir la citada La Estirpe de los Reyes, que transcurre en el tiempo a la vez que El Muladí y La Cruz de los Ángeles, volví a repetir el mismo carácter y las mismas circunstancias para el rey Alfonso I, aunque dedicando un estudio a su personalidad (la que yo le había adjudicado) mucho más completo. La de un hombre preparado, capaz, recto y seguro de sí mismo; pero también con la duda de si la corona que portaba en sus sienes no le hubiera correspondido a los descendientes de Favila. Enamorado de su esposa Hermesinda, a la que quiere y respeta (quizá a la única persona que considera a su altura, aparte de a su hermano Fruela “el mayor”), pero sujeto a grandes pasiones y que, al final de su vida, se siente embargado por la duda de sí había sido tan buen rey, tan buen esposo y tan buen padre como había creído.

25 de julio de 2018

El día de Santiago


Todos los años, tal día como hoy, 25 de julio, fiesta de Santiago, patrón de España, solía revisar mi blog y mi pagina de Facebook, Pelayo Rey, darme cuenta de que llevaba tiempo sin comunicarme con mis lectores ni ponerles al tanto del estado de mis próximas novelas, y apresurarme en corregir esa desidia contando cuáles son los proyectos y las previsiones de publicación.

Pero este año me he portado un poco mejor y, desde que comencé mis vacaciones he anunciado las próximas publicaciones (si es que se llegan a hacer) y, para matar el tiempo hasta que haya alguna certeza, una vez a la semana, generalmente los miércoles (me tocaba hoy), escribir una serie de entradas sobre la implicación de los reyes asturianos en mis novelas.

No obstante, no quiero dejar pasar el día del patrón de nuestra querida España, que tan necesitada está hoy en día de su intersección y protección, sin dedicarle unas líneas. La devoción a Santiago fue muy popular en la época en que transcurren mis novelas, y, concretamente, dos acontecimientos sucedieron en su tiempo y se han narrado en una ellas: El descubrimiento de su tumba, que se cuenta en La Cruz de los Ángeles y en la próxima, La Estirpe de los Reyes (que transcurre a la vez que aquella); y su aparición en la batalla de Clavijo, en tiempos de Ramiro I, batalla que la mayoría de los historiadores considera que no ocurrió y fue una confusión con la de Albelda, en tiempos de su  hijo Ordoño I, y que está narrada en mi novela La Cruz de la Victoria (que también espera la fecha de su publicación); pero que yo he trasladado también a los tiempos de Alfonso II, “el casto” y a la batalla de la Hoz de la Morcuera, que se narra en la citada La Cruz de los Ángeles. Dejo a la consideración de los lectores la decisión sobre si uno o ambos acontecimientos fueron o no verídicos.

Mañana continuaremos con la serie sobre los reyes asturianos, pero, a continuación, copio algunos párrafos de las novelas relativas a esos acontecimientos:

De La Cruz de los Ángeles:

En el capítulo XX:

