Otro de
los cambios que tuve que hacer, ya que el Silo de esta nueva redacción es muy
diferente del de la antigua, son los párrafos correspondientes a Silo y
Adosinda en su primer viaje a Oviedo, en el que el futuro rey asturiano no toma
parte, puesto que aún no conoce a Adosinda ni a su hermano Fruela, y en los que
Teudis (aunque, naturalmente, de otra manera) toma su lugar.
De la
redacción original, en su segundo capítulo:
A un tiro de piedra por fuera de la
rústica y provisional muralla de troncos que rodeaba a la Iglesia de san
Vicente y a las edificaciones adyacentes, el joven Silo paseaba junto con la
hermana del rey, Adosinda, por el camino que llevaba desde las recientes
construcciones hasta los campos de labor. El monarca y la cautiva vasca, cuyo
ánimo había mejorado notoriamente en los días que llevaban en Oveto, habían
salido a cabalgar por los campos próximos, y los dos jóvenes entretenían el
tiempo hasta su vuelta. Adosinda agradecía al guerrero el que no la tratase con
displicencia, a pesar de sus pocos años, y que siempre estuviese dispuesto a
conversar con ella como si realmente fuese ya una persona adulta. Y el jefe de
la escolta real se complacía en el interés que ponía la jovencita en escuchar
todas sus palabras. Ambos se sentían a gusto juntos y procuraban buscarse
siempre que tenían un rato libre.
─Tus posesiones están cerca de aquí, ¿no
es así? ─preguntó la hermana del monarca, a la que todo lo que concernía a su
acompañante le interesaba sobremanera.
─Si, a un par de días de camino, hacia la
costa ─le respondió el guerrero─. Aunque la mayor parte no me pertenecen a mí,
sino a mi hermano Teudis. Yo, al fin y al cabo, aunque hijo del conde Rodulfo,
lo soy también de una cautiva musulmana que mi padre tomó para consolarse de su
viudez al fallecer la madre de Teuda. No obstante, la generosidad de mi padre y
de mi hermanastro me ha hecho disponer de suficientes terrenos en las cercanías
de Pravia como para poder vivir de acuerdo con mi rango. Pero eso no impedirá
que siempre sea el hijo de una musulmana.
─¿Y qué importancia tiene eso? ─protestó
la joven─. Ahí tienes a mi medio hermano Mauregato, el bastardo que mi padre
tuvo también con una cautiva. Todos le conceden honores de príncipe y nadie le
echa en cara su origen.
─Sí, es cierto. También tu padre, cuando
la reina Hermesinda, la hija de Pelayo, falleció al nacer tú, dirigió sus ojos
hacia una hermosa musulmana capturada a la vez que mi madre, y además, pariente
suya. De ella tuvo a Mauregato, y, como retoño de su vejez, le mostró especial
afecto y ordenó se le tratase como a sus restantes hijos. Tanto es el afecto
que todos tuvimos al gran rey Alfonso, que hemos intentado cumplir con
exactitud sus últimos deseos. Aunque debo reconocer que tu hermanastro no me
cae excesivamente bien.
─¡Oh! Es un crío envidioso y repulsivo. Le
encuentro verdaderamente odioso. Y su madre Fátima...Esa mujer me da miedo;
pero dices que es pariente de tu madre...
─En efecto. Cuando el rey Alfonso, en una
de sus expediciones, capturó a mi madre, Fátima era una niña que estaba a su
cuidado y vino con ella a Asturias. Realmente eran personas de alto rango entre
los musulmanes y emparentadas, según creo, con sus principales gobernantes.
Yasmina, mi madre, cuando pasó a vivir con el conde Rodulfo abrazó la religión
cristiana. Y a su muerte ingresó en un monasterio, mientras yo era enviado a la
corte para ser educado por el rey. Sin embargo, Fátima, a pesar de haber sido
concubina del rey, nunca abandonó sus creencias. No me extraña que te de miedo,
pues realmente hay algo extraño y siniestro en ella. Dicen que es capaz de
hechizar a la gente, pero no creo que tu hermano, el rey, caiga bajo su
influjo.
─¿Fruela? ¡Oh, no! ─contestó la joven
riendo─. Ese ya ha caído bajo otra clase de hechizo. No tiene ojos más que para
Munia. Y con razón. Es una joven muy simpática y atractiva. ¿No crees?
