Hoy, ya
cerca de finalizar las vacaciones de verano, he terminado, por fin (de manera
provisional), la parte de la trama de la Estirpe de los Reyes perteneciente a
Alarico (y a su hijo, Teodoredo) y que transcurre, en sus últimos capítulos, en
tierras pertenecientes al emirato cordobés. Eso lleva implícito que nos
despidamos de un personaje que, en un principio, no iba a tener apenas
importancia en dicha trama, que ya había tratado de manera bastante tangencial
en La Cruz de los Ángeles y que, al estudiarlo en más profundidad al
documentarme para esa novela, había comprobado que merecería ser el
protagonista absoluto de una historia; algo que ya sospechaba, y en lo que me
reafirmo después de haberle hecho trascurrir por las páginas de ésta. Aquí ha
acaparado gran parte de mi interés (y, así lo espero, del de los futuros
lectores); demasiado, quizá, para no caer en el error de que haga distraer la
atención de los verdaderos protagonistas. Así que debemos decirle adiós. Copio,
a continuación, la nota a pie de página en que le despido, y partes del borrador de este capítulo:
Nota:
“También nosotros debemos despedirnos de Abderrahmán, pues no volveremos
a verle por esta novela (con gran pena por parte del autor, que desearía
dedicarle aún muchas más páginas; pero ya ha ocupado muchas más que las que
estaban previstas en un principio). Sin duda, su destino se cumplió, pues aún
vivió hasta el año 788, sofocó muchas más rebeliones, escribió muchas más
poesías y fue la cabeza de una dinastía que convirtió al-Andalus en el
esplendoroso Califato Cordobés (algo de
eso se cuenta, resumido, en la anterior novela La Cruz de los Ángeles). En
cuanto al de Teodoredo, si queremos saberlo, tendremos que seguir leyendo los
capítulos que aún faltan”.
Y los fragmentos:
Capítulo XXIX – Córdoba (Tiene que
ser el último capítulo de esta trama)
Año 761 y siguientes
Uno de los
párrafos:
Por un tiempo disfrutó Abderrahmán
de algo de tranquilidad y pudo dedicarse a la organización de sus territorios y
de su capital. Un día, mandó llamar al jefe de su guardia. –Al-Hafiz –le dijo–.
Reúne a un par de tus hombres y sígueme. Ibn Bujt, tú y yo vamos a dar un
paseo.
El emir y su nuevo hagib, seguidos por Teodoredo y dos
soldados, salieron del palacio y se encaminaron hacia la muralla, que
atravesaron, hacia el oeste, por la puerta del Nogal[1], saliendo de la Medina.
Una vez fuera de las murallas tomaron por el camino que subía hacia la sierra
en dirección norte, hasta que, a una media legua de la ciudad, el emir ordenó
hacer alto y desmontó.
-Ven, al-Hafiz –dijo–. Mira hacia
allí. ¿Qué ves?
-Tu capital –respondió Teodoredo–. Desde
aquí se divisa bien.
-Y antes, más cerca, aquí mismo. ¿No
te llama nada la atención?
-¿Una palmera?
-Sí, una palmera solitaria, pero no
una palmera cualquiera. ¿Recuerdas el palacio de mi padre, en Halab? Había
allí, delante de mis habitaciones, una palmera igual a ésta. La miro, cierro
los ojos y me siento transportado al lugar en que viví mi infancia. ¡Ibn Bujt!
–ordenó–. Tráeme recado de escribir.
Conociendo el gusto del emir por la
escritura y la poesía, siempre iba el hagib
provisto de lo reclamado, y se lo acercó al momento. –Dejadme solo –dijo el
emir–, y guardad silencio.
Sobre una peña se sentó Abderrahmán
y colocó a su lado una pluma de ave recortada
y un recipiente con tinta, colocando un pergamino sobre su regazo.
Durante un tiempo dejó el emir que la punta del galam[2], humedecido,
corriese sobre el pergamino, cerrando de cuando en cuando los ojos y
permaneciendo ensimismado, o haciendo otras pausas en las que su mirada se
centraba en la palmera que se alzaba, solitaria, delante de él.
Entretanto, Teodoredo y Yusuf ibn
Bujt, sumido cada cuál en sus propios pensamientos, contemplaban la fértil
llanura por la que discurre el Guad-al-Kivir y la populosa capital del emirato,
bañándose en sus riberas; la mayor parte en la derecha, al norte del río: la Medina
en el centro; los Arrabales de al-Sharquiyya, al este; los de al-Garbiyya, al
oeste[3]; mientras que al sur del
río, al otro lado del puente, se situaba el arrabal de Secunda. Y cerca de
ellos, los guardias, al cuidado de los caballos, por su parte, procuraban no
hacer ningún ruido que distrajese al emir.
Al fin Abderrahmán levantó la vista
del pergamino. –Al-Hafiz –llamó–. Lee esto y dame tu opinión –añadió,
entregándoselo.
-Sabes muy bien que, aunque hablo tu
idioma, no puedo leerlo con fluidez –respondió Todoredo–. Mejor encárgaselo a
otro, no sea que te disgustes al escucharme.
-Ibn Bujt –dijo, entonces, el emir–.
Tú eres mi hagib y se te supone un
hombre culto. Léelo tú.
-Mi señor –se excusó el hagib–. Me
halagas al mencionar mi cultura. Desde luego, no soy un ignorante, pero no soy
capaz de captar con exactitud los giros y la entonación exacta que tú le hayas
dado. ¿Por qué no nos lo lees tú mismo y así regalas nuestros oídos?
Abderrahmán sonrió al escuchar esas
respuestas, que, sin duda, eran las que esperaba. Se puso de pie, cogió el
pergamino y, mirando a la palmera, declamó:
“Contemplando en la Ar-Rusafa una
graciosa palmera
Que mora en tierra de al-Garbe,
lejos de sus compañeras,
Enternecido a su vista exclamé de
esta manera:
¡Ay palmera de mi alma, pienso que a
mí te asemejas
En ser aquí peregrina y en padecer
por ausencias!
También sufres tú, cual yo, la
enojosa permanencia
Que de mi familia y casa me tiene en
remota tierra,
Has crecido, hermosa planta, en
suelo do extraña eras
Y en que, semejante al tuyo,
apartamiento se enjendra;
Pues eres mi semejante, que la
suerte te conceda
Agua que sacie tu sed y tu vida
fortalezca,
Que desciendan para ti, en grata
lluvia las nieblas
Y hasta las nubes del cielo, por
regarte, se disuelvan”.[4]
Acabados los versos, el emir
permaneció un instante en silencio, emocionado. Luego se volvió a sus oyentes,
con los ojos huemedecidos. – ¿Qué os parece? –les preguntó.
-De los dones que Allah ha
derramado sobre ti, hijo de Moawia, no es el menor el de saber expresar tus
sentimientos de tal manera que todos los que te escuchemos nos sintamos
conmovidos –replicó ibn Bujt, con la seguridad que dá el haber estado largo
tiempo en la cercanía de los que tienen el poder–. Si no hubieras estado
destinado, desde la cuna, a gobernar a los hombres, habrías podido ganarte la
vida como poeta.
El emir inclinó la cabeza,
complacido. Luego se volvió al jefe de su guardia. – ¿Y tú que opinas, al-Hafiz?
–le preguntó.
-Por un momento tuve ante mí al Abderrahmán
que conocí en Halab –replicó Teodoredo–; al que me encontré a orillas del Píramo;
el que me salvó de la esclavitud en Qayrawan; con quién compartí aventuras en
Ifriquiya; al hombre, en fin, que no había creído que volvería a ver.
El emir contempló al godo durante unos
instantes. No sabía si debía tomar estas frases como un cumplido. –Yo también
me acuerdo del niño que fue mi huésped en Halab –dijo al rato–, y que me habló
de igual a igual aunque yo era el hijo del gobernador y el nieto del califa, y
él un simple rumí; del joven que me salvó la vida a orillas del Píramo y me
dejó marchar, aunque tenía un arco apuntando a mi espalda; del hombre que puso
su espada a mi servicio y al que le confiaría mi propia vida, si fuera preciso.
Yo también dudé de que volvería a ver a ese hombre –Abderrahmán suspiró–. Debemos
recuperar a ambos, al-Hafiz al-Rumí –dijo–. Yo, por mi parte, no quiero olvidar
mi niñez ni mis orígenes. Esta palmera me los recordará. ¡Ibn Bujt! Prepara
todo para que me construyan aquí una al-munya[5]
a la que pueda retirarme en mis momentos de descanso a recordar de donde
provengo, contemplando a esta palmera –el emir volvió a suspirar–. Pero eso
será cuando pueda permitirme momentos de descanso. Ahora tenemos que gobernar
un país cargado de complicaciones. Volvamos a Qúrtuba.
Otro párrafo:
Una
semana después llegó Badr a Qúrtuba y el emir le felicitó públicamente por el
éxito obtenido en su misión. Y, también por esos días, una escena tenía lugar
en una alquería de Niebla; el jeque kelbí, Said al-Matari, se había reunido con
una docena de sus colaboradores, muchos de ellos parientes de los fallecidos a
manos de los hombres de Badr a las puertas de Isbiliya cuando el emir aplastó
la sublevación de Ibn Mogih. Y, aunque el Islam prohíbe el consumo de bebidas
alcohólicas, el recuerdo de los fallecidos y el hecho de que estos murieran
combatiendo bajo el nombre de Allah y defendiendo al califa, al que muchos
musulmanes consideraban el legítimo sucesor del Profeta, hizo que el licor
corriera en más abundancia de la que hubiera sido deseable.
-Maldita
sea la prudencia de mi pariente, Abú Sabbah al-Yashubi –dijo Said, entre vaso y
vaso–. Si no hubiera estado tan pendiente de que no se nos relacionase con la
rebelión de ibn Moghih hasta no estar seguro de que triunfase, hubiera acudido
a Isbiliya con todos mis hombres y hubiéramos derrotado al omeya.
-O
hubiéramos muerto allí, al igual que nuestros hermanos –opinó otro–. El hijo de
Moawia es demasiado poderoso.
-Sí,
pero ha alcanzado el poder gracias a las espadas de los kelbíes, para después
olvidarse de ello. Seguimos tan oprimidos por los qaysíes como en los tiempos
del Fihrí –añadió un tercero–. Estoy de acuerdo con Said. La prudencia de
al-Yashubi nos ha hecho perder una oportunidad única.
-¿Para
qué? –intervino otro–. El nuevo califa, el nuevo califa, al-Mansur, también se
apoya en los qaysíes. Solo hubiéramos cambiado un amo por otro. Desde los
tiempos de Abú-l-Khattar[6] no
hemos tenido un gobernante de nuestra tribu. Y ya sabéis como acabó.
-Si
no fuera por los consejos de mi pariente, yo hubiera encabezado a los kelbíes
en Isbiliya –insistió al-Matarí, con la voz cada vez más estropajosa–, y quizá
hubiéramos vuelto a tener un emir de nuestra tribu.
-Yo
salvé la vida gracias a que al-Yashubi
nos avisó de que se acercaba un ejército de hombres del omeya a las
órdenes de Badr y pude abandonar el sitio a tiempo –dijo el que había hablado
en segundo lugar–. Los que murieron allí fue porque no hicieron caso de los
avisos.
-Pero
murieron combatiendo y ahora están en la Yanna
–balbuceó Said–, mientras nosotros nos limitamos a beber en su memoria.
Hagámosles un sitio en nuestra mesa –y, trastabilleando, se acercó a un arcón
y, cogiendo un paño negro, lo alzó en alto–. La insignia de los abasíes –dijo–;
la tenía preparada para acudir a Isbiliya –luego se acercó a la pared y asiendo
una lanza allí apoyada, clavó el paño en su punta, lo que le costó varios
intentos–. ¡Éste es mi estandarte! –exclamó–. Con él lucharé contra el omeya –y,
con mayor dificultad aún lo colocó en el sitio de honor–. Aquí están nuestros hermanos
–dijo–. Bebamos con ellos.
Y
los asistentes a la reunión siguieron la propuesta de al-Matari, hasta que, uno
tras otro, fueron reclinándose en los almohadones y, en la sala, solo se pudo
escuchar los ronquidos de los dormidos jeques.
