El
sexto rey asturiano, Silo, fue elegido en el año 774 tras la muerte
del rey Aurelio, con toda probabilidad debido a su boda con Adosinda, la hija
de Alfonso I y nieta de Pelayo, reyes ambos de impactante recuerdo para los
asturianos, pues uno inició la liberación de los invasores musulmanes, y el
otro pasó a la ofensiva conquistando terrenos en la meseta al sur los montes,
como nos relacionan con detalle las crónicas asturianas (aunque con toda
probabilidad, esa ocupación no fue permanente), y falleció, de muerte natural,
en el año 783.
Este monarca, del que las crónicas
nos dicen que “en su época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su
madre”, no tuvo demasiada importancia en la historia, excepto, quizá, porque
trasladó la corte a Pravia; porque el primer documento escrito (al menos con
certeza de su autenticidad) que se conserva del reino Asturiano es el llamado
“diploma del rey Silo”; y porque en la iglesia de Santianes (“Sant Johannes”,
San Juan) de Pravia existía una grabación en piedra: el “Acróstico del rey
Silo”, que es un conjunto de letras en el que se podía leer, partiendo de la
“S” central, y en todas direcciones, 2.024 veces (otros estudios hablan de
45.760 veces) la frase “Silo princeps fecit” (“el rey Silo lo hizo”).
Todas estas circunstancias admiten
múltiples interpretaciones, lo que abre multitud de posibilidades para un
novelista que piense introducirlas en su trama, pues ante la falta de más
datos, se puede inventar lo que se quiera, aunque al hacerlo se corre el riesgo
de dejar volar demasiado la imaginación, lo que me temo que fue lo que me
ocurrió en este caso.
Cuando empecé a esbozar La Cruz de
los Ángeles, Silo, aunque su protagonismo sería en la segunda parte, debería
aparecer ya en la primera (al igual que el resto de los reyes relatados en esa
segunda parte, Aurelio, Mauregato y Bermudo) y, ante la falta de datos previos,
tenía que establecer su filiación. La única frase en que me podía basar (“en su
época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su madre”) y la confesión
del historiador Sánchez Albornoz de que no sentía capaz de ofrecer una
explicación que fuera más probable que las otras posibles, me indujo a buscar
algo que fuese impactante para los lectores, y que no se desvelase hasta
mediada la novela. Por otro lado, su matrimonio con Adosinda y el hecho de que
no tuviesen descendencia también había que tenerlo en cuenta y darle una
solución lo más novelesca posible.
Así que decidí obviar la situación
más comúnmente aceptada por los historiadores, que se trataba de un prócer
gallego de mediana edad y que su matrimonio con Adosinda se debió a razones de
política territorial (de ahí el traslado de la corte), y de lucha de facciones
(el predominio de gallegos y asturianos, partidarios de Fruela como nieto de
Pelayo, frente a los cántabros, que habían apoyado a Aurelio como nieto del
duque Pedro); y en su lugar, imaginé a Silo como un joven apuesto, hijo de un
noble y de una cautiva musulmana (que, por supuesto, se había convertido al
cristianismo, para eliminar cualquier posibilidad de que fuese considerado como
un bastardo), y que había impresionado a Adosinda, a la sazón una adolescente.
Y, además, me vino de improviso una idea, absolutamente improbable
históricamente, pero que no pude rechazar (y que no puedo revelar aquí para no
estropear la sorpresa a los que aún no hayan leído La Cruz de los Ángeles),
pero que condicionó toda la trama posterior, la personalidad de este rey y de
todos los que con él se relacionasen, e, incluso, la historia del reino
asturiano tal como la contaba en mis novelas.
Posteriormente, al escribir y
publicar El Muladí, me ví en la obligación de relatar como el padre de Silo
había conocido a la musulmana que sería su madre, y le hice miembro de una
familia que saldría también en La Muralla Esmeralda (escrita después, pero que,
como relataba hechos sucedidos con anterioridad, se publicó antes que ella) y
que eran los descendientes de Julián, el amigo y cuñado de Pelayo. Y, como mis
antepasados proceden de la villa de Luanco, capital del concejo de Gozón, dí al
padre (imaginario) de Silo el título de conde de Gauzón. Lo que me llevó a
tener que reescribir esa parte de La Cruz de los Ángeles, que aún no se había
publicado. Y a, en El Muladí, no narrar explícitamente la situación citada
anteriormente, pero dar las pistas necesarias para que, cuando los lectores
leyesen la cruz de los Ángeles y tuviesen la impactante revelación, pudieran
decir: “¡Ah! ¡Claro!” o algo así.
En la aún no publicada La Estirpe
de los Reyes, mantengo todas las circunstancias que imaginé para Silo, aunque
aumentadas porque en esa novela hay varios nuevos personajes importantes con
los que se relaciona.
Y, cuando, abrumado por las dudas,
decidí hacer una nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, además de todas las
ampliaciones de las que ya hablé al tratar de los reyes anteriores, describir a
Silo como lo que, con toda probabilidad, fue: un noble gallego de mediana edad
que se casa con Adosinda porque ambos ven en ese matrimonio la única manera de
conseguir sus propósitos; en el caso de la hermana de Fruela, que su sobrino
Alfonso llegase a sentarse en el trono, y en el caso de Silo, que toda Galicia
se incorporase sin reticencias al reino asturiano. Ciertamente perdí romanticismo
y sorpresa, pero gané en rigor histórico y en verosimilitud. Pero, para que los
lectores puedan juzgar si el resultado ha sido adecuado, tendrán que esperar a
que se publique, y eso es algo que aún no sé si lo voy a hacer.
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