11 de enero de 2011

LA CRUZ DE LOS ÁNGELES II.- Intrigas cortesanas

La segunda parte de esta novela no tiene un protagonista definido como la que le antecede o la postrera. Tanto el impetuoso Fruela como el casto Alfonso tienen por sí mismos personalidad suficiente para llenar las páginas de una historia, por torpe que sea el que la cuente. Los reyes intermedios también podrían ser protagonistas, pero se requería una habilidad de la que, quizá, no dispongo, o un esfuerzo que, en su momento, no consideré pertinente realizar. Si en un futuro (cosa poco probable) me decido a realizar la idea que me ronda por la cabeza y reconvierto esta novela en tres, será el momento de comprobar si soy capaz de hacerlo de una manera interesante.
La existencia del reino de Asturias en estos años es complicada, con luchas por el trono, elecciones entre diferentes candidatos, sin una línea dinástica fuerte que se imponga…, territorio en que los “malos”, los “espías”, astutos y taimados, se mueven como pez en el agua, mientras que los “buenos”, inevitablemente más ingenuos, reciben todas las bofetadas. La novela no podía acabar así, pero al ser solo la fase intermedia, el resultado no es malo.
Tras la violenta muerte de Fruela I, y ante la falta de un sucesor natural (El futuro Alfonso II es un niño de corta edad), los nobles eligen como soberano a Aurelio, hijo de Fruela “el mayor” (el hermano menor de Alfonso I, tío por lo tanto del difunto homónimo suyo), el descendiente de mayor edad de Pedro de Cantabria (Como se verá, aunque no en esta novela, la auténtica cabeza de la dinastía de reyes asturianos). Los historiadores ven en esta elección un triunfo del partido “pro-godo”, manteniendo sus costumbres en cuanto al nombramiento del monarca. Durante este reinado Adosinda, la hermana de Fruela I, dedica todos sus esfuerzos a la protección de su sobrino Alfonso, demostrando que es capaz de enfrentarse a las intrigas y conjuras con decisión e inteligencia, y se casa con Silo. ¿Silo? ¿Y de dónde sale éste? Pues, ante la falta de datos de las crónicas, que solo dejan entrever, y eso no claramente, que su madre era musulmana, le hago hijo del imaginario conde Rodulfo y de una cautiva, aunque nada es absolutamente seguro en aquellos inciertos tiempos.
Tras la muerte (natural, qué poco novelesco, aunque el autor siempre puede cambiar un poco las cosas) de Aurelio, resulta ser Silo el elegido para reinar en Asturias. Y de nuevo ven los historiadores un triunfo de la facción asturianista y sus principios matriarcales. (En los tiempos de mi juventud, ya muy lejanos, conocí casos en familiares que vivían en zonas apartadas, de que la hija mayor se casaba “pa en casa”, heredando la casería, mientras que el primogénito varón iba a buscar esposa y tierras fuera del hogar paterno) esas costumbre ancestrales son las que hacen que, en mi primera novela, “Pelayo, rey”, el noble godo sea aceptado como líder por los astures tras su matrimonio con la hija de un jefe tribal, y en la segunda, “La muralla esmeralda” (Sigo esperando poder publicarla dentro de un par de meses, ya daré noticias), Hermesinda, la hija de Pelayo, entrega su mano y el trono al venido de fuera Alfonso, hijo de duque de Cantabria. De esa misma manera, Adosinda, hija de Alfonso I y nieta de Pelayo, al casarse con Silo, le legitima para aspirar al trono.
El reinado de Silo y Adosinda (En una colección de láminas medievales sobre los reyes asturianos se les retrata juntos, único caso en que una reina figura al lado de su esposo) es un serio revés para “los malos” (en mi ficción), que no debieron hacerle la vida fácil, pues los jóvenes monarcas trasladan la corte a Pravia, bien para alejarse de Cangas, dominada por la facción pro-goda, bien para estar más cerca de las tierras gallegas, territorio por el que se expande el reino asturiano y fuente permanente de conflictos. Allí, en la corte praviana, el adolescente Alfonso realiza las funciones de “Mayordomo de palacio”, cargo equivalente a un primer ministro, sin las connotaciones de servicio que tiene actualmente, y es preparado por sus tíos para que un día acceda al trono que perteneció a su padre y a su abuelo, y que instauró su bisabuelo Pelayo, consolidando así una dinastía patrilineal, al estilo de la que están surgiendo en Europa en esos años. (¡Pero Alfonso decidió pasar a la historia con el sobrenombre de “el Casto”!).
Al morir Silo, Adosinda hace que los fieles de palacio elijan a Alfonso como rey, pero sus enemigos guardaban un as en la manga. Quedaba aún por ahí un hijo de Alfonso I, Mauregato, y, aunque bastardo, es elegido por el resto de los nobles. (La tradición le hace hijo de una cautiva musulmana, y ahí entran los hábiles y taimados “espias y traidores”, que circulan por las páginas de la novela, para conseguir hacerle trunfar). Alfonso tiene que huir a refugiarse con los parientes de su madre, los vascones, y su tia Adosinda es obligada a profesar en un convento (eso es lo que nos cuentan las crónicas, por lo que debe ser cierto. Además el famoso Beato de Liébana estuvo allí en ese momento).
La tradición hace a Mauregato un rey falso y vil, y así lo he retratado yo (cargando las tintas). El tributo de “las cien doncellas”, que se le atribuye, es posiblemente falso, pero novelesco y, por tanto, lo he utilizado. Y, al final, como no, el “malo” muere sin sacar provecho a sus vilezas y el “bueno” consigue la corona. ¿Tan pronto? ¿No habría que hacerlo esperar un poco más? Afortunadamente, la historia acude en socorro del novelista y encuentra otro candidato. Fruela “el mayor” tenía otro hijo aparte de Aurelio; Bermudo, que, poco proclive a los fastos cortesanos había tomado los hábitos y estaba en algún convento dedicado a sus rezos. Allí fueron a buscarle los enemigos de Alfonso, a los que se les estaban acabando los candidatos y le proclamaron rey, a lo que parece, contra sus deseos.
Entretanto Alfonso seguía oculto en tierras vascas y, para que no nos olvidemos de él, le presento escuchando la historia de Bernardo del Carpio y la batalla de Roncesvalles, lo que me cusa unos inmensos problemas de fechas que, para no prolongar más este “ladrillo”, dejaré para la siguiente entrada.
Poco duró el reinado de Bermudo I “el diácono”. A la primera ocasión que tuvo que ir a guerrear contra los musulmanes, se encontró asustado en medio de la batalla y debió pensar, contemplando la lucha en su derredor: (“¿Qué hace un monje como tu en un sitio como este?”) Y, tras la inevitable derrota, recordó súbitamente que había sido ordenado (cuentan las crónicas) y que no era apto para el trono y tomó su mejor decisión: - “¡Que busquen a Alfonso!” – gritó.
Entretanto, en la mayor parte de España, la sometida a los musulmanes, (También lo cuento, no vayan a creer que me olvido de ellos), Abderrahmán I, el Omeya creador del Emirato independiente, luchaba contra los anteriores gobernadores, que no se resignaban a cederle el poder, contra los kelbíes que le reprochaban su apoyo a los qaysíes, contra los enviados de los califas abbasidas y contra los bereberes dispuestos siempre a rebelarse contra quien fuera, por lo que no tenía (afortunadamente) tiempo para preocuparse de los cristianos de Asturias salvo alguna acción esporádica como la relatada de Bermudo.
Pero todo esto iba a cambiar.

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