Durante estos últimos años intenté en numerosas veces retomar el tema de la que más me ilusionaba de mis novelas inconclusas: “Boanerges”, la que iba a ser una ficción sobre la vida del Apóstol Santiago, pero siempre había algo que me detenía.
En el 2.007 había conseguido acabar la parte que transcurre en Palestina. Ya estaba completa, y los personajes secundarios (Herodes Antipas, Herodes Agripa...) habían conseguido su personalidad y cumplido con su misión. Entonces surgió un nuevo problema...el que tenía que tomar protagonismo era el propio Santiago, pues me había extendido mucho, quizás demasiado, con el resto. Acerca del apóstol me encontré con un nuevo problema. En todo momento le había denominado “Santiago”, como se le conoce habitualmente. Pero en la escena del encuentro con Juan en su vuelta a casa, no me imagino a su hermano llamándole “¡Santiago!”, esto es “¡San Yago!” en castellano, “¡Sant Jacopus!” en latín o “¡San Jacob!” en hebreo. Tras dar muchas vueltas, decidí emplear el nombre hebreo de Jacob, (Y lo mismo para el “otro” Santiago que aparece en la novela), aunque manteniendo para los demás personajes el nombre castellanizado (María, Juan, Pedro...) por no hacerles demasiado extraños para el lector. Aunque la solución no me gustó. Eché de menos la sonoridad de “¡Santiago!”; y “Jacob” suena tan poco español... (Si se me ocurre otra solución, la utilizaré).
Aunque había más problemas; la época del año en la que encuentro tiempo para mis aficiones literarias es la de las vacaciones estivales; y escribir sobre la verde y húmeda Galicia, aquí, con el sol, el calor y el tranquilo Mediterráneo rodeándome se me hace difícil. Decidí que tendría que programar un viaje a Santiago y a Finisterre para inspirarme. Pero antes de eso, otra circunstancia relegó a “Boanerges” a un segundo plano (Una vez más).
En el año 2.008 mi hijo Pablo me pidió un favor (Y a la vez me proporcionó una gran satisfacción). Como profesor de la Universidad Camilo José Cela, dentro de la facultad de “Ciencias del deporte”, le habían ofrecido impartir las clases de la asignatura “Historia de los Juegos Olímpicos”; pero como tenía poco tiempo disponible, había solicitado permiso para que fuese yo quien diese la parte teórica de la asignatura, reservándose él la práctica (Exposiciones, trabajos, etc.). Me hizo mucha ilusión, aunque ocupó mi tiempo libre y, como dije antes, me obligó a postergar mi trabajo en “Boanerges”, y no solo por la falta de tiempo.
Al prepararme para las clases sobre la “Historia de los Juegos Olímpicos”, me llamó la atención un dato interesante: Según el Comité Olímpico Español, la primera medalla olímpica conseguida por un deportista español fue la de Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de Asturias, en los II Juegos, en París 1.900. Pero el Comité Olímpico internacional no la reconoce. La razón no es secreta: los II juegos Olímpicos fueron un desastre total, se prolongaron durante seis meses, hubo muchas pruebas en la que ni los mismos participantes sabían si pertenecían a los Juegos Olímpicos o no, pues formaban parte de la Exposición Universal. En fin, que la recopilación oficial del C.O.I. ha sido un tanto subjetiva y parcial. Naturalmente, esa explicación no satisface la imaginación desbocada de un escritor. Rápidamente esbocé un argumento en el que el juez encargado de registrar la competición en realidad pertenecía a una sociedad secreta (quizá, descendiente de los templarios) y estaba en posesión de un secreto (¿La localización de su famoso tesoro?) por lo que es asesinado antes de que pueda llegar al COI con los resultados. Aunque los asesinos (miembros de otra sociedad secreta) no consiguen su objetivo de apoderarse del documento, porque este viaja en el bolsillo de la chaqueta de Pedro Pidal.
Hasta aquí el prólogo, situado en 1.900. Aunque la novela discurre en la época actual, cuando unos estudiantes, para su tesis, deciden investigar el por qué de esa diferencia entre COE y COI, viajando por Lausanne, París y acabando en el Naranjo de Bulnes, no solo por la influencia de mis raíces asturianas, sino porque dicho Pedro Pidal, cuatro años después de París, fue el primero que subió hasta su cima.
Casualmente tengo en el colegio unos alumnos que se apellidan Pidal, y, cuando hablé con su padre, Luis, (Otro de los componentes de nuestro grupo de teatro) descubrí que, aunque no descendían del marqués de Villaviciosa, si lo hacían de su tío, Luis Pidal, primer marqués de Pidal. No solo eso, sino que Luis, amablemente, me proporcionó un libro sobre su antepasado (“En el reino de los rebecos”, Joaquín Fernández, ediciones Nóbel) que me hizo saber gran cantidad de datos interesantes sobre la vida del marqués de Villaviciosa y que me fueron de gran utilidad.
Así que cuando, concluidas las clases, dispuse otra vez de tiempo libre, me puse manos a la obra para escribir esta nueva novela. Lo siento por Boanerges, una vez más postergado. Pero como le dijo el Señor, “los últimos serán los primeros”(Aunque eso solo es en el Reino de los Cielos, ¿no?)
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