Como ya hemos visto, en Asturias visité los paisajes y encontré la inspiración necesaria para los capítulos de la infancia de Pelayo y los de su rebelión contra los musulmanes; pero quedaba una época importante de su vida, la que iba desde que su vida dejase de correr peligro a manos de Witiza hasta su posterior establecimiento en Asturias, que pertenecía a un mundo del que yo, hasta que comencé a documentarme para escribir, ignoraba casi todo: El mundo de los godos.
El primer paso no me llevó muy lejos, incluso no debería estar incluido en estas entradas, pero es aquí donde mejor encaja. Una visita al Museo Arqueológico, en Madris, concretamente a sus salas XXVII, XXVII y XXIX, me proporcionó algunos datos. No es mucho lo que hay o se conoce de la época del reino godo de Toledo, pero al igual que las actas de los concilios toledanos me dieron a conocer usos, costumbres y prelados, y me sugirieron nombres para algunos de mis protagonistas, en el Museo contemplé un mural en que se intentaba representar la vestimenta de un godo, oí hablar de las “basternas”, carruajes que se utilizaban en aquella época, y pude observar ablorios y prendas que luego están descritas en la novela, en especial las “fíbulas aquiliformes” con las que sujetaban sus mantos y cinturones.
También aquí contemplé, por primera vez, el “Tesoro de Guarrazar”, coronas votivas de los reyes visigodos. Me impresionó bastante y, por supuesto, lo introduje en mi novela, junto con una historia inventada, pero plausible, de cómo fue a parar al sitio en que, en 1858, fue desenterrado.
El siguiente paso fue acudir a la capital visigoda, Toledo. Apenas hay allí vestigios de esa época, perdidos entre los más ostensibles de la dominación romana y los posteriores medievales, salvo los guardados en el Museo de los Concilios, en la iglesia de san Román. Pero un paseo por sus calles, cuya distribución, posiblemente, sea aún similar a la que tuvo en esos años, es muy capaz de transportar a la mente de un escritor a los tiempos que quiere describir y ayudarle a imaginar las vicisitudes que ocurrieron. No quedan restos del palacio de sus reyes, pero sin duda no estuvo situado lejos de la parte más alta de la ciudad, en los alrededores del actual Alcázar. Allí lo situé en mi novela y desde allí bajó, en mi ficción, el rey Rodrigo a las riberas del Tajo para contemplar bañándose a la hija del conde Julián, de Ceuta, para poder narrar la leyenda de “La Cava”.
La catedral, si la hubo, o, al menos la iglesia más importante, debió ser la dedicada a Santa María, hoy desaparecida, pero emplazada cerca o en el mismo sitio de la actual catedral. Y, posiblemente, los judíos estarían concentrados, al igual que durante la dominación musulmana y la cristiana, en un barrio propio, probablemente el mismo, la actual judería.
No se conoce la localización de la iglesia de santa Leocadia, donde se celebraron la mayor parte de los concilios (no se corresponde con las varias que, bajo esa advocación, aún existen), pero los documentos escritos la sitúan extramuros y ahí es donde yo la he imaginado en mi novela.
Ya que he hablado de tesoros enterrados (el de Guarrazar), hay otra historia que también introduje en mi novela y a la que también le viene bien una explicación: El padre de mi esposa era originario de un pequeño pueblo extremeño, Berzocana, cerca de Guadalupe. Allí hemos ido en numerosas ocasiones y, alguna que otra vez, hemos aprovechado para visitar el monasterio. Volviendo hacia Madrid por la serranía de la Villuercas, por los tiempos en que estaba escribiendo mi novela, y contemplando esos paisajes, se me ocurrió introducir la leyenda de la imagen de la Virgen de Guadalupe, enterrada por unos fieles que huían desde Sevilla cuando la invasión musulmana y desenterrada años después. Eso me dio pie para llevar a mis protagonistas, el moribundo rey Rodrigo y su “espatario” Pelayo, desde la derrota del Guadalete hasta Mérida para contar la resistencia y posterior claudicación de esa ciudad ante los musulmanes (una de las pocas documentadas), la huída a través de la sierra de Francia, y la llegada, ya en el noroeste de Portugal, a Viseu, donde, según las crónicas, se encontraba la tumba del último rey godo. (y así narrar otra de las múltiples leyendas sobre él).
Puesto que hice mención de una imagen enterrada (la de Guadalupe), también narré brevemente la ocultación del Cristo de la Luz, en Toledo, por medio de Julián, el amigo de Pelayo; y si no lo hice también de la imagen de nuestra Señora de la Almudena, en las murallas de Madrid, fue porque ya no me quedaban más protagonistas a los que hacer intervenir en esos hechos.
Y para concluir y cerrar ya el capítulo de viajes (alguno se quedará oculto entre las teclas del ordenador), quise visitar el lugar de la batalla que supuso la pérdida de España. La del Guadalete. Pero aquí los historiadores no se ponen de acuerdo, ni siquiera en el nombre. Después de consultar libros y planos, decidí aceptar las tesis de Sánchez Albornoz y, aprovechando mi estancia veraniega en Andalucía, me fui hasta el río Guadalete, cerca de Arcos de la Frontera. Un lugar apropiado para aquella batalla que, según las crónicas, duró nueve días. Y así la descrbí.
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