La novela: La estirpe de los reyes comenzó a escribirse porque uno de mis
lectores, Mariano Vilella, me preguntó acerca de lo que iba a ocurrir con
Alarico, personaje imaginario al que yo había dejado en la novela La muralla esmeralda, volviendo a Ceuta
para reunirse con su amada, y del que no pensaba que fuera a tener posterior
presencia en mis novelas. Posteriormente, otra de mis lectoras, Luz Morales, me
hizo la misma pregunta acerca de otro personaje también imaginario, Abdul, protagonista
de la novela El muladí, al que
también, después de hacerle pasar por mil dificultades, había reunido con su
prometida, con lo cual terminaba su intervención en mis tramas. Como un
escritor tiene que satisfacer a sus lectores, me puse manos a la obra para
poder contar lo que les acontecía a ambos personajes, y si su futuro se ha
alejado del “fueron felices y comieron perdices” que era lo que yo les había
sobreentendido, la responsabilidad es de los que han querido remover lo que ya estaba
finalizado.
Comencé esta novela hace cuatro años y,
como su acción transcurre a la vez de otras tres novelas ya escritas, ha
requerido un trabajo de encaje de tramas y personajes, no siempre realizado con
éxito, y ajeno al de la creación literaria, que ha motivado que aún no haya
conseguido terminarla. No obstante, y como adelanto de la misma, publico aquí
el primer capítulo en que se habla de la nueva vida de Alarico, dedicado a
Mariano Vilella; posteriormente dedicaré a Luz algo sobre Abdul, capítulo que,
como El Muladí es posterior a la
otra novela, aún no he escrito.
Y, por supuesto, como la novela está aún
en fase de “borrador”, lo que finalmente pueda leerse cuando se publique, puede
ser algo diferente de lo que se cuente aquí, o, incluso, no parecerse en
absoluto.
CAPÍTULO I:
Ceuta, año 734
En
el año 734 reinaba gran agitación en la ciudad de Ceuta. A su puerto había
llegado el día anterior una hermosa galera,
procedente de Al Fustat[1], trayendo a bordo al nuevo gobernador de Al
Andalus, Ocba ibn al-Haddjjad. Y todo cambio de gobierno comporta desazón para
todos aquellos que ambicionan poderes y riquezas, especialmente a los más afines al anterior emir, Abderrahmán
al Gafequi, quienes nada más recibir la noticia, comenzaron a planear cómo
podrían mantener sus privilegios y hacerse indispensables al nuevo señor.
Sin embargo,
en el palacio que había pertenecido a los gobernadores visigodos de la ciudad,
sus moradores no mostraban sentirse preocupados por el cambio de gobierno. El
godo Alarico y la joven Florinda, sentados en un diván y cogidos de la mano, no
prestaban atención a nada que no fuera ellos mismos y su reciente vida de
casados, de la que poco habían podido disfrutar, pues apenas hacía una semana
que el fallecimiento de la madre de la joven había puesto fin a los
impedimentos de su boda, celebrada con discreción y sin la pertinente alegría,
debido al luto reinante.
- En su lecho
de muerte mi madre me confesó, al fin, los motivos que tenía para oponerse a
nuestra relación –decía la joven–,
y he dudado en contártelos, pero no
puedo tener secretos contigo. Mi madre era la hija del conde Olbán, gobernador
de Ceuta cuando esta ciudad estaba bajo el poder de los godos[2]. Y
como la mayor parte de las jóvenes nobles, fue enviada a educarse a la corte,
en Toledo. Un día que el rey la vio bañándose en el río, se prendó de ella y la
violó. Así que mi padre fue el rey godo don
Rodrigo –Alarico no pudo evitar un respingo–. Ella, llena de vergüenza,
abandonó la corte y volvió aquí –continuó
Florinda–; mi abuelo, furioso y lleno de deseos de venganza, pactó con
los musulmanes y les facilitó el paso del estrecho[3], con
lo cual mi familia es, en parte, responsable de los males que desde ese día
recaen sobre Hispania y por eso somos odiados por los cristianos que aún viven
en esta ciudad. Mi madre achacaba toda su desgracia al rey Rodrigo y por esa
causa no quería que yo tuviese relaciones con un noble godo como tú. No era
nada personal, debes perdonarla.
