Todos los años, tal día como hoy,
25 de julio, fiesta de Santiago, patrón de España, solía revisar mi blog y mi
pagina de Facebook, Pelayo Rey, darme cuenta de que llevaba tiempo sin
comunicarme con mis lectores ni ponerles al tanto del estado de mis próximas
novelas, y apresurarme en corregir esa desidia contando cuáles son los proyectos
y las previsiones de publicación.
Pero este año me he portado un poco
mejor y, desde que comencé mis vacaciones he anunciado las próximas
publicaciones (si es que se llegan a hacer) y, para matar el tiempo hasta que
haya alguna certeza, una vez a la semana, generalmente los miércoles (me tocaba
hoy), escribir una serie de entradas sobre la implicación de los reyes
asturianos en mis novelas.
No obstante, no quiero dejar pasar
el día del patrón de nuestra querida España, que tan necesitada está hoy en día
de su intersección y protección, sin dedicarle unas líneas. La devoción a
Santiago fue muy popular en la época en que transcurren mis novelas, y,
concretamente, dos acontecimientos sucedieron en su tiempo y se han narrado en una
ellas: El descubrimiento de su tumba, que se cuenta en La Cruz de los Ángeles y
en la próxima, La Estirpe de los Reyes (que transcurre a la vez que aquella); y
su aparición en la batalla de Clavijo, en tiempos de Ramiro I, batalla que la
mayoría de los historiadores considera que no ocurrió y fue una confusión con
la de Albelda, en tiempos de su hijo Ordoño
I, y que está narrada en mi novela La Cruz de la Victoria (que también espera
la fecha de su publicación); pero que yo he trasladado también a los tiempos de
Alfonso II, “el casto” y a la batalla de la Hoz de la Morcuera, que se narra en
la citada La Cruz de los Ángeles. Dejo a la consideración de los lectores la
decisión sobre si uno o ambos acontecimientos fueron o no verídicos.
Mañana continuaremos con la serie
sobre los reyes asturianos, pero, a continuación, copio algunos párrafos de las
novelas relativas a esos acontecimientos:
De La Cruz de los Ángeles:
En el capítulo XX:
“En ese momento, un paje se presentó anunciando que
el obispo Adulfo solicitaba ser recibido en audiencia por el monarca.
─¿Qué
puede querer nuestro obispo que requiera la intervención del rey? ─musitó Alfonso─. Dile que pase.
─¡Mi
señor! ─exclamó
el prelado entrando en la estancia, acompañado de otro sacerdote─. Un hecho extraordinario
acaba de ocurrir en nuestro reino. El obispo Teodomiro, de Ira Flavia, que es
quién ha venido a comunicármelo, podrá explicaroslo personalmente.
─Majestad
─comenzó
Teodomiro tras recibir la autorización del monarca─, hace unas semanas, un grupo de personas
importantes de mi localidad, hombres todos de buen juicio y discernimiento,
vinieron a decirme que en un campo próximo, cerca de donde vivía un anacoreta
de nombre Pelayo, sucedían grandes prodigios. Todas las noches aparecían
brillantes luminarias que se mantenían sobre él hasta el amanecer. Avisado por
ellos, fui hasta el lugar y pude observar esta maravilla con mis propios ojos,
así que, dando por cierto que me encontraba ante una señal del Cielo, caí de
rodillas y, juzgándome indigno, ayuné durante tres días con sus noches pidiendo
al Señor me revelase lo que quería significar ese prodigio. Pasado ese tiempo
me atreví a penetrar en el bosquecillo sobre el que se producían las luminarias
y allí, cubierta por malezas y arbustos, di con una sepultura con lápida de
mármol. Lo grabado en la lápida estaba casi borrado por el paso del tiempo,
pero pude leer lo suficiente para comprender que se trataba de la propia tumba
del apóstol Santiago, que hace siglos trajo la palabra de Dios a nuestra
tierra. ¡Oh, mi señor! Sin duda Dios ha mirado con benevolencia a nuestro reino,
pues nos ofrece esta señal.
─¿Estás
seguro de lo que dices? ─preguntó,
excitado, el monarca.
─No me
cabe la menor duda, Majestad. Y, desde que limpié de malezas la tumba y los
fieles le prestan veneración, las luminarias han dejado de aparecer como si ya
hubiesen cumplido su misión. Es, sin duda, un mensaje divino.
─¡Sí,
obispo, tienes razón! ─los ojos
del rey de Asturias brillaban con la fuerza que hacía tiempo no se apreciaba en
él─. Es un
mensaje de Nuestro Señor para el reino y para su rey. No es el momento de estar
abatidos, sino de alegrarnos, porque Dios nos renueva su protección por medio
del Apóstol. Sí, con su ayuda los enemigos de nuestra fe serán derrotados
definitivamente y el reino crecerá más firmemente que nunca ─el rey se volvió a sus
consejeros─. Amigos
míos, sin duda mi querida tía Adosinda, que está ya en presencia de Nuestro
Señor, viendo mi postración, le suplicó que me enviase una señal que me ayudase
a comprender cual es mi misión. Desde ahora el apóstol Santiago nos protege.
Así que no esperemos más ni nos dejemos abatir por la tristeza. ¡Todos en pie!
¡A cumplir nuestras tareas para la mayor gloria de Nuestro señor!
Y de nuevo Alfonso, segundo de este nombre, el
rey casto, se puso a la cabeza de su pueblo.”
Y, en el capítulo XXIV:
“Subido encima de una peña, Alfonso, el rey
casto, intentando animar a los suyos, empuñó con la mano izquierda la enjoyada
cruz que portaba, sin dejar de blandir con la derecha su ensangrentada espada,
y levantó en alto la sagrada enseña, que reverberó bajo los rayos del sol que
estaba alcanzando su cenit.
Quizá el reflejo de las gemas hirió los ojos del
monarca y le cegó momentáneamente, o quizá realmente vio lo que creyó ver, pero
alzando la voz sobre el fragor del combate gritó:
—¡Ánimo,
cristianos! ¡Aún será nuestra la victoria en el día de hoy! ¡Mirad, allí,
Santiago viene en nuestra ayuda!
Aunque hay quien opinó que el monarca asturiano
se confundió al ver la figura de su general, Teudis, que aquel día vestía una
túnica de refulgente blancura y montaba un corcel igualmente blanco.”
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