Sigamos
por el rey, Fruela I, de vida mucho más corta, pero que también (y sobre todo,
debido a su carácter, fuerte, pero simple y previsible, también repite actitudes
o argumentaciones)
En el
segundo tomo, Cap.XXII, pag. 30:
“—Es cierto que no sabemos mandar. Ni
obedecer —dijo, a su vez, Vimara—; ni tú tampoco. ¿Por qué, entonces, eres tú
quién siempre da las órdenes y nosotros los que las obedecemos?
La mirada
de Fruela se endureció aún más, si eso fuera posible. —Si quieres saberlo
—dijo—, coge una espada de prácticas y te demostraré una de las razones por lo
que eso es así, ya que no eres capaz de aceptar las otras.”
En el
capítulo XXIV, pag. 86:
“—Escucha, Teudis, y te hablo como al
amigo que he reconocido que eres —le dijo con semblante serio—. Si yo, en algún
momento, me intereso de verdad por alguna mujer, me importará muy poco lo que
nadie pueda pensar al respecto. Y si
quiero algo, lo conseguiré y no permitiré que nadie, oyes, ¡nadie!, se
interponga. Y, si quieres que te siga respetando, haz tú lo mismo.”
Y en su
coronación, pag. 106:
“Pero cuando Urbano colocó la corona en
sus sienes, se prometió a sí mismo que
ningún hijo ni descendiente suyo tendría que pasar por lo que consideraba una
humillación ante los nobles.
Y, naturalmente, se equivocaba.”
En el
cap. XXVI, pag. 127, hablando con Teudis:
“Fruela sonrió. —Sin quererlo, ya estoy
ante mi primera decisión —dijo—. Iba a decirte que, en privado, te ahorrases el
tratamiento, pues te considero mi camarada; pero no puedo. Ahora soy el rey.”
Y un poco
después, en la misma conversación, en la siguiente página:
“—Escucha, Teudis, amigo mío —le dijo—.
Soy hijo de Alfonso, el rey que llevó a nuestras tropas más allá de los montes,
a las tierras que nos habían sido arrebatadas, desafiando abiertamente a los
conquistadores. Soy nieto de Pelayo, el héroe que derrotó por primera vez a los
musulmanes y que unió a las tribus dispersas de astures y a los godos fugitivos
en un reino dispuesto a luchar por su independencia y por nuestra religión.
Inevitablemente, me compararán con ellos. ¡Pero yo no soy mi padre! ¡Yo no soy
mi abuelo! ¡Soy Fruela! Y soy el rey de
Asturias.”
En la
132:
“—Anagildo —continuó el rey, dirigiéndose
al nuevo obispo—. Confío en ti para que, juntos, volvamos a la Iglesia al buen
camino que nunca debió abandonar. Hay multitud de sacerdotes que, en lugar de
preocuparse por el bienestar de los fieles a ellos encomendados, viven con
holgura a su costa e, incluso, mantienen concubinas públicamente. Yo les
obligaré a que reformen sus conductas y, a los que no lo hagan, ¡Por Dios nuestro Señor, que les sacaré la
lujuria del cuerpo a base de azotes! —Fruela respiró hondo tratando de contener
el acceso de ira que, por un momento, le había asaltado.”
Y, en el
cap. XXVIII, pag. 166, discute con Vimara a propósito de Munia, lo que se
repetirá bastantes veces:
“—Vine a recibir a Fruela —replicó la
joven—. Además, las clases de Marco son muy aburridas. Si al menos fuese la
hora de las de religión con el tío Isidoro… Y a partir de ahora no voy a poder
volver por un tiempo con mi viejo preceptor. Fruela me ha ordenado que me
encargue de su invitada.
—Una medida inteligente. Así nuestro rey
tendrá tiempo de ocuparse de sus asuntos. Vamos, hermano —dijo Vimara,
dirigiéndose al soberano con la familiaridad que empleaba cuando no había
personas ajenas cerca—. Tendrás que reunir a los nobles para darles cuenta del
resultado de la campaña.
Fruela levantó su mano derecha. —Un
momento, Vimara —dijo, severamente—. Me parece bien que procures educar a
nuestra hermana, porque reconozco que yo me siento inclinado a consentirla
demasiado; pero no pienses que puedes hacer lo mismo conmigo. Soy tu hermano mayor, y, ya que pareces
olvidarlo, te recuerdo que yo soy el rey.
