Como dijimos en la entrada anterior, Alfonso III se dedica, con éxito, a consolidar y aumentar su reino, pero esa misma dedicación exhaustiva le distrae de sus obligaciones hacia su mujer, Jimena, hija del rey de Navarra, y sus hijos. (Esto pertenece a la imaginación del autor, pero es lógico y coherente con la trama de la novela) Y estas complicaciones familiares influirán, pasado el tiempo, en la propia historia del reino asturiano.
Pero, de momento, Alfonso tenía que enfrentarse al mayor ejército que, hasta ese momento, habían enviado los musulmanes con la intención de saquear las tierras cristianas. Los soldados cordobeses del emir Mohamed, al mando de su hijo, el príncipe Al Mundir, habían asolado las tierras aragonesas de los descendientes de Musa para después llegar a tiro de piedra de León. Allí, en las llanuras de Polvoraria consiguieron los cristianos la mayor victoria lograda hasta la fecha, y Alfonso III pudo ufanarse de ser el primer monarca cristiano en derrotar a los poderosos ejércitos musulmanes en campo abierto, lejos de la protección de sus montañas.
Tras la victoria, una sorprendente petición de tregua por parte del emir cordobés:
Mohamed, amenazado por tres rebeliones de muladíes (Los Banu Musa en el valle del Ebro, Ibn Merwan en Mérida y Omar ibn Hafsun en Andalucía) necesitaba tener las manos libres para enfrentarlas, y Alfonso quería dedicar sus energía a repoblar y fortificar los territorios conquistados. Y, de paso, organizar una red de alianzas matrimoniales entre sus hijos y allegados, los herederos del trono de Navarra, los aspirantes al mismo, los herederos del conde de Aragón, etc., de manera que todo quedase bajo su control. (O, al menos, eso era lo que él creía.)
Y, cuando sus obligaciones se lo permitían (O, incluso, a veces descuidándolas), el rey Alfonso se dedicaba a recopilar lo que conocía sobre la historia del reino asturiano, para redactar las crónicas que son su mejor legado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario