Ya he comentado en anteriores
entradas la importancia que he dado al condado de Gauzón, y al castillo de ese
nombre, en la trama de mis novelas; y he explicado que eso es un pequeño
homenaje al pueblo natal de mis ancestros, Luanco, capital del concejo de
Gozón. También, en alguna nota al pie en el texto de las novelas y en alguna
entrada de este blog, he hablado sobre las complicaciones que me había
acarreado el hecho de que el castillo se encontrase situado en el término
municipal de Castrillón (perteneciente, en aquellos tiempos, al alfoz de Gauzón, al igual que los
municipios de Illas, Soto del Barco, Corvera, Avilés, Gozón y Carreño), y no
donde yo lo había descrito anteriormente, cerca del propio Luanco.
Como justificación de esa
inexactitud, cito, a continuación, unos párrafos de un excelente y documentado
artículo de Dña. Mª Isabel Míguez Mariñas, de la Universidad de Oviedo.
“No resulta difícil, pues, pensar que una
fortaleza de tal significación política y simbólica articulase en torno a sí un
territorio bien definido, que se correspondería aproximadamente con el que
aparece reflejado en los documentos de finales del siglo XI y del siglo XII. La
ubicación del castillo de Gauzón fue objeto de una apasionante polémica
historiográfica entre historiadores y eruditos locales en los años 60.
(SARANDESES, 1961; URÍA, 1966 y 1967; MARTÍNEZ, 1969).
La confusión venía
dada porque una parte de la documentación que alude a este enclave, procedente de
los fondos del monasterio de San Vicente de Oviedo, situaba la fortaleza en las
inmediaciones de lugares localizados en el actual concejo de Gozón. Añadamos a
esto la derivación del nombre del actual concejo de Gozón del viejo topónimo
que aludía a todo el territorio, Gauzón, y la existencia de una lápida alusiva
al castillo en la torre del reloj de Luanco (capital gozoniega), y tendremos
suficientes argumentos para que los entusiastas partidarios de un localismo
casi pueril trasladaran la situación de la fortaleza del Peñón de Raíces hacia
diversos puntos del actual concejo gozoniego. No les faltaban, sin embargo,
argumentos documentales para apoyar sus hipótesis, dado que, como decimos,
varios diplomas sitúan el castillo en tierras de Gozón.”
Todo eso se explica y justifica
en la novela en que estoy trabajando actualmente: LA ESTIRPE DE LOS REYES; y de la que, ya que
su fecha de publicación se va retrasando, copio aquí unos párrafos del capítulo
en que trato ese tema.
Como ya he dicho otras veces, puesto
que la novela está en fase de borrador, lo que aquí parece que ocurre, puede,
en la redacción definitiva, suceder de otra manera, o no aparecer en absoluto.
CAPÍTULO XVIII
Aprox. año 750
…
Teudis,
conde de Gauzón, dirigió una mirada suplicante a su tío, el monje Isidoro.
Llevaban tres horas en la aldea y comenzaba a estar impaciente. Los habitantes
del lugar se habían inclinado ante su señor, y le habían ofrecido, a él y a sus
acompañantes, un sustancioso refrigerio (eso había estado bien): un sabroso
plato con legumbres y verduras de las huertas circundantes, y una exquisita
longaniza. Pero, cuando, una vez acabada la comida, el joven pensó que
retomarían la marcha, el jefe de los aldeanos presentó sus peticiones ante el
señor del territorio. Resignado, Teudis tomó asiento con Isidoro a su derecha y
Marcelo a su izquierda, y se dispuso a escuchar
las solicitudes de sus súbditos: las cosechas no habían sido abundantes
y suplicaban para ese año una reducción de los tributos (“como todos los años”,
le había dicho Marcelo, en voz baja a su
oído), permisos para roturar nuevas parcelas y aumentar la superficie dedicada
a cultivos, y para comerciar directamente con las tierras del oeste y de Gigia
sin pagar tributos por ello al señor del territorio. Y a continuación, llegó el
turno de resolver los numerosos litigios
pendientes, que requerían ser dilucidados por quien tuviera autoridad
para ello; algunos entre los propios habitantes de la aldea (cuestiones de límites
de fincas, de herencias, de cargos administrativos) y otros con los
representantes del vecino poblado de pescadores que también se habían
presentado ante el conde, disculpándose por no haberle obsequiado con los
productos de su trabajo, debido al fuerte temporal que les había sacudido hasta
esa misma mañana y que les había impedido echar al agua sus embarcaciones.