“En ese momento, un paje se presentó anunciando que el obispo Adulfo solicitaba ser recibido en audiencia por el monarca.
¿Qué puede querer nuestro obispo que requiera la intervención del rey? musitó Alfonso. Dile que pase.
¡Mi señor! exclamó el prelado entrando en la estancia, acompañado de otro sacerdote. Un hecho extraordinario acaba de ocurrir en nuestro reino. El obispo Teodomiro, de Ira Flavia, que es quién ha venido a comunicármelo, podrá explicaroslo personalmente.
Majestad comenzó Teodomiro tras recibir la autorización del monarca, hace unas semanas, un grupo de personas importantes de mi localidad, hombres todos de buen juicio y discernimiento, vinieron a decirme que en un campo próximo, cerca de donde vivía un anacoreta de nombre Pelayo, sucedían grandes prodigios. Todas las noches aparecían brillantes luminarias que se mantenían sobre él hasta el amanecer. Avisado por ellos, fui hasta el lugar y pude observar esta maravilla con mis propios ojos, así que, dando por cierto que me encontraba ante una señal del Cielo, caí de rodillas y, juzgándome indigno, ayuné durante tres días con sus noches pidiendo al Señor me revelase lo que quería significar ese prodigio. Pasado ese tiempo me atreví a penetrar en el bosquecillo sobre el que se producían las luminarias y allí, cubierta por malezas y arbustos, di con una sepultura con lápida de mármol. Lo grabado en la lápida estaba casi borrado por el paso del tiempo, pero pude leer lo suficiente para comprender que se trataba de la propia tumba del apóstol Santiago, que hace siglos trajo la palabra de Dios a nuestra tierra. ¡Oh, mi señor! Sin duda Dios ha mirado con benevolencia a nuestro reino, pues nos ofrece esta señal.
¿Estás seguro de lo que dices? preguntó, excitado, el monarca.
No me cabe la menor duda, Majestad. Y, desde que limpié de malezas la tumba y los fieles le prestan veneración, las luminarias han dejado de aparecer como si ya hubiesen cumplido su misión. Es, sin duda, un mensaje divino.
¡Sí, obispo, tienes razón! los ojos del rey de Asturias brillaban con la fuerza que hacía tiempo no se apreciaba en él. Es un mensaje de Nuestro Señor para el reino y para su rey. No es el momento de estar abatidos, sino de alegrarnos, porque Dios nos renueva su protección por medio del Apóstol. Sí, con su ayuda los enemigos de nuestra fe serán derrotados definitivamente y el reino crecerá más firmemente que nunca el rey se volvió a sus consejeros. Amigos míos, sin duda mi querida tía Adosinda, que está ya en presencia de Nuestro Señor, viendo mi postración, le suplicó que me enviase una señal que me ayudase a comprender cual es mi misión. Desde ahora el apóstol Santiago nos protege. Así que no esperemos más ni nos dejemos abatir por la tristeza. ¡Todos en pie! ¡A cumplir nuestras tareas para la mayor gloria de Nuestro señor!
Y de nuevo Alfonso, segundo de este nombre, el rey casto, se puso a la cabeza de su pueblo.”

Y, en el capítulo XXIV:

“Subido encima de una peña, Alfonso, el rey casto, intentando animar a los suyos, empuñó con la mano izquierda la enjoyada cruz que portaba, sin dejar de blandir con la derecha su ensangrentada espada, y levantó en alto la sagrada enseña, que reverberó bajo los rayos del sol que estaba alcanzando su cenit.
Quizá el reflejo de las gemas hirió los ojos del monarca y le cegó momentáneamente, o quizá realmente vio lo que creyó ver, pero alzando la voz sobre el fragor del combate gritó:
¡Ánimo, cristianos! ¡Aún será nuestra la victoria en el día de hoy! ¡Mirad, allí, Santiago viene en nuestra ayuda!
Aunque hay quien opinó que el monarca asturiano se confundió al ver la figura de su general, Teudis, que aquel día vestía una túnica de refulgente blancura y montaba un corcel igualmente blanco.”




18 de julio de 2018

Reyes Asturianos II; Pelayo (continuación)