—Nunca lo olvido, hermano —replicó el
segundogénito—. Creo que lo tengo presente, incluso, más que tú mismo. Es por
eso por lo que te lo recuerdo cuando pareces no ser consciente de ello.
El semblante de Fruela se contrajo. —¡Yo soy el rey! —repitió—. Y reuniré a
los nobles cuándo y cómo me plazca —luego, respiró hondo y pareció
controlarse, pues una leve sonrisa se dibujó en su rostro—. ¡Teudis! —exclamó—.
Me ocuparé personalmente del alojamiento de mi invitada.”
Y, un
poco más adelante, en la pag.169, hablando con Teudis:
“De nuevo las carcajadas de Fruela
resonaron en la estancia. —¡No! —dijo—. No, aunque… ahora que lo dices, ¿por
qué no? Sería divertido; solo por ver la cara que pondría Vimara valdría la
pena —luego, intentando recuperar la seriedad, continuó—. No, no se trata de
eso. No te preocupes, no creo que Munia quisiera casarse conmigo, es diferente
a las damas de la corte, a las que solo les atrae la corona que llevo en la
cabeza. Pero si la coloqué en un sitio preferente en el banquete fue solo para
demostrar que el rey tiene derecho a hacer lo que quiera sin pararse a pensar
si eso es del gusto de los nobles. Sí, Teudis, sí —continuó—. Lo hice para afirmar el prestigio del cargo
que ostento, y, ya ves, todos acabaron agachando la cabeza y brindando
conmigo a la salud de Munia.”
En la
página 176, a la vuelta de Oviedo, hablando con Teudis:
“—He observado que vuestra invitada vasca
no ha regresado con vos a la corte — opinó, entonces, el conde, midiendo cuidadosamente
sus palabras.
—Es cierto —asintió el rey—. Munia no se
encontraba a gusto en Cangas y, sin embargo, ha disfrutado mucho estos días en
Oveto. Me ha pedido permiso para quedarse allí, aprovechando la hospitalidad de
Máximo y Fromistano, y se lo he concedido.
—En ese caso, podréis dedicar más tiempo a
las tareas de gobierno —observó Teudis, sin saber muy bien qué decir, pero
comprendiendo, al instante, que no había elegido bien sus palabras.
—¿También
tú crees que puedes decirme lo que tengo que hacer? — respondió, con viveza, el monarca, pero
sin el estallido de ira que el conde había temido.
—Oh, no, señor —replicó, azarado, el
mayordomo de palacio—. No era esa mi intención…
—Mejor
—concedió el rey—. Porque yo seguiré haciendo lo que me plazca.”
Y, en la
177, hablando con Vimara:
“—Hermano —dijo, y en la premura del
momento olvidó que a Fruela, cuando se encontraba en un acto oficial, le
gustaba que se dirigieran a él con el protocolo debido, aunque no hubiera
presente nadie fuera de sus familiares más cercanos—. No puedes marcharte otra
vez. Tienes un reino que gobernar.
Fruela se volvió al que había osado
contradecirle, y en sus ojos lucieron de nuevo destellos de ira. —¿Que no puedo? ¡Vimara! Yo puedo hacer lo
que quiera. Y no sé de qué te quejas. Mientras yo estoy fuera tú eres quien
ordena y manda en Cangas.
—Pero el caso es que no soy yo el
destinado a hacer eso —respondió su hermano—. Tú naciste antes. Te voy a
recordar una de tus frases favoritas; cada vez que discutimos, me cierras la
boca diciendo: ¡Yo soy el rey! Y es cierto, hermano. Tú eres el rey. Y serlo
conlleva obligaciones. Recuerda el día de tu coronación; juraste defender y
respetar las costumbres de los godos. Y lo que te contestó el obispo: Rey serás
si obras rectamente, si no, no lo serás. Quizá algunos nobles piensen que no
estás cumpliendo con los deberes de tu cargo.
El rostro de Fruela se contrajo. —¿Es eso
una amenaza? —preguntó, congestionado de ira mal contenida.
Por un instante Vimara intentó mantener la
mirada de su hermano, pero luego bajó los ojos. —No —respondió—, por supuesto
que no. Solo…
—¡Entonces no vuelvas a repetirla! —le
interrumpió el monarca—. Porque si
alguien me amenaza, sea quien sea, incluso tú, haré que se arrepienta el resto
de su vida, que no será demasiado larga. Mañana partiré hacia Oveto.