Unos y otros
asuntos habían sido resueltos por el joven conde, recurriendo a las
recomendaciones de sus dos consejeros, aunque antes de que pasase mucho tiempo
ya se había convencido de que la mayor parte de las obligaciones de su cargo no
eran, en absoluto, estimulantes.
Comprendiéndole,
Isidoro había mirado a su vez a Marcelo, quien, como representante habitual del
anterior señor, se levantó y dio por finalizada la audiencia.
-Os
agradecemos vuestros obsequios y la fidelidad con que servís a nuestro señor,
el conde de Gauzón.- Les dijo. – Pero debemos llegar antes de la noche a
nuestro destino. - Y volviéndose al joven, se inclinó mientras le dirigía una
mirada divertida y cómplice. – Cuando gustéis, señor. – Le dijo.
Teudis,
aliviado, se levantó del asiento que le iba pareciendo, por momentos,
insoportablemente incómodo, y, con el aire más majestuoso que pudo dar a sus
actos, se dirigió hacia el lugar en que habían dejado sus monturas.
-¿Y
tendré que hacer esto cada vez que vengamos aquí? – Preguntó Teudis,
angustiado.
-Marcelo
lo hará en tu lugar.- Le tranquilizó Isidoro. – Me temo que permanecerás la
mayor parte del tiempo en la corte, en Cangas. Pero sí que es cierto que, de vez
en cuando, es bueno que el señor haga acto de presencia ante sus siervos. Por
cierto, sobrino, lo has hecho muy bien. – Le dijo, con una sonrisa no muy
habitual en el rotro del monje, siempre concentrado en sus asuntos y oraciones.
Teudis
miró, receloso, a su tío. ¿Hablaba en serio o se estaba burlando de él? Al
rato, y siguiendo el recodo de la ría, giraron hacia el oeste y se adentraron
en una zona de dunas arenosas. El mar aún rugía a su derecha con los últimos
coletazos del temporal que había asolado esas costas los días anteriores. A su
izquierda, unas ciénagas pantanosas rodeaban una elevación boscosa apenas
separada de unos altos acantilados, en la que podían observarse los restos de
alguna edificación antigua, pero las dunas formaban un sendero firme por el que
sus cabalgaduras caminaban con seguridad.
-¿Qué es eso?
– Preguntó Teudis, señalándolo.
-
Unas viejas fortificaciones.- Replicó Marcelo.- Debieron tener importancia hace
años, pero ahora están abandonadas y semiderruídas.
…
Un día después
…
Mientras
deshacían el camino recorrido el día anterior, ahora en dirección de la salida
del sol, el conde de Gauzón colocó su montura al lado del monje. - ¿Cómo te
encuentras? – Le preguntó para iniciar la conversación.
-Bien, bien. –
Replicó Alcuino. – Os agradezco vuestras atenciones.
-
No tienes por qué. Es lo menos que podemos hacer con alguien que ha sufrido lo
que tú; pero, cuéntame algo más, dijiste que el barco en que viajabas había
sido abordado por unos bandidos.
-
Sí, señor. Unos piratas vikingos. Pertenecen a una raza belicosa que vive del
saqueo. No hay lugar en nuestras costas que esté libre de ellos.
-
No habíamos tenido noticia de ellos hasta ahora. – Dijo, Teudis, pensativo. –
tendrás que hablarme más de ellos, por si dediden llegar hasta aquí. Soy el
señor de las tierras fronterizas con el mar, y mi rey esperará que sepa
defenderlas contra cualquiera que piense en atacarlas.