Terminamos la entrada anterior contando como Pelayo, Rey finaliza con la entronización de Pelayo como rey de Asturias. Recuerdo que, en dicha novela, decía a su conclusión que “esto no es el FIN, sino el PRINCIPIO”, utilizando la clásica palabra con que se dan por finalizados los libros, junto con la idea de que así comenzaba la Reconquista que se iba a narrar en próximos volúmenes.
Pero la vida de Pelayo no terminaba aquí. Desde el año 722, fecha de la batalla de Covadonga, hasta el 737, en que falleció, presumiblemente de muerte natural, transcurrieron quince años en los que el naciente reino se fue consolidando. No tenemos ningún dato sobre Asturias en esa época, ni en las crónicas cristianas ni en las musulmanas, señal de que a los gobernantes cordobeses poco les importaba el pequeño reducto montañoso del norte de la península (lo que, sin duda, permitió al reino cristiano del norte sobrevivir en los primeros momentos en que solo eran unos grupos desorganizados alrededor de Cangas de Onís, la “Asturias primoriense” que nombran los cronistas) y que estaban más interesados en extender su conquista por el resto de Europa, lo que intentaron hasta que fueron detenidos en Poitiers por Carlos Martel, y que causó, años después, la amarga queja del anónimo autor del “Ajbar Machmuá” que escribió, refiriéndose a los tiempos del emir Ocba: “…sin que quedase en Gallicia alquería por conquistar, si se exceptúa la sierra, en la cual se había refugiado con 300 hombres un rey llamado Belay…//… hasta que quedaron reducidos a 30 hombres…//…Era difícil a los muslimes llegar a ellos y los dejaron, diciendo “30 hombres, ¿qué pueden importar?”. Despreciáronlos, por tanto, y llegaron al cabo a ser asunto muy grave, como, Dios (Allah) mediante, referiremos en el lugar oportuno.” Y, más adelante, narrando lo ocurrido durante el emirato de Yusuf al-Fihrí, escribe: “Los gallegos se sublevaron contra los muslimes y, creciendo el poder del cristiano llamado Pelayo, de quien hemos hecho mención al comienzo de esta historia, salió de la sierra…//…volviéndose a hacer cristianos todos aquellos que estaban dudosos de su religión…”.

Esta ausencia de datos me llevó, en un principio, a pasar por alto estos años y centrarme en escribir sobre los reinados, más documentados, de los reyes que van desde Fruela I, hasta Alfonso II, “el casto”. Pero la excelente acogida de la ya citada Pelayo, Rey llevó a la editorial a pedirme una continuación de la misma. Y me decidí a narrar el resto del reinado de Pelayo en una novela titulada La Muralla Esmeralda, en relación a la enhiesta y verde cordillera que protegió al Reino Asturiano en aquellos momentos en que aún no era lo bastante fuerte para enfrentarse militarmente a los emires cordobeses. Como en esos tiempos no hay ninguna reseña sobre campañas musulmanas en tierra asturiana, no relaté acciones bélicas (salvo una, inventada, pues no podía retratar al protagonista sin acometer gestas heroicas, y que narré haciendo la salvedad, con nota al pie, de que esas páginas pertenecían a la ficción, sin ninguna base histórica). Por lo tanto la novela describe a Pelayo como un gobernante preocupado por el bienestar de su pueblo, y a la corte asturiana como un lugar en que los jóvenes de la siguiente generación (Favila, los hijos de Pedro, Alfonso y Fruela y otros personajes inventados) se preparan, bajo la dirección de Pelayo para, en su momento, asumir las responsabilidades que les corresponda, mientras las jovencitas (la hija de Pelayo, Hermesinda; Brunequilda, la futura mujer de Favila; y otras inventadas) me daban pie para mezclar romances y aventuras.

Pero, con todo eso, la novela no tenía suficiente consistencia histórica y desperdiciaba la enorme cantidad de datos que nos dan las crónicas musulmanas sobre los acontecimientos ocurridos en esa época en las tierras dominadas por el emirato cordobés. Así que introduje una duda de Pelayo sobre si era buen momento para iniciar la reconquista de los territorios ocupados, o si llamar la atención de los musulmanes, en aquel momento más poderosos, podría ser fatal para el reino asturiano (ya vimos, en la crónica del “Ajbar machmúa” citada anteriormente, como la inacción en ese sentido hizo ganar un tiempo que, a la postre, resutó crucial para el resultado d ela Reconquista). Pelayo, prudentemente, envía una misión a tierras musulmanas, para lo que utilicé a personajes inventados (Julián, el amigo y cuñado de Pelayo que había compartido protagonismo en Pelayo, Rey; así como el astur Xinto y el godo Alarico que también tendrían papeles importantes en novelas posteriores), por lo que la mitad de la novela transcurre en el emirato cordobés, narrando hechos históricos auténticos.

Durante el desarrollo del libro asistimos a la muerte del duque Pedro de Cantabria (con una aparición inesperada del obispo Oppas), y a los fallecimientos por causas naturales de Adosinda, Gaudiosa, y, por fin, del propio Pelayo, con lo que finaliza la novela y las apariciones del primer rey asturiano en mis relatos.