A
la mañana siguiente, poco a poco, se fueron despertando los kelbíes, comenzando
por los que menos habían bebido. Al fin le tocó el turno al anfitrión, quién,
con un horrible dolor de cabeza, ordenó a un sirviente que le trajera un
aguamanil y una jofaina, y se echó el líquido elemento sobre su cabeza. Después
de secarse con un paño de lino, con los ojos entrecerrados paseó la vista por
la estancia, hasta que, de pronto, los abrió totalmente, espantado. – ¿Qué
significa eso? –preguntó, señalando a la negra insignia clavada en la punta de
la lanza, y demostrando que no recordaba nada de lo sucedido la noche anterior.
Alguno
de los que, o bien habían bebido menos, o tenían mejor memoria, le explicó la
escena con detalle y el espanto de Said aumentó. – ¡Quitad ese paño de mi lanza!
–exclamó–. No sea que esto llegue a oídos del emir –pero, cuando uno de los
sirvientes se disponía a cumplir su orden, le detuvo–. ¡No, espera! –le dijo;
y, volviéndose al resto de los jeques, que estaban contemplando la escena y mirándoles
a los ojos, ya totalmente despejado, afirmó: –Soy un hombre que no se desdice
de su palabra. Tomemos las armas, enfrentémonos al omeya, y, si no triunfamos,
al menos nos encontraremos en la Yanna con nuestros hermanos.
Otro párrafo:
De vuelta a Qúrtuba, dejó pasar un
tiempo Abderrahmán hasta que los ánimos estuvieron completamente calmados en la
zona occidental de al-Andalús, y, entonces, llamó a su hagib. –Ibn Bujt –le
dijo–, los kelbíes parecen estar tranquilos y haber cesado en sus rebeliones;
pero no estaré seguro de ello hasta que esté convencido de que el más
importante de sus jeques, el que, con toda probabilidad ha estado detrás de
todas ellas, Abú Sabbah Yahya al-Yashubi, no volverá a instigarlos contra mí.
Convócalo a mi presencia.
Pasó una semana y, en la reunión del
consejo del emir, tras tratar otros asuntos, Yusuf Ibn Bujt informó: –Mi señor
–dijo–. Abú Sabbah se niega a venir a Qúrtuba. Dice que no quiere salir de la
seguridad de sus tierras, donde está rodeado de sus hombres.
-Quizá sea porque tú no has
demostrado suficiente habilidad en cumplir mis órdenes –replicó el emir– ¡Ibn
Khalid! –se dirigió a su guazir–. Tal vez tú puedas desarrollar esta misión con
más eficacia que ibn Bujt. A ti te la encargo.[7]
Abdallah ibn Khalid, quizá el más
contemporizdor de los colaboradores del omeya, se dirigió a Niebla, en busca
del jeque kelbí, y, cuando le encontró, le trasmitió la orden del emir.
-Ya contesté a los mensajes de ibn
Bujt –dijo al-Yashubi–. No pienso moverme de aquí. ¿Qué quiere el hijo de
Moawia?
-Nuestro emir quiere estar seguro de
que no has sido el inspirador del apoyo que los kelbíes prestaron a ibn Moghih,
ni de la rebelión de tu pariente, al-Matarí. Y de que no conspirarás contra él.
Al-Yashubi se rió amargamente. – ¿Conspirar?
