15 de enero de 2011

LA CRUZ DE LOS ÁNGELES III – El rey Alfonso.

Alfonso se encuentra refugiado entre los parientes de su madre, en Álava, cuando un mensajero de la corte asturiana viene a ofrecerle la corona. Esta vez no hay problemas; la mayor parte de sus enemigos ya han muerto (Tanto los reales, en la historia, como los imaginarios, en la novela) y el reino asturiano, en situación precaria, busca desesperadamente alguien capacitado para unirlo, organizarlo, y hacer frente a la creciente amenaza de los musulmanes que, poco a poco, van uniéndose en torno a Abderrahmán.
La primera providencia de Alfonso, aún joven, pero ya lo suficientemente maduro como para tomar sus propias decisiones, es alejar la corte de Cangas, adónde la habían devuelto sus enemigos tras la muerte del rey Silo. El valle del Sella está apartado de Galicia, principal territorio de expansión del reino asturiano (Cantabria ya está unida indisolublemente a la corona desde los tiempos de Alfonso I) y también de las principales vías de comunicación con la meseta (En aquellos tiempos, principalmente, el puerto Ventana y la calzada romana de la Mesa) por las que pueden llegar los ejércitos musulmanes. Sin contar que la antigua capital era la base de sus principales opositores.
¿Y qué mejor lugar para establecer su sede que la colina en que había nacido? Oviedo, por su excelente situación central, había crecido desde el primitivo monasterio que, en tiempos de Fruela, había sido edificado por Máximo y Fromistano, y, con algo de esfuerzo, podía convertirse en la capital que Asturias necesitaba. Alfonso, con la ayuda de excelentes arquitectos (Tioda) y administradores (Froila del Portal), inicia un programa de construcciones religiosas (la catedral del Salvador), militares (las murallas) y civiles (la foncalada) que devuelven al reino asturiano “El esplendor del tiempo de los godos”.
Pero, cuando alguien levanta la cabeza, corre el riesgo de llamar la atención.

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