A pesar de que, como he dicho, fue la propia editorial la que me sugirió redactar esta novela, no mostró interés en publicarla y quien lo hizo fue la editorial asturiana Sapereaude.

13 de julio de 2018

Reyes Asturianos I


Ya estamos en Torre del Mar, comenzando a retomar la redacción de la próxima novela. Hasta que podamos contar a nuestros lectores alguna novedad sobre ella, y, para cumplir con el propósito de ir publicando algo, vamos a hacer una reseña sobre la lista de reyes asturianos y su aparición en mis novelas:

1º.- Pelayo, hijo de Favila (o Fáfila).
No hay un acuerdo unánime entre los historiadores acerca de este personaje. Desde los que aceptan lo que nos dicen las crónicas de que era hijo del conde de Asturias y descendiente directo de los reyes godos, hasta los que lo consideran un jefe tribal astur, o los que, incluso, niegan su existencia.
Se ignora la fecha de su nacimiento, se cree que en el año 718 fue elegido caudillo por los godos fugitivos refugiados en Asturias (o jefe por los propios astures) y que, quizá, tras la victoria de Covadonga en 722, proclamado rey (hecho este sobre el que muchos historiadores discrepan, opinando que solo con Alfonso I puede hablarse de un verdadero monarca).
Falleció en el año 737 en Cangas de Onís, siendo enterrado en la iglesia de santa Eulalia de Abamia (próxima a Cangas), sitio en que ya reposaba su mujer, Gaudiosa. Posteriormente Alfonso X ordenó trasladar sus restos a Covadonga, hecho éste también sujeto a controversias.

