Tanto en los libros de Sánchez Albornoz, como en las crónicas medievales asturianas, aprendí que la victoria de Pelayo sobre los musulmanes en Covadonga no significó el fin de la dominación islamista en Asturias. Aniquilado el cuerpo expedicionario enviado desde Córdoba por el emir Ambassa al mando del general Alqama con el fin de reducir a los rebeldes cristianos (estuviese formado por un inmenso ejército de 100.000 hombres, según las crónicas cristianas, o por un pequeño destacamento que debía castigar a 30 hambrientos rebeldes, según las musulmanas), la guarnición de Gigia, al mando de Munuza debió sentirse insegura y emprender la retirada, llevándose consigo el pobre botín conseguido en sus años de ocupación del territorio. Pero, alcanzados por los asturianos en algún sitio de la antigua calzada romana de la Mesa, fueron por fin derrotados definitivamente y expulsados del territorio.
Así que decidí abandonar mi primer proyecto de un “grande finale” en Covadonga y, a cambio, dar a mi novela una estructura cíclica, haciendo que comenzase con Pelayo de joven en algún sitio de ese camino, y terminando justamente en el mismo lugar con la última batalla, la victoria definitiva y la muerte del “villano”. Siempre podría nombrar al capítulo referente a Covadonga como el último, y escribir otro posterior como “epílogo”.
Recorrí un par de veces la “senda del oso”, entrando una vez y saliendo otra de Asturias por Puerto Ventana, en lugar de por Pajares o por la autovía, como hago habitualmente. Me detuve en varias ocasiones al lado de la carretera, hice fotos, tomé apuntes, vi sitios tan sugerentes para una emboscada como el desfiladero de “Piedras xuntas” y otros, y al fin me decidí por una zona boscosa cerca de Proaza. Allí iba a terminar mi novela, y allí debía comenzar. A la vuelta de uno de esos viajes me decidí, me imaginé a un Pelayo adolescente practicando sus habilidades bélicas con su amigo Julián, tomé el bolígrafo y comencé a escribir sin ningún esquema previo. Y, como tantas veces he contado, a partir de ese momento, los personajes parecieron tomar vida propia y eran ellos mismos los que me sugerían el camino que tenía que tomar en el siguiente párrafo.
Y así seguí, deteniéndome lo justo para consultar mis apuntes históricos o geográficos, hasta que terminé la historia..
Y, aunque no sea este el sitio que le corresponde, no puedo dejar de contar otra cosa. Un poco antes de que se publicase la novela, y por consejo de mis editores, escribí un capítulo previo para poner a los lectores en situación en que se narrase la muerte del padre de Pelayo a manos de Witiza. Así quedaría mucho más claro que con la narración de este hecho por parte del padre de Julián en el capítulo primero. Y ya que la novela no iba a terminar donde comenzaba y tenía que abandonar mi idea de una estructura cíclica, escribí un nuevo y breve capítulo narrando la entronización de Pelayo en Cangas y pude escribir la palabra “Fin”. Aunque no es con esta palabra con la que termina mi novela, que queda así con un “prólogo”, un “epílogo” y una “conclusión”, trucos que empleamos los escritores para hacer creer a los lectores que todo estaba perfectamente concebido y estructurado desde un principio.
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