–dijo–. El omeya ve conspiraciones por todas partes. Cuando llegó a al-Andalus,
pobre y solitario, recabó nuestro apoyo. Pero cuando, gracias a las espadas de
los kelbíes derrotó al Fihrí y consiguió el poder, se olvidó de nosotros. Al
poco, me quitó el gobierno de Isbiliya, que me había ganado sobradamente, para
dárselo a un pariente suyo. ¿Y qué hice yo? ¿Acaso me rebelé? No, volví a mi hacienda
y me dediqué a mis asuntos. Cuando el enviado del califa, ibn Moghih, se alzó
en armas contra el emir, ¿me uní a sus filas? No, permanecí aquí, en mi
alquería. ¿Tengo yo la culpa de que muchos kelbíes, quizá con razón, creyesen
que encontrarían un trato más justo por parte de los abbasíes? Cuando mi
pariente, Said al-Matarí quiso vengar a sus hermanos, asesinados por el hijo de
Moawia, ¿acaso le apoyé? No, le desaconsejé hacerlo, pero no me escuchó. Y de
nuevo el emir me culpa, injustamente, por ello. Pero ya deberíamos estar
acostumbrados a esto. Siempre que los kelbíes hemos luchado en favor de un
omeya, a continuación, cuando ya no nos necesitan, nos hemos visto postergados
y despreciados. Ya, en nuestra lejana Arabia, cuando, tras la muerte del califa
Moawia ibn Yezid[8],
no hubo acuerdo para decidir quién le sucedería, y los qaysíes apoyaron a Abdallah
ibn Zobair[9]; otro omeya, Merwan[10], tatarabuelo del
emigrante, pidió la ayuda de los kelbíes para conseguir el poder, prometiendo
que nos colmaría de importantes cargos. ¿Y qué hizo cuando gracias a nuestra
bravura derrotó a sus enemigos en la batalla de la Pradera de Rahita y
consiguió el califato? ¿Cumplir su promesa? No, volver a dar los puestos de
gobierno a los qaysíes que nos oprimieron. Así se lo recriminó Djauwas en
inspirados poemas al califa Abdelmelic[11], hijo y sucesor de Merwan,
aunque nada logró ablandar el corazón de piedra de los omeyas.
Al-Yashubi hizo una pausa, agotado
por este largo parlamento, más prolongado que los que estaba acostumbrado a
hacer. Pero, tanto le excitaba el recuerdo de los agravios sufridos por sus
hermanos de tribu a manos de los qaysíes que, al recobrar el aliento, continuó.
-Y aquí, en al-Andalús, cuando el
califa Hixem[12],
olvidándose de que fuimos los kelbíes los que conquistamos para él a este rico
país, nombró a Haitham al-Kilabí para gobernarlo[13], éste qaysí ordenó, con
falsos pretextos y excusas vanas dar muerte a los más principales de nuestros
jeques, entre ellos a Sad, el hijo de Djauwas, cuya muerte hizo que Abú-l-Khattar,
desde la prisión en que estaba confinado, escribiese también al califa versos
tan trágicos como aquellos[14]. Si yo supiera escribir
con tanta inspiración como los compañeros de tribu que he citado, también me
quejaría al emir de esa manera, pero ni ese consuelo me queda.
Después de estas frases, el jeque
kelbí quedó en silencio. Al rato, ibn Khalid, que le había escuchado
atentamente, tomó la palabra.
-Abderrahmán es un gobernante justo
–dijo, pausadamente–. Podrás exponerle a él tus quejas y decirle todo lo que me
has dicho a mí. Ten por seguro que te escuchará.
-¿Y después de todo lo que he
manifestado aún crees que puedo fiarme del omeya? –replicó Abú Sabbah–. En
cuanto esté en su poder ordenará que me maten.
-Te proporcionaré un salvoconducto –propuso
el guazir–. Tráeme recado de escribir. Te lo expediré ahora mismo y lo firmaré
con mi sello.
-¿Será eso suficiente garantía? –preguntó
el kelbí.
-Soy su guazir –respondió ibn Khalid–.
El emir habla por mi boca.
Otro párrafo:
Casi a la vez que los consejeros de
Abderrahmán salían rumbo a la iglesia de san Vicente, una comitiva de unos
cuarenta jinetes entraba en el patio del palacio y su jefe, una vez que se
identificó ante los soldados de guardia, solicitó ver al emir[15].
-Pasa, al-Yashubi –dijo el emir, que
se encontraba solo, al recién llegado–. Al fin has respondido a mis
requerimientos –añadió, mientras el sirviente cerraba la puerta por fuera.
-Aquí me tienes –replicó el jeque kelbí–.
¿Qué quieres de mí?