La vida de Pelayo está narrada, de forma novelesca, en mis libros Pelayo, Rey y La Muralla Esmeralda.
En el primero de ellos, acepto la versión de que se trataba de un noble godo, hijo del conde de Lucus Asturum (la actual Lugo de Llanera, ciudad más importante de la Asturias situada al norte de la Cordillera Cantábrica), y no porque crea que esa era su aunténtica filiación (no soy historiador, por lo que mi opinión poco cuenta), sino porque, novelescamente, me pareció más interesante.
La novela comienza en el año 700, cuando Pelayo, un joven de unos quince años, se entera de que su padre ha sido asesinado por Witiza, hijo del rey Egica y, a la sazón, duque de Gallaecia. Witiza ha ordenado matar también a los hijos de Fafila para evitar posibles futuras venganzas y Pelayo, junto con su amigo, hijo de su administrador, el joven hispanorromano Julián (personaje inventado; los novelistas necesitamos introducir personajes que, al no ser reales, no estén sometidos a ajustarse a lo que la historia nos dice de ellos), busca refugio entre las tribus astures de las montañas, y traba conocimiento con la hija del jefe, una niña de nombre Gaudiosa (no hay ningún dato que nos pueda hacer suponer que la esposa de Pelayo fue una joven astur, pero me pareció una buena idea para justificar la futura adhesión de las tribus astures a un noble godo).
En el año 703 muere el rey Egica y su hijo, Witiza, pretende ser elegido como rey (en los godos la sucesión del monarca era electiva, lo que causaba no pocos problemas); aconsejado por su hermano Oppas, arzobispo de Toledo, pacta con su rival por el puesto, Rodrigo, duque de la Bética (y primo de Pelayo), el que éste no se le oponga a cambio de una amnistía para todos los enemigos de la famila de Egica, lo que permite a Pelayo salir de su escondite y retomar el puesto de su padre como conde de Asturias.
Con esto termina la primera parte de la novela. En la segunda, llega el año 710, en el que muere Witiza. Sus hijos, Achila (o Agila), Ardabasto y Olmundo son aún muy jóvenes y a Rodrigo no le resulta difícil obtener el número suficiente de apoyos para ser proclamado rey. Oppas y su hermano Sisberto, duque de Galalecia, no lo aceptan y, defendiendo los intereses de sus sobrinos, se levantan en armas contra el duque de la Bética, lo que hace que Pelayo baje a Toledo para ayudar a su primo. Pero antes vuelve a los montes de los astures para buscar refuerzos y se encuentra de nuevo con Gaudiosa, ya convertida en una hermosa joven. La doncella astur se enamora del apuesto godo, pero éste, convencido de que su destino está en la corte toledana, hace un esfuerzo por apartarla de sus pensamientos.
La guerra es breve. Las tropas de Rodrigo son superiores y Oppas y Sisberto aceptan reconocer a Rodrigo como rey a cambio de mantener sus títulos y posesiones. Pero, entretanto, el astuto arzobispo, envía a sus sobrinos a Ceuta, al otro lado del estrecho, para evitar que caigan en manos del nuevo soberano. Allí Olbán, el conde de la ciudad y partidario declarado de la familia de Witiza, se compromete a mantenerles escondidos y a salvo, pero se niega a rebelarse abiertamente contra Rodrigo.
El nuevo soberano es coronado en Toledo y nombra a su primo Pelayo jefe de los espatarios (guardia personal del monarca).
Durante un año Pelayo vive en la corte, pero, poco a poco, se va dando cuenta de que el carácter de Rodrigo, a quien admiraba, va cambiando, convirtiéndose en un soberano despótico que no admite más norma que su propio deseo. Un día, observa a una joven bañándose en el Tajo y sin el menor miramiento, la viola. La joven resulta ser Florinda, la hija del conde Olbán, que había acudido a educarse en la corte, como era habitual en los hijos de los nobles de provincias. La joven, llena de vergüenza por lo sucedido, abandona Toledo y se dirige a Ceuta. Cuando su padre se entera, decide vengarse y va a entrevistarse con los musulmanes, unos nómadas procedentes de Arabia que, difundiendo con la espada la religión predicada por su profeta, Mahoma, han conquistado el norte de África y amenazan la ciudad de Ceuta. Les habla acerca de la riqueza del reino de los godos y les ofrece sus naves para pasarlos al otro lado del estrecho. El jefe de los musulmanes, Musa ibn Nusayr, recelando de arriesgar a sus propios guerreros árabes, ordena a su liberto originario del norte de África, Tarik ibn Ziyad, que, con sus bereberes, realice una incursión.
Entretanto, Rodrigo ha llevado su ejército al norte para someter una rebelión de los vascones. Estando allí, recibe la noticia de que unos extranjeros norteafricanos han invadido el reino y marcha hacia el sur precipitadamente. Pero, debido que tiene que dejar la mayor parte de su ejército en el norte, ordena a Sisberto y Oppas, los hermanos de Witiza, que acudan a reforzarle con sus propios hombres. En las márgenes del río Guadalete, o a orillas de la hoy desaparecida laguna de Janda, el ejército de Rodrigo se enfrenta a los hombres de Tarik, pero, en mitad del combate, los soldados de Oppas y Sisberto cambian de bando y atacan a sus propios compatriotas. El propio rey godo interviene a la desesperada en la batalla, pero es derribado por Sisberto, sufriendo múltiples heridas y solo la intervención de Pelayo, que mata al traidor duque de Gallaecia (vengando así, sin saberlo, a su padre, pues había sido Sisberto quien, por orden de Witiza, había asesinado a Fáfila), consigue salvarle la vida. El espatario, cargando con el moribundo monarca, se retira del campo de batalla y emprende un angustioso camino que le lleva hasta Viseu, en el noroeste del actual Portugal, donde al fin el último rey godo fallece y es enterrado en una cueva.