- No tengo
nada que perdonarla –respondió el godo–;
tu madre te quería y deseaba librarte de
todo mal, al igual que yo. Pero, aunque no fuera porque te quiero, y eso es lo
más importante, después de lo que me has dicho tengo aún más motivos para
dedicar mi vida a protegerte. Mi abuelo era Atanagildo, conde de Brigantium, y
como tal había jurado fidelidad al rey Rodrigo. Mi padre murió en la batalla de
Guadalete luchando junto al rey. Y tú llevas la sangre del último rey godo. En
Asturias se han refugiado los que quedan de ese reino y resisten contra los
invasores. Si vamos allí te tratarán como te corresponde.
- ¿Y quién me
creería? –preguntó la joven– ¿Piensas que cualquier muchacha que se presente
diciendo que es hija del anterior rey va a ser tenida en cuenta? Nadie sabe en
realidad lo que pasó ese día[4].
- Yo se lo
diré a todos. A mí me creerán –insistió Alarico.
- A ti sí.
Pero dirán que te estoy engañando –replicó Florinda, moviendo negativamente la
cabeza–. Eso en el mejor de los casos,
porque si te creyeran, solo me considerarían como lo que soy, una bastarda. O,
peor aún, recordarán que mi abuelo fue el que introdujo a los musulmanes en la
península y me odiarían o querrían matarme. No, amado mío. Yo no puedo ir a la
tierra de que me hablas. Pero no te retendré si tú quieres volver.
- En ningún
sitio quiero estar que no sea a tu lado –respondió el godo–; mi hermana Froiluba[5] goza
del cariño de la familia del rey Pelayo y estará suficientemente atendida. Y,
aunque echo de menos a mis amigos, ellos sabrán seguir su camino al igual que
yo sigo el mío –Alarico escuchó unos pasos en el pavimento de la desierta plaza que estaba frente al
palacio y se levantó para comprobar de qué se trataba. Pero antes, al ver el
rostro anhelante de su esposa, comprendió que sus últimas palabras necesitaban
una confirmación más efectiva y, cogiéndola en sus brazos, unió sus labios a
los de ella en un dulce beso. Dulce y
prolongado. Tan prolongado que, cuando al fin se acercó a los ventanales solo
vio la figura de un aguador que desaparecía por la callejuela de su derecha,
mientras que por la izquierda, la que se dirigía hacia el puerto, hacía un rato
que se habían ido otros dos caminantes noctámbulos que podrían haber tenido
importancia en el devenir de esta historia[6].
[1] Residencia de los
gobernadores árabes en Egipto que, con el tiempo, pasando a denominarse Al
Qahira (El victorioso), se convirtió en la actual, El Cairo.
[2] Este personaje,
posiblemente histórico, o, al menos legendario, figura en las crónicas
cristianas con el nombre de don Julián.
[3] Como se cuenta en “Pelayo,
rey”, primera novela de esta serie.
[4] Florinda se equivocaba.
Alguien sí sabía lo que había ocurrido. Y, si hubiera viajado a Asturias junto
con su esposo, quizá don Pelayo, al ver sus hermosos ojos negros, hubiera
recordado los de otra mujer a la que, hacía años y como se cuenta en “Pelayo,
rey”, el rey Rodrigo le había
ordenado retener y que él, compadeciéndose y anteponiendo su honor de noble a
su deber de soldado, había dejado partir hacia su tierra. Sí, quizá así hubiese
ocurrido y la historia hubiese sido otra. Pero entonces este libro no se
hubiese podido escribir.
[5] En “La Muralla esmeralda”
hago que la mujer de Favila, el hijo de Pelayo, de la que solo se conoce su
nombre, sea la hermana de Alarico. Pero el joven, en éste momento, aún no sabe
(ni nunca lo sabrá) que su hermana se va a convertir en reina.
[6] Para saber quiénes eran
esos dos caminantes, habría que haber leído la segunda novela de esta serie, “La
muralla esmeralda”. Pero como Alarico no llegó a verlos, realmente no
tiene ninguna importancia quienes fueran.
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