8 de enero de 2018

Preparando próximas publicaciones. Génesis de mis novelas.

Intentaremos cumplir los buenos propósitos para este año nuevo:

Como me propuse, a falta de noticias sobre las próximas publicaciones (que las habrá, y pronto, espero), vamos a ir comentando el cómo y el por qué de algunas decisiones que he tomado.
La primera de todo y, quizá, la más incomprensible, es hacer una nueva redacción de La Cruz de los Ángeles. ¿A qué puede deberse esto, que, quizá, no sea del agrado de aquellos de mis lectores que ya la tengan y a los que no quisiera, por ningún motivo, disgustar?
Para comprenderlo, debo explicar lo más brevemente que pueda, la génesis de la serie de novelas basadas en los inicios de la Reconquista (o del Reino de Asturias, lo que, en aquellos años, era realmente lo mismo).
La primera, por supuesto, Pelayo, rey, que es un relato, bastante novelado, sobre la vida del héroe asturiano, desde su juventud, hasta que derrota a los musulmanes, los expulsa del territotio asturiano, y es proclamado rey. Esta novela fue editada, en su momento, por Imágica ediciones, y tuvo, en i opinión, una buena aceptación por parte de los lectores.
Ante esto, pensé en convertirla en una trilogía, inspirada en tres de las joyas que se exponen en la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo (La novela iba a tener, en un principio, el nombre de La Cruz de la Victoria, pues la leyenda asegura –sin que eso quiera decir que sea cierto- que el ánima de roble de dicha cruz es la que portó don Pelayo en la batalla de Covadonga): La Cruz de la Victoria; La Cruz de los Ángeles (sobre el reinado de Alfonso II, “el casto”, durante el cual se labró dicha joya; y la Caja de las Ágatas, sobre el reinado del que algunos consideran el último rey asturiano, Alfonso III, “ el Magno” (aunque esta joya fue donada a la catedral por su hijo Fruela II, y ya veremos como éste sí que fue en realidad, o quizá no, el último rey de Asturias).
Me puse a ello, y, al documentarme, me pareció que debía de tratar también el reinado del padre de Alfonso II, Fruela I (una personalidad enormemente atrayente y novelesca), al que los historiadores posteriores denominaron, según fueran sus simpatías, “el cruel” o “el justiciero”. Por lo que La Cruz de los Ángeles se organizó en tres partes: la primera sobre el reinado de Fruela, aprovechando lo que este monarca ofrecía respecto a una trama interesante; la segunda sobre los reyes que le sucedieron, Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo I, “el diácono”, relatando las intrigas que a ello dieron lugar (algunas ciertas y otras inventadas); y la tercera sobre la propia vida del Alfonso II y la creación de la joya que justificaba el nombre del libro. Debo reconocer que me fue fácil y en poco tiempo lo tuve terminado. Pero, acerca de la filiación del rey Silo, del que poco se sabe con certeza, aparte de la enigmática afirmación de los cronistas de que: “en su tiempo hubo paz con los musulmanes por causa de su madre”, y de la obsesión por la castidad del rey Alfonso II, me inventé unas razones de todo punto improbables, pero que me parecieron (y me parecen) que podrían tener un gran impacto novelesco.
Acabada esta novela, que salió de mi pluma (o del teclado de mi ordenador) con bastante fluidez, inicié La Caja de las Ágatas, de la que, de momento, no tocaré en profundidad, dado que tendremos que hablar de ella un poco más adelante. Solo decir que me costó bastante, me atasqué, y al final le dí una conclusión un tanto forzada.
Entretanto se había publicado la primera con el título que ya conocen mis lectores de “Pelayo, rey”, lo que echaba por tierra mi idea de la trilogía basada en las tres joyas mencionadas. Además, caí en la cuenta que estaba narrando (de forma novelada, por supuesto) la historia de Asturias y me había saltado los reinados de Favila (breve y desconocido) y, sobre todo, el del yerno de Pelayo, Alfonso I, hijo del duque Pedro de Cantabria, de gran importancia porque unió estas dos regiones, consolidó la monarquía, y, en fin, comenzó realmente la reconquista iniciando las incursiones por los territorios sometidos a los musulmanes. Y, por otro lado, ya que las informaciones de esos años sobre el reino asturiano eran escasas y, sin embargo, había muchos y muy interesantes datos sobre los territorios dominados por los musulmanes, decidí hacer protagonista de la novela a un joven habitante de la meseta, cuyo padre se había convertido al Islam, y cuya prometida, por el contrario, mantenía la religión cristiana, lo que me dio pie para llevar al uno a participar en las luchas entre árabes y bereberes, entre árabes qaysíes y árabes kelbíes y entre los árabes establecidos en la península dede los tiempos de la invasión (los “baladíes” esto es “los antiguos”) y los que llegaron en esos años con Balch ibn Bisr (los “sirios”, llamados así porque eran miembros del ejército que, desde esa provincia, envió el califa Hixem a sofocar la rebelión de los bereberes norteafricanos y que, a la postre, terminaron llegando a la península Ibérica); y a la otra al reino asturiano con los habitantes de los pueblos de la meseta que el rey Alfonso I hizo refugiarse allí después de saquearlos aprovechando las luchas entre las diferentes facciones musulmanas. Así pude contar lo que ocurría en ambas partes de Hispania y mantener una intriga acerca de si ambos jóvenes llegarían, al fin, a encontrarse de nuevo. Para enlazar esta novela con la primera ya publicada, “Pelayo, rey”, y con la ya escrita de “La Cruz de los Ángeles” me imaginé a una familia de nobles asturianos, los condes de Gauzón (Gozón es el lugar de donde es originaria mi familia), utilizando personajes que ya aparecían en ellas, y que tendrían la finalidad de conferir una unidad a toda la serie de novelas, participando en las tramas como padres, hijos y descendientes.
Pero, al irla redactando, me encontré con una complicación en la que no había caído: al escribir una novela en la que ocurrían cosas que tenían lugar antes de las ya relatadas en la siguiente, caí en la cuenta de que aquellos sucesos de que los que ya he hablado y que justificaban la ascendencia de Silo y la castidad de Alfonso I, deberían haber tenido lugar en esos momentos y no podía soslayarlos, pero tampoco expresarlos abiertamente para no estropear lo que en “La Cruz de los Ángeles” era una revelación dramática. Creo que lo conseguí bastante bien, aunque quienes mejor pueden decirlo son los que hayan leído ambas.
Para mi disgusto, el editor no le pareció oportuno publicar de momento, ninguna de las dos, y, por el contrario, me pidió una continuación de Pelayo, rey en la que contase lo que había sucedido desde que el héroe asturiano había sido proclamado, hasta el fin de su reinado (de lo que, en las crónicas cristianas, no había un solo dato, aunque sí, y con profusión, en las musulmanas que narraban loque sucedía en el emirato cordobés en esos mismos años); por lo que, aprovechando unas y tirando de imaginación en otras, escribí la novela titulada “La Muralla Esmeralda”, en alusión a los verdes montes que fueron la defensa del reino asturiano en los años en que aún no tenía capacidad suficiente para enfrentarse directamente a los musulmanes. La terminé enseguida, sin más complicaciones que las que había sufrido en la anterior al contar cosas que ocurrían antes que otras que ya había narrado y a las que tenían que adaptarse.
Ya he hablado de las cuatro primeras novelas (en orden cronológico histórico), Pelayo, rey; La Muralla Esmeralda; La Cruz de los Ángeles y El Muladí, y, como me he extendido demasiado, hacemos una pausa para continuar en la próxima entrada hablando de lo que fue de cada una de ellas.


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