-Quiero que respondas de tus actos –dijo
Abderrahmán–; que demuestres que nada has tenido que ver en las rebeliones que
tus hermanos de tribu han realizado contra mi persona, que me convenzas de que,
en el futuro, nada tengo que temer de ti. Si lo haces a mi entera satisfacción,
podrás mantener tu hacienda y tus posesiones. De lo contrario, serás castigado
en consecuencia.
-¿Qué te convenza? –replicó
al-Yashubi– ¿Cómo puedo convencer al que ya me ha acusado sin fundamento y está
convencido de mi culpabilidad? ¿Cómo puedo esperar ecuanimidad de parte del que
pertenece a una familia que siempre ha pagado con desprecios a los que le han
ayudado con eficacia?
Abderrahmán torció el gesto. –Esas
palabras impertinentes y soberbias no se correponden con quien viene a
solicitar mi amán –dijo, altivamente.
-¿Tu amán? ¿Solicitar yo tu perdón
–respondió, irritado, el kelbí– ¿Acaso solicitas tú el mío por haber matado a
mi pariente al-Matarí? ¿Por haber masacrado a mi tribu en Isbiliya? Vengo a
intentar que entre nosotros haya paz, pero veo que es algo que parece imposible.
-Mucha insolencia es esa si tienes
en cuenta que estás en mi palacio, rodeado de mis soldados. Una palabra mía y
tu cabeza se separará de tu cuerpo.
Al-Yashubi sonrió. –No puedes
matarme –dijo–. Tengo un salvoconducto –añadió, sacando un pergamino–. Mi
persona es inviolable mientras esté a tu merced.
Abderrahmán frunció el ceño. – ¿Quién
firma ese salvoconducto? –preguntó.
-Tu guazir, Abdallah ibn Khalid, a
quien enviaste a buscarme.
-Y, ¿desde cuándo es Abdallah ibn
Khalid quien gobierna al-Andalús? –replicó, con altanería, el emir–. Solo yo
puedo asegurar tu inviolabilidad, y yo no te he garantizado nada.
-¡Ah! ¿Con qué era una trampa?
–exclamó al-Yashubi–. No me extraña, tratándose de un omeya. Tanto es así, que
venía preparado para ello –añadió, sacando de debajo de sus vestiduras una
espada que había escapado a la mirada de los soldados de la puerta–. Imaginé
que si entraba en tu palacio no saldría con vida. Pero no moriré solo. Llama a
tus guardianes, antes de que lleguen te habré enviado al Yahannam.
-No necesito llamar a nadie –replicó
Abderrahmán–. Yo también estoy siempre preparado –dijo, empuñando la enjoyada
cimitarra que siempre llevaba ceñida a su cintura.
Si al-Yashubi creía que iba a
enfrentarse a un gobernante reblandecido por el disfrute del poder y de los
lujos que conlleva, estaba muy equivocado, y de ello se dio cuenta en el primer
intercambio de golpes. Abderrahmán había sido educado en el uso de las armas
desde muy niño, allá en la lejana Siria. Y luego, en su deambular por el norte
de Ifriqiya, las lecciones y consejos de Teodoredo se habían sumado a los
recibidos de manos de su fiel Badr. No, bajo sus vestiduras de seda y sus
inspirados poemas, Abderrahmán tenía músculos de hierro y voluntad de acero. Y
esta última, basada en la fe ciega en la profecía de su tío abuelo Moslema, le
hacía luchar con el convencimiento y la seguridad de que nadie podría vencerle.
Y, al menos esta vez, eso fue cierto. Antes de que al-Yashubi fuera totalmente
consciente de que, a pesar de su experiencia en cien batallas, se enfrentaba a
un rival que le superaba, el arma de Abderrahmán impactaba en su cuello y le
arrebataba la vida.
El emir miró a su enemigo, caído en
el suelo, y recuperó el aliento. Luego, limpió su espada en la alfombra sobre
la que se encontraba el cuerpo del kelbí, la envainó, enrolló la alfombra de
manera que tapase el cadáver y abrió la puerta del salón – ¡Convocad a mis
consejeros! –dijo a los sirvientes que acudieron–. ¡De inmediato!
