Todo héroe que se precie tiene una amada por la que es capaz de las mayores aventuras. Bueno, no todos. En los libros de aventuras con los que, en mi niñez, comencé a explorar el maravilloso mundo de la literatura, hay personajes que, bien por su carácter misógino (Athos), por su despego del mundo debido a desgracias o desilusiones (el capitán Nemo, el conde de Montecristo, aunque este último con reservas), o porque no pueden estar junto a su amada por unas u otras razones, todas achacables al sadismo de los autores (D’Artagnan con Constance y con, entre líneas, Ana de Austria), no tienen como motivo de sus aventuras conseguir a la mujer amada. Mucho más románticas son las peripecias de Sandokán para vencer los obstáculos que le separan de lady Mariana Gullonk, “la perla de Labuán”, o del Corsario Negro y su amor imposible por Honorata de Wan Guld. Y no podemos olvidarnos del Cid y doña Jimena, de don Quijote y Dulcinea ni de tantos otros ejemplos.
Don Pelayo, al igual que el Cid, es un personaje real (aunque haya historiadores que lo nieguen), y real es el nombre de su amada (aunque sobre esto haya aún menos consenso): Según el cronista Ambrosio de Morales escribe en el año 1572, en la iglesia de Santa Eulalia de Abamia existía un cenotafio con los restos de Pelayo y otro con los de: “la reina Gaudiosa, esposa del rey Pelayo”. Parece ser que ambos fueron trasladados a Covadonga y enterrados junto con los de la hermana de Pelayo, Adosinda (Algunos autores cofunden el nombre de la hermana de Pelayo con el de su hija, Hermesinda), según reza en una urna existente en la Santa Cueva (y esto es aún más dudoso).
Bien, tenía el nombre de la esposa de Pelayo y nada más. Esto no dejaba de ser una suerte, porque podía dejar volar mi imaginación. Ya expliqué en la entrada anterior que, el hacer al compañero de mi protagonista miembro del grupo de los hispano-rromanos me permitió describir a estos y dar una explicación de su implicación junto a los godos (antes sus opresores) en la empresa de la Reconquista. Había otro grupo étnico cuya importancia fue capital, y cuyos motivos para unirse a la aventura pelagiana son aún menos obvios y han causado más polémica entre los historiadores: los astures. Aproveché la ocasión, hice a Gaudiosa (sin ningún otro motivo) hija de un jefe astur en cuyos dominios se refugia Pelayo debido a la inquina del duque Witiza y ya estaba todo preparado para que esa unión entre godos, hispanos y astures se debiera, en vez de a las diferentes razones sociopolíticas que manejan los historiadores, a lo que, en mis presentaciones de la novela defino como los dos grandes motores que hacen moverse a los seres humanos: “el amor (Gaudiosa) y la amistad (Julián)”.
Hecho esto, había que dar una personalidad a la joven, y, como con los anteriores personajes, fue creciendo sin demasiada intervención consciente por mi parte, y a la vez que el personaje discurría por las páginas de mi novela. Desde su primera aparición, aún niña, cuando Pelayo llega por primera vez a las apartadas tierras de los astures, ya Gaudiosa va mostrando su carácter. Cercana a la Naturaleza, en íntimo contacto con el mundo vegetal (flores) y animal (pájaros), como corresponde al ambiente en que vive, aunque la conversión al cristianismo de la tribu (ocurrida un tiempo atrás) hace que haya perdido parte de su identificación con ella, ganando, en cambio, una especial devoción hacia la Virgen. (y, entre líneas, se puede descubrir una cierta identificación, que, sin duda, ocurrió en muchos de esos pueblos paganos, de la Virgen María con la diosa madre adorada desde tiempo inmemorial)
Gaudiosa es fuerte, como corresponde a una mujer de su tribu y de su tiempo, cuando más que, adoptada por el autor la teoría de una trasmisión del poder matrilineal (no es absolutamente cierto, pero tampoco descabellado, pensar que esa era la costumbre de las tribus astures; incluso hace pocos años, en la juventud del autor, éste conoció casos en que la casería pasaba a la hija mayor -casada para “en casa”- y su marido venido de fuera, mientras que los hijos buscaban mujer en otras caserías o trabajo en la ciudad), nuestra protagonista era consciente de que era la depositaria de la autoridad futura de la tribu. Y cuando es necesario, sabe hacer valer esa autoridad.
Y, por último, al igual que su amado, Gaudiosa es consciente de que sus actos están dirigidos por un Destino. Y, con aún mayor fuerza que aquella con la que Pelayo siente que es el elegido para defender Hispania frente a los invasores musulmanes, Gaudiosa está segura de que su vida, por difícil que parezca en algunos momentos, está unida a la del godo y que ambos, juntos, serán capaces de conseguir sus objetivos. Así sabe preparar el terreno para que los astures se unan a Pelayo, y sabe, después, quedarse en segundo plano mientras su marido encabeza la rebelión. En segundo plano, pero no detrás, porque en Gaudiosa encuentra su fuerza Pelayo y los dos juntos, como si formasen (así es, en efecto) una sola persona, son capaces de triunfar en aquello que se propongan.
Y con esto no desvelo el final de la novela, porque todos lo conocemos.
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