Intentaremos
cumplir los buenos propósitos para este año nuevo:
Como me
propuse, a falta de noticias sobre las próximas publicaciones (que las habrá, y
pronto, espero), vamos a ir comentando el cómo y el por qué de algunas
decisiones que he tomado.
La
primera de todo y, quizá, la más incomprensible, es hacer una nueva redacción
de La Cruz de los Ángeles. ¿A qué puede deberse esto, que, quizá, no sea del
agrado de aquellos de mis lectores que ya la tengan y a los que no quisiera,
por ningún motivo, disgustar?
Para comprenderlo,
debo explicar lo más brevemente que pueda, la génesis de la serie de novelas
basadas en los inicios de la Reconquista (o del Reino de Asturias, lo que, en
aquellos años, era realmente lo mismo).
La primera,
por supuesto, Pelayo, rey, que es un relato, bastante novelado, sobre la vida
del héroe asturiano, desde su juventud, hasta que derrota a los musulmanes, los
expulsa del territotio asturiano, y es proclamado rey. Esta novela fue editada,
en su momento, por Imágica ediciones, y tuvo, en i opinión, una buena aceptación
por parte de los lectores.
Ante
esto, pensé en convertirla en una trilogía, inspirada en tres de las joyas que
se exponen en la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo (La novela iba a tener,
en un principio, el nombre de La Cruz de la Victoria, pues la leyenda asegura –sin
que eso quiera decir que sea cierto- que el ánima de roble de dicha cruz es la
que portó don Pelayo en la batalla de Covadonga): La Cruz de la Victoria; La
Cruz de los Ángeles (sobre el reinado de Alfonso II, “el casto”, durante el
cual se labró dicha joya; y la Caja de las Ágatas, sobre el reinado del que
algunos consideran el último rey asturiano, Alfonso III, “ el Magno” (aunque
esta joya fue donada a la catedral por su hijo Fruela II, y ya veremos como éste
sí que fue en realidad, o quizá no, el último rey de Asturias).
Me puse a
ello, y, al documentarme, me pareció que debía de tratar también el reinado del
padre de Alfonso II, Fruela I (una personalidad enormemente atrayente y
novelesca), al que los historiadores posteriores denominaron, según fueran sus
simpatías, “el cruel” o “el justiciero”. Por lo que La Cruz de los Ángeles se
organizó en tres partes: la primera sobre el reinado de Fruela, aprovechando lo
que este monarca ofrecía respecto a una trama interesante; la segunda sobre los
reyes que le sucedieron, Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo I, “el diácono”,
relatando las intrigas que a ello dieron lugar (algunas ciertas y otras
inventadas); y la tercera sobre la propia vida del Alfonso II y la creación de la
joya que justificaba el nombre del libro. Debo reconocer que me fue fácil y en
poco tiempo lo tuve terminado. Pero, acerca de la filiación del rey Silo, del
que poco se sabe con certeza, aparte de la enigmática afirmación de los
cronistas de que: “en su tiempo hubo paz
con los musulmanes por causa de su madre”, y de la obsesión por la castidad
del rey Alfonso II, me inventé unas razones de todo punto improbables, pero que
me parecieron (y me parecen) que podrían tener un gran impacto novelesco.
Acabada
esta novela, que salió de mi pluma (o del teclado de mi ordenador) con bastante
fluidez, inicié La Caja de las Ágatas, de la que, de momento, no tocaré en
profundidad, dado que tendremos que hablar de ella un poco más adelante. Solo
decir que me costó bastante, me atasqué, y al final le dí una conclusión un
tanto forzada.