Otro párrafo:
No estuvo
presente Teodoredo en esa reunión, pues en los últimos tiempos cada vez se
sentía más incómodo en la presencia de Abderrahmán, pero unos días después se
presentó ante él. –Una vez más vengo a hacerte una petición –le dijo–. Ya has
conseguido imponerte a todos tus enemigos. Solicito tu licencia para partir
hacia las tierras de los cristianos; creo que ya he cumplido mi compromiso
contigo.
Abderrahmán
meditó unos instantes. –Quizás tengas razón, al-Hafiz –le dijo–. Allah, el
todopoderoso, te trajo hasta mí para cumplir una misión, y, con toda
probabilidad, ya la has realizado. Pero te pido un último servicio. Badr va a
salir hacia el Tseguer al mando de un ejército para recaudar los tributos que
se me deben. Acompáñale y ayúdale en esa misión. Una vez cumplida, estarás
cerca de tu destino y no tendrás que volver.
-Sabes
que no empuñaré mi espada contra mis hermanos de religión, aunque se presente
la ocasión –advirtió Teodoredo.
-No
te preocupes. He dado orden tajante a Badr de que no traspase las fronteras de
su territorio –respondió el emir, y levantándose de su sitial, se acercó al
godo–. Al-Hafiz –dijo, abrazándole–, nunca te olvidaré. Cumple con tu destino,
como yo cumpliré con el mío.
Había
concluido Badr la preparación de su ejército, cuando Abderrahmán le llamó a su
presencia. –Al-Hafiz te acompañará –le dijo–. Desea llegar a las tierras de los
cristianos, pero no puedo consentirlo. Conoce nuestra manera de combatir, las
rebeliones que continuamente me acechan, los caminos menos vigilados de todo
al-Andalús… todo lo que puede ser útil a mis enemigos.
-¿Qué
deseas que haga? –preguntó Badr.
-Lo
que tengas que hacer. Pero asegúrate de que, bajo ninguna circunstancia, al-Hafiz llegue al
reino de los cristianos.
Tras
estas palabras, Abderrahmán despidió a su secretario y, si experimentaba algún
sentimiento por la orden que acababa de dar, no lo demostró en absoluto.
[1] Bab
al-Chawz, puerta del Nogal; la que actualmente se llama Puerta de Almodóvar.
[2]
Cálamo.
[3]
Al-Sharquiyya, lo situado en el este, nombre que ha perdurado en la Axarquía de Córdoba, la Axarquía de
Málaga, etc; al-Garbiyya, lo situado al oeste, como el actual Algarbe, al sur
de Portugal, en el oeste de la península.
[4] La
traducción literal de esta poesía de Abderrhmán que nos cuenta ibn Idari es la
siguiente: “Se nos mostró en medio de la
ar-Rusafa una palmera que mora en tierra de al-Garbe, lejos del país de las
palmas./ Díjela, te asemejas a mí en la peregrinación y en la ausencia, y en lo
largo de la permanencia lejos de mis parientes y de mi familia./ Crecistes en
tierra en que eras peregrina, y semejante a ti en el apartamiento, la ausencia
ha sido semejante a la mía./ Descienda a ti el agua de la lluvia matutina con
caída que reparta la humedad y disuelva los cielos en lluvia.” La versión
poética que ha pretendido trasmitir la musicalidad que tendrían estos versos
declamados en lengua árabe pertenece a D. Francisco Fernández González, en su
traducción de la “Historia de al-Andalus” de Ibn Idari al-Marrakusí, Ediciones
Aljaima, Málaga, 1999, que es la que ha seguido el autor para consultar los datos
que aporta el historiador árabe nacido en Marrakech y que fue caid de Fez.
[5]
Al-Munya, castellanizado Almunia, es el nombre que se da a las granjas,
huertos, o fincas del campo, que podían tener una utilización agrícola, o ser
simplemente fincas de recreo, como indica el sustantivo de su nombre (munyah =
deseo). La Almunia de la Arruzafa, al-Munyah al-Rusafa, fue la finca de recreo
del emir Abderrahmán I, edificada en el lugar que hoy ocupa el parador del
mismo nombre, a causa, según nos cuenta Ibn Idari, citando una crónica anterior
de Ar-Rasi, de que, en ese lugar, una palmera solitaria recordó a al-Muhayir,
el príncipe emigrante, las lejanas tierras de su Siria natal.
