9 de febrero de 2018

Génesis de mis novelas IV

En cuanto a intentar solucionar los problemas de los que he hablado en la entrada anterior, dejé de lado los libros segundo y tercero (La Muralla esmeralda y El Muladí), por entender que eran productos terminados y que, si no conseguían llegar al nivel que yo hubiera deseado, era porque las historias que en ellos contaba (pertenecientes, en su mayor parte a mi imaginación) no daban más de sí; o yo no había sido capaz de elaborarlas de un modo suficientemente atractivo.
Otro era el problema de La Cruz de los Ángeles, el que había sido el segundo en su concepción y redacción, y que, antes de su publicación, había sufrido numerosas variaciones debido a lo que se iba contando en los otros libros en los que sucedían hechos anteriores, y que, por ese mismo motivo, verían la luz antes que él. Esta novela requería un tratamiento que, si no lo hacía equiparable a Pelayo, rey, si le diese una extensión y un nivel que no desdijesen demasiado de la obra que fue el comienzo de todo. Para ello me dediqué a una tarea que no estoy seguro de que sea del todo correcto hacer: modificar o, en parte, reescribir un libro ya publicado.
Lo primero era aumentar las páginas dedicadas a Alfonso II “el casto” para que, aún manteniendo la estructura del libro, en especial la parte dedicada a su padre Fruela, se notase que él era el auténtico protagonista de la historia. Para eso utilicé principalmente la leyenda del “Arca santa”, que había pasado por alto en la primera redacción, e igualmente procuré dedicarle más atención (y más párrafos) en todos los capítulos que se referían a él. Para eso me ayudó en gran manera los datos que había utilizado en mi próxima novela, La Estirpe de los reyes, que espero se publique próximamente.
Lo segundo era darle al libro una estructura propia, sin que pareciera simplemente un tomo más de la serie; eso lo conseguí quitando importancia (sin por eso dejar de utilizarlos) a los personajes imaginarios de los condes de Gauzón, que personificaban el lazo de unión de todos los libros. Y, sobre todo, eliminando las múltiples referencias en notas al pie que nos remitían a lo narrado en los anteriores.
Y, por último (esto es lo más complicado de explicar sin desvelar sorpresas a los que aún no hayan leído el volumen ya publicado con ese nombre), rehacer por completo el personaje del rey Silo, tío político y tutor de Alfonso II, al que le había dado una filiación completamente imaginaria y hecho miembro de esa familia de los condes de Gauzón como el joven hermanastro menor de uno de ellos, de una edad aproximada a la de la reina Adosinda, la hija de Alfonso I y su futura esposa. En cambio, en esta nueva redacción le di la personalidad, más comúnmente aceptada por los historiadores, de un noble gallego de mediana edad, y en cuyo matrimonio con Adosinda intervino la coveniencia política del momento.
Hecho esto (y no sin trabajo), quedó un libro, quizá más serio, quizá menos impactante, pero más acorde con la realidad histórica (como he intentado que fuesen todos los que he escrito, hasta que las tramas inventadas se me iban de las manos) y, sobretodo, de un nivel mayor que la redacción anterior.

Y ahora, ¿qué hacer? ¿Intentar editarlo con el mismo nombre? ¿Hacerlo con otro, abandonando lo que me parecía uno de sus atractivos y su justificación? La primera opción me parecía un engaño para los que ya hubiesen comprado y leído la edición ya publicada y que viesen que se ponía a la venta una mejor que la que ellos habían adquirido. La segunda podría significar lo mismo para los que la comprasen y comprobasen que más de la mitad del libro era similar a lo que ya tenían. No tengo claro la actuación a seguir, pero no quisiera desperdiciar una labor que me ha llevado más de un año y cuyo resultado, al menos así lo creo, ha sido satisfactorio. De momento esperaré a que alguna editorial se interese por él y que sean ellos los que me aconsejen cómo publicarlo.

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