─Yo estaba con tu hermano cuando llegamos
al acuerdo con los vascos según el cual ella quedaría en nuestro poder como
rehén. Siempre admiré la dignidad con que aceptó su situación. Pero lo que
importa no es lo que opine yo, sino lo que piense Fruela. Y sea lo que sea, yo
lo apoyaré. El rey siempre me trató como a un hermano menor, y tiene mi lealtad
completa.
─Lo sé ─contestó la niña─. El rey es muy
afortunado por poder contar contigo... Y yo también.
─Volvamos al monasterio ─concluyó Silo─.
Ya se va haciendo tarde.
Y lo
mismo, en la nueva redacción:
A un tiro de piedra por fuera de la
rústica y provisional muralla de troncos que rodeaba a la Iglesia de san
Vicente y a las edificaciones adyacentes, el conde Teudis paseaba por el camino
que llevaba desde las recientes construcciones hasta los campos de labor,
cuando vio acercarse hacia él, desde la cerca, a la princesa Adosinda.
—¡Hola, Teudis! —le saludó la joven—. ¿Qué
haces?
El conde sonrió —mi responsabilidad es
cuidar del rey —dijo, señalando hacia el lugar en que terminaban los campos
roturados para el cultivo y los castaños y robles aún seguían siendo los dueños
de las laderas; allí, en un claro entre los árboles, se vislumbraban las
figuras de dos personas entretenidas en animada charla—. Pero tengo que hacerlo
sin que tu hermano piense que estoy invadiendo su intimidad.
Adosinda siguió con la mirada el gesto de
Teudis. —Parece que a mi hermano le gusta Munia —dijo, enrojeciendo
ligeramente.
Teudis carraspeó. —Un rey tiene que estar
al corriente de todo lo que ocurre en sus territorios —-dijo—. Y los valles
alaveses, aunque parte de nuestro reino, son una zona casi por completo
desconocida. Posiblemente tu hermano, como un soberano capaz y responsable,
esté intentando conocer, por medio de la vasca, todo lo que pueda acerca de
aquellas tierras, sus gentes y sus costumbres.
—¡Ah! —exclamó la princesa mirando al
conde. Nunca sabía si el serio y circunspecto, aunque amable, Teudis, hablaba
en serio o en broma—. Sí, será eso —concedió—. Tus posesiones están cerca de
aquí, ¿no es así? —preguntó, para cambiar de conversación.
—Sí. Un par de días, hacia la costa
—asintió el conde. Luego, con aire soñador, prosiguió—. Las echo bastante de
menos. Desde mi residencia puede verse el mar en muchas leguas, cosa que no
ocurre aquí ni en la corte. Podría estar horas contemplándolo; siempre
cambiante, a veces tranquilo y relajante, otras, las más, lleno de vida y
golpeando con fiereza los acantilados de la costa…
—Son tus tierras —opinó la joven—. ¿No
tendrías que estar en ellas, gobernándolas?
—Sí —replicó Teudis—. Tu abuelo, Pelayo,
nuestro primer rey, se las concedió al mío, su cuñado y consejero. Y desde
entonces han pertenecido a nuestra familia.
—Lo sé —interrumpió la princesa—. Mis
preceptores me han hablado de ellos. Pelayo sentía un gran afecto por su
hermana, Adosinda. Por ella llevo yo ese nombre. Y por eso eres el noble que mi
hermano más aprecia. Aparte de que, porque, según dicen, eres el mejor guerrero
del reino —añadió, con una sonrisa en su juvenil semblante.
Teudis enrojeció. —Ese honor le
corresponde a tu hermano, el rey —dijo—. Es cierto que Fruerla me honra con su
afecto. Y yo intento corresponderle ofreciéndole toda mi lealtad y fidelidad;
aunque, a veces, ello me obligue a descuidar mis otras obligaciones. Él, al ser
proclamado rey, me ofreció el cargo de mayordomo de palacio y no pude negarme,
aunque para ello tuve que descuidar el gobierno de mis tierras y la
construcción de un castillo en la entrada de la ría de Abilius, que me había
encargado tu difunto padre. Ahora el reino está organizado y en paz, y quizá no
sea tan necesario. Cuando volvamos a la corte solicitaré licencia al rey para
dejar mi puesto y volver a mis tierras. Añoro estar con mi mujer y con mi hijo.