[6]
Abú-l-Khattar: decimooctavo emir de al-Andalus, derrocado por los qaysíes, que
impusieron a Toaba bajo la influencia de Samail. Aunque el número puede variar
si se consideran como dos los dos períodos en que ostentó el mando Abdelmelic
ibn Qatán, o si no se considera dependiente de Damasco a Thalaaba ibn Salama,
que fue elegido por sus hombres tras la muerte de Balch, o, a los que siguieron
a Abú-l-Khattar, tanto Toaba como el
mismo Yusuf al-Fihrí. Abú-l-Khattar encontró la muerte intentando
derrotar a Yusuf para recuperar su puesto. Todo esto se cuenta en la anterior
novela, El Muladí.
[7] Según
Ibn Idari, el que se encargó de conseguir que Abú Sabbah ibn Yahya al-Yashubi
viniese a Córdoba fue Tammán ibn Alqama, pero como R.P. Dozy, siguiendo al
Ajbar Machmuá (que da las dos versiones) se inclina por que fuera Abdallah ibn
Khalid, el autor, pensando que por esas fechas Tammán aún estaría en Toledo, ha
decidido seguir, en este caso, al historiador francés.
[8]
Moawia (o Muawiya) II ibn Yezid ibn Moawia ; tercer califa de la dinastía omeya
(683-684)
[9]
Abdallah ibn Zobair; hijo de Zobair ibn Awwam y de una hija de Abú Becr (primer
sucesor de Mahoma, 632-634), fue el primer niño musulmán nacido en Medina después
de la Hégira (huída) del Profeta a esa ciudad desde la Meca. Se negó a jurar
lealtad a Yezid I ibn Moawia (segundo califa de la dinastía omeya, 680-683) y
apoyó a Husayn ibn Alí, el hijo de Alí ibn Abú Talib y de Fátima, la hija del
Profeta, nieto, por tanto, de Mahoma; a la muerte de éste, los chíies
(seguidores de Alí, que no reconocían la autoridad de los califas omeyas,
porque defendían que el califato debería recaer el alguien de la familia del
Profeta), le eligieron como su candidato al califato (era sobrino de la tercera
esposa de Mahoma).
[10]
Merwan I ibn al-Hakem; cuarto califa de la dinastía omeya (684-685), de una
rama diferente de la de los tres anteriores, y antepasado de todos los
siguientes.
[11] “¡La familia de los Omeyas nos ha hecho
teñir nuestras espadas en la sangre de sus enemigos, y ahora no quiere que
participemos de su fortuna!”; Éstos, y otros versos del poeta Djauwas nos
los cuenta R.P. Dozy en su “Historia de los musulmanes en España”
[12]
Hixem ibn Abd al-Malik ibn Merwan, décimo califa omeya (724-743)
[13] Musa
ibn Nusayr, el conquistador de Hispania en el 711, era un kelbí, así como los
emires que le sucedieron, y la mayor parte de los árabes que llegaron en los
primeros años; Haitham al-Kilabí, el duodécimo emir (729-730), fue el primer
gobernador perteneciente a los qaysíes.
[14] “Permites a los qaysíes derramar nuestra
sangre, hijo de Merwan (se debería traducir por descendiente, ya que Hixem
no era hijo, sino nieto de Merwan)… se
diría que has olvidado la batalla de la Pradera… sin embargo eran nuestros
pechos los que te servían de escudos contra las lanzas enemigas… pero después
que has conseguido el objeto de tus designios, afectas no conocernos…”.
Estos fragmentos de los versos de Abú-l-Khattar también nos los cuenta Dozy
(op.c.). Esa escena está relatada más extensamente en la anterior novela El
Muladí.
[15]
Aunque ibn Idari no da apenas noticias de este hecho, haciendo que al-Yashubi
muriera a manos de Tammán, el Ajbar Machmuá lo narra prolijamente, aunque fija
la escolta del kelbí en cuatrocientos jinetes, que el autor ha reducido a
cuarenta por parecerle demasiados para que esperen en el patio del palacio.
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