Entretanto
se había publicado la primera con el título que ya conocen mis lectores de “Pelayo,
rey”, lo que echaba por tierra mi idea de la trilogía basada en las tres joyas
mencionadas. Además, caí en la cuenta que estaba narrando (de forma novelada,
por supuesto) la historia de Asturias y me había saltado los reinados de Favila
(breve y desconocido) y, sobre todo, el del yerno de Pelayo, Alfonso I, hijo
del duque Pedro de Cantabria, de gran importancia porque unió estas dos
regiones, consolidó la monarquía, y, en fin, comenzó realmente la reconquista
iniciando las incursiones por los territorios sometidos a los musulmanes. Y,
por otro lado, ya que las informaciones de esos años sobre el reino asturiano
eran escasas y, sin embargo, había muchos y muy interesantes datos sobre los
territorios dominados por los musulmanes, decidí hacer protagonista de la
novela a un joven habitante de la meseta, cuyo padre se había convertido al
Islam, y cuya prometida, por el contrario, mantenía la religión cristiana, lo
que me dio pie para llevar al uno a participar en las luchas entre árabes y
bereberes, entre árabes qaysíes y árabes kelbíes y entre los árabes
establecidos en la península dede los tiempos de la invasión (los “baladíes”
esto es “los antiguos”) y los que llegaron en esos años con Balch ibn Bisr (los
“sirios”, llamados así porque eran miembros del ejército que, desde esa provincia,
envió el califa Hixem a sofocar la rebelión de los bereberes norteafricanos y
que, a la postre, terminaron llegando a la península Ibérica); y a la otra al
reino asturiano con los habitantes de los pueblos de la meseta que el rey
Alfonso I hizo refugiarse allí después de saquearlos aprovechando las luchas
entre las diferentes facciones musulmanas. Así pude contar lo que ocurría en
ambas partes de Hispania y mantener una intriga acerca de si ambos jóvenes
llegarían, al fin, a encontrarse de nuevo. Para enlazar esta novela con la
primera ya publicada, “Pelayo, rey”, y con la ya escrita de “La Cruz de los Ángeles”
me imaginé a una familia de nobles asturianos, los condes de Gauzón (Gozón es
el lugar de donde es originaria mi familia), utilizando personajes que ya
aparecían en ellas, y que tendrían la finalidad de conferir una unidad a toda
la serie de novelas, participando en las tramas como padres, hijos y
descendientes.
Pero, al
irla redactando, me encontré con una complicación en la que no había caído: al
escribir una novela en la que ocurrían cosas que tenían lugar antes de las ya
relatadas en la siguiente, caí en la cuenta de que aquellos sucesos de que los
que ya he hablado y que justificaban la ascendencia de Silo y la castidad de
Alfonso I, deberían haber tenido lugar en esos momentos y no podía soslayarlos,
pero tampoco expresarlos abiertamente para no estropear lo que en “La Cruz de
los Ángeles” era una revelación dramática. Creo que lo conseguí bastante bien,
aunque quienes mejor pueden decirlo son los que hayan leído ambas.
Para mi
disgusto, el editor no le pareció oportuno publicar de momento, ninguna de las
dos, y, por el contrario, me pidió una continuación de Pelayo, rey en la que
contase lo que había sucedido desde que el héroe asturiano había sido
proclamado, hasta el fin de su reinado (de lo que, en las crónicas cristianas,
no había un solo dato, aunque sí, y con profusión, en las musulmanas que
narraban loque sucedía en el emirato cordobés en esos mismos años); por lo que,
aprovechando unas y tirando de imaginación en otras, escribí la novela titulada
“La Muralla Esmeralda”, en alusión a los verdes montes que fueron la defensa
del reino asturiano en los años en que aún no tenía capacidad suficiente para
enfrentarse directamente a los musulmanes. La terminé enseguida, sin más
complicaciones que las que había sufrido en la anterior al contar cosas que
ocurrían antes que otras que ya había narrado y a las que tenían que adaptarse.
Ya he
hablado de las cuatro primeras novelas (en orden cronológico histórico),
Pelayo, rey; La Muralla Esmeralda; La Cruz de los Ángeles y El Muladí, y, como
me he extendido demasiado, hacemos una pausa para continuar en la próxima
entrada hablando de lo que fue de cada una de ellas.
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