7 de julio de 2011

Estatuas de reyes III, Plaza de Oriente. Ramiro I

Después de recorrer, con la escasa fortuna relatada en la entrada anterior, el paseo de Argentina del Retiro, me dirigí hacia la Plaza de Oriente en busca de más estatuas de los reyes mencionados en mis novelas. Pero, mientras hacemos el camino, voy contar una curiosidad que se me había ocurrido, de niño, acerca de esa plaza y del Palacio Real, y que, quizá, también le haya ocurrido a algunos de mis lectores.
El Palacio Real de Madrid, ordenado edificar por Felipe V de Borbón en 1738, en el lugar que ocupaba el anterior palacio destruido por un incendio en 1734, también recibe el nombre popular de Palacio de Oriente. Al menos, así lo escuché denominar en mi niñez y, como dije, quizá también a alguno de mis lectores le haya ocurrido lo mismo. Pero aquí hay un contrasentido.
Si contemplamos un plano de Madrid vemos, con toda claridad, que tanto el Palacio como la Plaza están en la parte más occidental de la ciudad. Más allá quedarían solamente el río Manzanares y la Casa de Campo (bueno, y todos los barrios por medio de los cuales Madrid ha ido creciendo en esa dirección, pero esos son bastante más modernos), mientras que hacia el Este quedaría toda la ciudad antigua, la Plaza Mayor, la Puerta del Sol y los primeros ensanches de la Castellana, Recoletos y el Prado, el Retiro…etc. Entonces, ¿Por qué esos nombres de Palacio de Oriente y Plaza de Oriente?
La solución es obvia; y seguro que para mis lectores también lo ha sido, pero yo tardé un tiempo en caer en ella y cuando lo hice me sentí muy orgullosos de haber llegado a esa deducción (recordemos que yo era un niño en ese momento, aunque a veces sigo siendo igual de simple que entonces): Dentro del entorno del Palacio, la Plaza está al Oriente del mismo (A Occcidente quedaría el llamado “Campo del Moro”), de aquí su nombre: “Plaza de Oriente”. Y cuando, a base de usarlo, “Oriente” dejó de ser una indicación geográfica para convertirse en un nombre propio, el “Palacio de la Plaza de Oriente” pasó a ser, en alguna de sus denominaciones, el “Palacio de Oriente”.
Bien, esta disquisición sin importancia ha servido para darnos tiempo a llegar hasta la Plaza, meter el coche en el parking que hay debajo de ella y salir por la escalera que da al “café de Oriente” (Muchos “orientes” en esta entrada, ¿no?), justo en el lado sur de la plaza.
Y ahí, en la fila de estatuas que flanquean la plaza por ese lado, ya la primera me transportó a la historia de mis novelas. (Luego, casi todas las demás, pero como me he extendido demasiado en los prolegómenos, nos conformaremos por hoy con la que he reproducido al principio de esta entrada)
Ramiro I de Asturias nació en el año 790, hijo de Bermudo I, “el diácono”, décimo rey de Asturias. Recordemos la serie (aunque no todos los historiadores están de acuerdo en el título de rey para el propio Pelayo o para su hijo Favila):
1º.- Pelayo. 2º.- Su hijo Favila. 3º.- El yerno de Pelayo, Alfonso I. 4º.- El hijo de Alfonso I, Fruela I “el justiciero”. 5ª.- Aurelio, hijo del hermano de Alfonso I, Fruela el mayor. (Alfonso I y Fruela el mayor eran hijos del duque de Cantabria, Pedro, y, posiblemente, descendientes del rey godo Chindasvinto). 6ª.- Silo, por su matrimonio con la hija de Alfonso I, Hermesinda). 7º.- El hijo natural de Alfonso I, Mauregato. 8º.- Bermudo I, “el diácono”, hermano de Aurelio e hijo, por tanto, de Fruela el Mayor. 9º.- El hijo de Fruela I, Alfonso II, “El casto”. 10º.- Ramiro I, hijo de Bermudo I.
Ramiro fue coronado en el año 842 (a los 52 años), tras la muerte de Alfonso II “el casto”, (del que era primo segundo), aunque para ello tuvo que derrotar en la batalla de Cornellana al otro aspirante, Nepociano, cuñado del monarca anterior. Murió en el año 850 y en los ocho años de gobierno, aparte de poner orden en el reino y en la iglesia, ordenó construir los monumentos del Naranco (Santa María y San Miguel de Lillo) dando origen al estilo que se llamó, en su honor, “ramirense”.
A pesar de su importancia, Ramiro I no tiene un papel destacado en mis novelas y ya expliqué varias veces por qué. Su figura está perfectamente retratada en la excelente novela de Fulgencio Argüelles, “Los clamores de la Tierra” y yo he querido respetarla no incidiendo en ella en el transcurso de mi serie. Pero sí es cierto que hay un momento, en los últimos años del largo reinado de Alfonso II el casto, en que ocurrirán los desconocidos hechos que motivaron que, a la muerte del rey Casto, tanto el citado Ramiro, como el cuñado de Alfonso, Nepociano, se disputasen la corona. Ambos eran hombres ya maduros, por lo que habrían tenido ocasión de ser protagonistas de situaciones que, quizá, darían pie a otra novela que, quizá, situada entre la cuarta (La Cruz de los Ángeles) y la quinta (La Cruz de la Victoria), escriba próximamente.
Y ya que hablamos de La Cruz de la Victoria, aunque centrada en Alfonso III y, en menor medida, en su padre, Ordoño I, en los primeros capítulos aparece, aunque tangencialmente, Ramiro I, el padre y antecesor de Ordoño y abuelo del tercer Alfonso, con lo que, aún respetando la novela de Argüelles, sí que dedico, lo mismo que al esto de reyes asturianos, algunas líneas al severo Ramiro I (“Vara de la Justicia”, le llamaron sus contemporáneos, y esa vara es la que porta en su mano la estatua que le representa).

1 comentario:

  1. Puede parecer extraño que hable de una estatua y que esta no aparezca en la entrada. El motivo es que estoy de vacaciones y mi conexión inalámbrica a internet no es suficiente para subir imágenes. (Imagino que esa sea la causa, porque en la anterior entrada, editada desde madrid, ni hubo ningún problema; así que mi proverbial inutilidad cuando de internet se trata no es la culpable esta vez, aunque nunca se sabe...)

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