Desde que nació apenas he podido gozar de su compañía las pocas veces que mis obligaciones
me han permitido desplazarme allí unos días. Y, por otro lado, creo que tu otro
hermano, Vimara, está celoso…
—Vimara está celoso de todos a los que
Fruela aprecia —interrumpió Adosinda—. Opina que nuestro hermano mayor le
margina, y no es así.
Teudis aparentó no hacer caso del
comentario y continuó: —Sería bueno que Fruela le fuera dando responsabilidades
en el gobierno del reino. Ocupar mi puesto le iría preparando para el caso,
Dios no lo quiera, que al rey le ocurriese algo. Mientras no Fruela no tenga
herederos, él es el más adecuado para portar la corona. Tus hermanos tienen que
estar dispuestos a ayudarse el uno al otro. Y pronto habrá que ir preparando
también a Mauregato.
—¿Mauregato? —exclamó Adosinda—. ¿Ese niño
malcriado y repulsivo? No sé por qué todos le conceden honores de príncipe,
aunque no lo sea.
—Tu padre nos hizo jurar que le
consideraríamos como a sus otros hijos —explicó Teudis—, y Fruela y Vimara así
lo aceptaron. E igualmente lo hicimos el resto de los nobles. No podíamos negarnos
a una de las últimas voluntades del rey Alfonso.
—No me explico qué le pudo pasar a mi
padre —contestó Adosinda, poniéndose repentinamente seria—. Ni qué pudo ver en
esa cautiva musulmana. A veces los hombres hacéis cosas incomprensibles.
—Tu padre fue un gran rey, y un buen
hombre. No dejes que algo que hizo en sus últimos años te haga olvidar el resto
de sus actos y te lleve a juzgarle con severidad. Al morir tu madre se sintió
muy solo.
—No le juzgo. Admiré a mi padre tanto como
todos sus súbditos. Conmigo siempre fue bueno, me demostró todo su amor y yo le
correspondí de la misma manera. Y comprendo que, al quedarse viudo, quisiera
buscar consuelo, pero… ¿por qué precisamente con ella? ¿Por qué, Teudis?
El conde tragó saliva. No podía explicar a
una jovencita los motivos por los que su padre había actuado de esa manera.
Afortunadamente, sin esperar respuesta, la princesa prosiguió:
—Pocas veces me he cruzado con ella en
palacio, pues no suele abandonar la apartada zona en que mi padre la había
aposentado; pero cuando, por casualidad, hemos coincidido, no he podido evitar
sentir un estremecimiento. Siempre me ha dado miedo.
—Es cierto —asintió Teudis—. A pesar de
haberse convertido en la concubina del rey, nunca abandonó sus creencias. No me
extraña que te de miedo, pues realmente hay algo extraño y siniestro en ella.
Dicen que es capaz de hechizar a la gente, Espero que tu hermano, el rey, no
caiga bajo su influjo.
—¿Fruela? ¡Oh, no! —contestó la joven
riendo—. Ese ya ha caído bajo otra clase de hechizo. No tiene ojos más que para
Munia. Y con razón. Es una joven muy simpática y atractiva. ¿No crees?
—Por lo que a mí respecta, solamente es
una rehén a la que mi soberano me ha ordenado considerar como una invitada.
—replicó Teudis—. Y así será mientras tu hermano no me ordene otra cosa. Aunque
nos educamos juntos y fuimos camaradas en nuestra juventud, no olvido que ahora
es mi rey.
—Lo sé —dijo Adosinda, sonriendo—. El rey
es muy afortunado por poder contar contigo... Y yo también.
—Se acerca la hora de la comida —dijo, en
ese momento Teudis, mirando al sol, en aquellos momentos liberado del velo
nuboso que, durante gran parte del día, le ocultaba—. Y tu hermano también debe
haberlo notado —añadió, señalando un movimiento que se hacía perceptible en el
claro entre los castaños donde habían estado sentados el rey y su invitada—.
Volvamos al monasterio antes de que Fruela nos vea y piense que le hemos estado
vigilando.
Como
puede verse, la escena es casi igual, se explican cosas similares, pero no hay
la chispa romántica que en la anterior había entre Adosinda y Silo. Aunque ya
surgirá más tarde, cuando el procer gallego aparezca en estas páginas.
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