-
Pues es una tarea ardua la que pesa sobre hombros tan jóvenes como los
vuestros. – Respondió el sacerdote. – Sus navíos son veloces y se presentan de
improviso donde no se les espera. En combate se muestran feroces y despiadados;
son hombres de gran fortaleza, capaces de lanzar nubes de flechas a gran
distancia y con notable precisión, y, en el combate cuerpo a cuerpo utilizan
hachas de todos los tamaños, unas enormes, que manejan con dos manos, otras
similares a espadas, pero más eficaces, y, al fin, otras más pequeñas,
arrojadizas.
Teudis
sonrió con suficiencia. – Parece que son enemigos dignos de nuestros hombres.-
Dijo. – No les temo. Podemos protegernos de sus flechas con nuestros escudos de
roble forrados de hierro, la habilidad de nuestros guerreros con sus espadas
podrá superar a la fuerza de sus hachas de dos manos, y, en cuanto a las
arrojadizas, no creo que puedan compararse a nuestras “franciscas”[1] –
Comentó, señalando la que llevaba sujeta en su cinturón.
Mientras
hablaban, Marcelo que, ante la charla de Teudis con el monje, llevaba la cabeza
de la comitiva, había abandonado la senda entre las dunas para tomar otra que,
más directamente, llevaba al lugar de Abilius pasando entre las alturas que se
elevaban escarpadamente a su derecha y el promontorio boscoso que habían visto
el día anterior, entretanto el joven, centrado en su perorata, continuaba diciendo:
-En
cuanto a que lleguen sin que les advirtamos, eso no ocurrirá. Mi castillo está
en un alto, y desde él domino todas las playas y acantilados en muchas leguas.
Las poblaciones del reino están bien protegidas.
-
No buscan las playas ni los acantilados, mi señor. Amparados en el poco calado
de sus barcos utilizan los ríos, como éste al lado del cual caminamos, para
internarse lo más posible en las tierras y atacar a las poblaciones próximas a
sus riberas. ¿Vuestra casa, está aquí
cerca? – preguntó Alcuino.
-
Más o menos. – Replicó el joven. – A unas tres leguas hacia el este.
-
Pues no llegaríais a tiempo. Antes de que hubierais podido reunir a vuestros
soldados en número suficiente para hacerles frente, los vikingos habrían
llegado, desembarcado, saqueado, violado
y asesinado, y se hubieran embarcado de nuevo para escapar con el botín.
A no ser que edifiquéis una fortaleza que defienda la entrada de esta caudalosa
vía de agua. ¡Mirad! – Exclamó volviéndose sobre su montura y señalando el
promontorio que acababan de dejar atrás. – Un lugar como ese serviría a la
perfección.
Teudis
meditó unos instantes. – Lo pensaré. – Dijo[2].
[1] Hacha de mano que podía
blandirse o arrojarse. Recibía su nombre por haber llegado a los godos
proveniente de los francos. La usada (en la ficción de esta serie de novelas)
por don Pelayo tiene especial relevancia en los últimos capítulos de PELAYO,
REY y de LA MURALLA ESMERALDA.
[2] En el Capítulo XI de la
anterior novela, EL MULADÍ, ya expliqué
en una nota al pie por qué, a pesar de que el Castillo de Gauzón se edificó en
el peñón de Raíces, en Castrillón, al lado de la ría de Avilés, yo lo había
situado al este del cabo de Peñas. Y en el capítulo VI de esta novela, en otra
nota, ya dije que intentaría solucionar el problema. Afortunadamente, Alcuino
me ha echado una mano. Volveremos a utilizar los datos que nos ofrecen las
excavaciones que se están realizando en ese sitio en capítulos posteriores,
esperando que esas líneas sirvan de pequeño homenaje a la gran labor que hacen
los que, trabajando en ellas, nos desvelan cosas que ignorábamos sobre el
pasado de nuestra querida tierra asturiana.
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