En cuanto
a intentar solucionar los problemas de los que he hablado en la entrada
anterior, dejé de lado los libros segundo y tercero (La Muralla esmeralda y El
Muladí), por entender que eran productos terminados y que, si no conseguían
llegar al nivel que yo hubiera deseado, era porque las historias que en ellos
contaba (pertenecientes, en su mayor parte a mi imaginación) no daban más de sí;
o yo no había sido capaz de elaborarlas de un modo suficientemente atractivo.
Otro era
el problema de La Cruz de los Ángeles, el que había sido el segundo en su
concepción y redacción, y que, antes de su publicación, había sufrido numerosas
variaciones debido a lo que se iba contando en los otros libros en los que
sucedían hechos anteriores, y que, por ese mismo motivo, verían la luz antes que
él. Esta novela requería un tratamiento que, si no lo hacía equiparable a Pelayo,
rey, si le diese una extensión y un nivel que no desdijesen demasiado de la
obra que fue el comienzo de todo. Para ello me dediqué a una tarea que no estoy
seguro de que sea del todo correcto hacer: modificar o, en parte, reescribir un
libro ya publicado.
Lo
primero era aumentar las páginas dedicadas a Alfonso II “el casto” para que, aún
manteniendo la estructura del libro, en especial la parte dedicada a su padre
Fruela, se notase que él era el auténtico protagonista de la historia. Para eso
utilicé principalmente la leyenda del “Arca santa”, que había pasado por alto
en la primera redacción, e igualmente procuré dedicarle más atención (y más párrafos)
en todos los capítulos que se referían a él. Para eso me ayudó en gran manera
los datos que había utilizado en mi próxima novela, La Estirpe de los reyes,
que espero se publique próximamente.
Lo
segundo era darle al libro una estructura propia, sin que pareciera simplemente
un tomo más de la serie; eso lo conseguí quitando importancia (sin por eso
dejar de utilizarlos) a los personajes imaginarios de los condes de Gauzón, que
personificaban el lazo de unión de todos los libros. Y, sobre todo, eliminando las
múltiples referencias en notas al pie que nos remitían a lo narrado en los
anteriores.
Y, por último
(esto es lo más complicado de explicar sin desvelar sorpresas a los que aún no
hayan leído el volumen ya publicado con ese nombre), rehacer por completo el
personaje del rey Silo, tío político y tutor de Alfonso II, al que le había
dado una filiación completamente imaginaria y hecho miembro de esa familia de
los condes de Gauzón como el joven hermanastro menor de uno de ellos, de una
edad aproximada a la de la reina Adosinda, la hija de Alfonso I y su futura
esposa. En cambio, en esta nueva redacción le di la personalidad, más comúnmente
aceptada por los historiadores, de un noble gallego de mediana edad, y en cuyo
matrimonio con Adosinda intervino la coveniencia política del momento.
Hecho
esto (y no sin trabajo), quedó un libro, quizá más serio, quizá menos
impactante, pero más acorde con la realidad histórica (como he intentado que
fuesen todos los que he escrito, hasta que las tramas inventadas se me iban de las
manos) y, sobretodo, de un nivel mayor que la redacción anterior.
Y ahora,
¿qué hacer? ¿Intentar editarlo con el mismo nombre? ¿Hacerlo con otro,
abandonando lo que me parecía uno de sus atractivos y su justificación? La primera
opción me parecía un engaño para los que ya hubiesen comprado y leído la edición
ya publicada y que viesen que se ponía a la venta una mejor que la que ellos
habían adquirido. La segunda podría significar lo mismo para los que la
comprasen y comprobasen que más de la mitad del libro era similar a lo que ya
tenían. No tengo claro la actuación a seguir, pero no quisiera desperdiciar una
labor que me ha llevado más de un año y cuyo resultado, al menos así lo creo,
ha sido satisfactorio. De momento esperaré a que alguna editorial se interese
por él y que sean ellos los que me aconsejen cómo publicarlo.
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