¿Alguna objeción?
Vimara comprendió que había tensado
demasiado la cuerda. —Ninguna, majestad —replicó, bajando la cabeza—. Se hará
como deseéis.”
Cuando,
en la pag. 186, en Samos, recibe la noticia de la desobediencia de Suero:
“—Y ambos mensajeros salieron a la vez
—replicó el rey, indignado—. Por lo tanto, Suero partió de Lucus sabiendo que
yo le reclamaba y haciendo caso omiso a mis órdenes. ¡Silo! —exclamó,
volviéndose al jefe de sus fideles—. Di a los hombres que se preparen. Iremos a
Lucus, depondremos a ese intrigante y nombraremos gobernador de Gallaecia a
Sigmundo en su lugar —ordenó con semblante fiero.
—Escuchad, majestad —intervino Isidoro—.
Quizá eso sea lo que Suero quiere. Sus partidarios son muchos, y si presenta
ese acto como una intromisión del rey de Asturias en los asuntos de Gallaecia
puede obtener aún más. Podríamos encontrarnos enfrentados a un enemigo muy
superior e, incluso, vuestra vida podría correr peligro.
—¿Y debo dejar sin respuesta este insulto
a la corona? —preguntó el enfurecido Fruela—. Ordenaré a Teudis que venga a encontrarnos con todo el ejército y
colocaré la cabeza de Suero en una pica en las almenas de Lucus. ¿Acaso dudas
de que puedo aplastar sin compasión a ese rebelde?”
Y, comentando
ese asunto con Teudis, a la vuelta:
“Con gusto te hubiera ordenado que
partieras con el ejército a unirte conmigo y
le hubiera cortado la cabeza con mi propia espada —dijo con rabia—, pero
Isidoro y el obispo Odoario me convencieron de que no me diese por enterado de
su impertinencia.
—Me alegro de que lo hicierais así
—replicó Teudis—. Muchos gallegos no se sienten a gusto como súbditos del rey
de Asturias, y el conde Suero piensa, con toda seguridad, que en lugar de ser
el conde de Lucus, a vuestras órdenes, podría ser el rey de Gallaecia, y
trataros como un igual, por lo que, con disimulo, alimenta ese sentimiento de
insumisión hacia vos. Si le hubierais atacado directamente, se habría producido
un levantamiento general y nos habríamos visto envueltos en una guerra larga y
sangrienta. El consejo del obispo de Lucus y de mi tío ha sido prudente y
juicioso.
—Sí —asintió, de mala gana, el monarca—.
Isidoro es prudente y juicioso, tú eres prudente y juicioso… ¡Pero yo estoy harto de ser prudente!
Resolveré este asunto a mi manera, aunque tenga que esperar el momento adecuado
para hacerlo.”
En la
página 189, cuando recibe la noticia del avance del ejército musulmán:
“—Id a
vuestras tareas. Ha dicho el mensajero que los musulmanes son más numerosos que
las espigas de un campo de trigo, pero
yo segaré las espigas de ese campo de trigo en movimiento y haré gavillas con
sus cabezas.”
Y, en la
página 197, después de derrotar a los invasores y matar personalmente a su
jefe:
“En ese momento, un Fruela bañado en
sangre de los pies a la cabeza, aunque apenas unas gotas fueran suyas propias,
se acercó a los dos hermanos. —¡Victoria! —exclamó—. ¡Nuestro Señor Jesucristo
nos ha concedido la victoria! ¡Hemos acabado con los infieles! ¡Ahora nadie podrá decir que no soy digno
hijo de mi padre!”
A la
vuelta de la batalla, cuando comunica a Vimara que se ha casado en secreto con
Munia, en la pag. 199:
“Vimara abrió los ojos asombrados y, tras
unos instantes, consiguió controlarse, aunque no del todo.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Hubiera debido
esperarlo de ti. Nunca meditas tus actos. ¡Que Nuestro Señor nos ayude en manos
de un loco impetuoso como tú!
—¡Yo
soy el rey! —tronó Fruela, acallando con su voz y su gesto las protestas de
su hermano—. ¿Debo pedirte permiso para hacer mi voluntad? ¿Acaso cuestionas mis actos? ¡No te lo permitiré, ni a ti, ni a nadie
en la corte!”
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