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Por otro lado, Tarik continúa una veloz conquista hasta llegar a Toledo; allí le alcanza Musa, quien, al comprobar que su subordinado ha tenido éxito, viene con un ejército de árabes para reclamar el triunfo. La facción goda enemiga de Rodrigo comprende que los musulmanes no han venido a ayudarles, sino a conquistar el reino, y, ante la evidencia, se someten a los nuevos señores.
Pelayo continúa, desilusionado y deprimido, hasta Asturias, donde retoma su puesto de señor de las tierras, acata a los mulmanes y procura que las condiciones que estos impongan a sus súbditos no sean demasiado duras. Pero el gobernador bereber de la zona, Munuza, se encapricha de la hermana de Pelayo y, para conseguirla, envía al godo prisionero a Córdoba.
En un calabozo cordobés, Pelayo, desesperado, comprende que el mundo ideal que se había forjado era falso y que su ambición de ocupar un puesto prominente en la corte, le había conducido al fracaso. El reino de los godos ha caído. Su rey ha muerto. Su hermana era prisionera de Munuza y había rechazado a quien era su verdadero amor, Gaudiosa, la astur. Se lamenta en voz alta en la oscuridad del calabozo y escucha que una voz le contesta; la de su amigo Julián quien también había caído prisionero de los musulmanes, y que le dice que él también había cometido un error, no se había atrevido a confesar a su amigo que él estaba enamorado de la hermana del godo, Adosinda, por miedo a causar el enojo de Pelayo debido a la diferencia de clase y posición. Pelayo recupera su ánimo, exclama que no pueden rendirse y que ambos pueden alcanzar lo que desean, rompe sus ligaduras y, junto con Julián emprenden el regreso a la tierra asturiana, dando fin a la segunda parte de la novela.
Tras pasar muchas penalidades, Pelayo y Julián llegan ante la imponente Cordillera Cantábrica. El otoño ya está avanzado y las primeras nieves han cubierto los pasos. A pesar de todas las dificultades, llegan, agotados, hasta orillas del lago Enol, donde las tribus astures acaban de abandonar sus pastos de verano para trasladarse a tierras más bajas. Solo quedan los últimos y, entre ellos, Gaudiosa, que corre hacia los recién llegados. Tras confesarse su mutuo amor, Pelayo y Gaudiosa se casan en la gruta de Covadonga (en la segunda parte de la novela había hecho que un sacerdote de Toledo acompañase a Pelayo en su regreso a Asturias, instalándose en lveces en los a Cueva, lo que utilicé en esa escena). Como el padre de Gaudiosa había fallecido, las tribus astures se reúnen para elegir un nuevo jefe, celebra la boda de ésta y de Julián.y Gaudiosa consigue que la elección recaiga en Pelayo (Entre los primitivos astures, la sucesión solía ser matrilineal, recayendo en el marido de la hija del jefe, lo que ocurrirá después en un par de ocasiones en los primeros reyes asturianos; Alfonso I y Hermesinda o Silo y Adosinda).
Pero Pelayo tiene aún una cosa que hacer antes de ejercer la jefatura. Como la fortaleza de Gijia, en la que reside Munuza, tiene fuertes murallas, Pelayo acude a un pueblecito costero cercano (concesión al pueblo de mis ancestros) y se embarca con sus hombres en un grupo de bateles, llegando a Gijia por mar. Tras liberar a su hermana Adoisnda, se celebra la boda de ésta y de Julián, y todos se refugian en las tierras de los astures.
Munuza pide refuerzos a Córdoba y persigue a los fugitivos. Pelayo y sus hombres se refugian en la Cueva. Los musulmanes llegan ante ella y Oppas, que les acompaña, intenta convencer a Pelayo para que se rinda. Ante la negativa, loos musulmanes inician el ataque, pero al lanzar piedras con “fundíbulos” contra la cueva, las que yerran, rebotando en la pétrea ladera vuelven a caer sobre ellos, provocando su desconcierto. Aprovechándolo, Pelayo y sus hombres se lanzan contra los musulmanes, a la vez que el duque godo Pedro de Cantabria (pariente también de Pelayo y que ya había hecho acto de presencia en la primera y segunda parte de la novela) ataca a los musulmanes desde atrás. Derrotados los musulmanes, emprenden la huída, pero dada la estrechez del valle, pocos lo consiguen.
 Munuza no se conforma con volver a Gijia, sino que, aterrorizado, huye hacia el sur, pero antes de que consiga pasar los montes, es alcanzado por los astures. Pelayo mata a Munuza y, a su vuelta a Cangas, es proclamado rey por una multitud de astures, godos e hispanorromanos.
Con esto finaliza la novela. Tenía pensado hacer la relación de todos los reyes asturianos y su actuación en mis novelas, pero me he extendido demasiado, y lo dejo para próximas publicaciones.