Mañana
celebramos la festividad de Nuestra Señora de Covadonga. Un día especial para
los asturianos. Y, dado que la serie de mis novelas comienza con PELAYO, REY,
sobre la vida novelada del héroe que aglutinó a astures, hispanos y godos en
torno a la cueva en que se veneraba a la Virgen y cuya ayuda, según cuentan las
leyendas, fue providencial para que allí comenzara la Reconquista, es de sobra
procedente que presente aquí mi pequeño homenaje a Nuestra Señora, copiando los
párrafos en que, en dicha novela, se narra esa batalla:
“Alqama, al que el fracaso de la mediación
del obispo no había cogido de sorpresa, ordenó avanzar al ejército. Pero en la
estrecha garganta, los numerosos musulmanes no podían moverse con comodidad, y
las primeras líneas llegaron al pie de la cueva cuando la retaguardia aún no
había doblado el recodo ni cruzado el arroyo, y no podía ver la gruta ni lo que
ante ella pasaba.
- ¡Preparad los "fundíbulos"! -
Gritó Alqama.- ¡Arqueros, aprestad los arcos!
- ¡Disparad! - Exclamaron los capitanes de
las diversas compañías cuando las órdenes del jefe estuvieron cumplidas.
Numerosos pedruscos y una nube de saetas volaron hacia las alturas,
encaminándose hacia la abertura de la cueva. Situados demasiado cerca de la
base del monte, los proyectiles no consiguieron penetrar por la boca de la
gruta, tropezando en los pétreos bordes de ella. Pelayo saltó a una repisa
rocosa, blandiendo su espada en la mano izquierda y portando en la derecha la
cruz.
- ¡Caldeos! - Gritó sin preocuparse de las
flechas que rebotaban enlas rocas alrededor suyo. - ¡No obtendréis victoria
alguna hoy! - Alzó la cruz para que todos pudiesen verla.- ¡Éste es el signo de
nuestro Dios! ¡Él nos concederá la victoria! ¡Vuestras armas no nos dañarán, al
contrario, se volverán contra vosotros!
Algunas de las flechas lanzadas por los
arqueros musulmanes, tras chocar con las peñas que rodeaban al jefe astur,
cayeron hiriendo a los berberiscos más próximos a la gruta. Las más pesadas de
las piedras lanzadas por lo fundíbulos, después de errar la boca de la cueva,
rodaron de nuevo hacia abajo aplastando a los más osados que ya estaban
intentando trepar hacia el refugio de los rebeldes. Esto, unido al aspecto casi
sobrenatural de Pelayo, de pie en la roca alzando la cruz, y al acierto de sus
palabras, tomadas como maldiciones efectivas por los más supersticiosos de los
musulmanes,
desencadenó
el pánico entre ellos. Los alaridos de los heridos se mezclaron con los gritos
aterrados de los que creyeron ver en el parlamento del godo un mensaje
sobrenatural. Las primeras líneas intentaron retroceder, chocando con los que
se encontraban detrás .
- ¡Por Cristo! ¡A ellos! - Gritó el
caudillo, dejándose caer de piedra en piedra hacia los enemigos. Sus treinta
seguidores, asomándose a la entrada de la gruta, atacaron con pedruscos y
flechas a los musulmanes, causando gran mortandad en las ya desconcertadas
vanguardias.
-¡Por Cristo! - Como un eco respondieron
los astures escondidos en las laderas del monte Auseva, arrojando toda clase de
proyectiles hacia los aterrados musulmanes, y descendiendo de salto en salto
para juntarse con Pelayo y sus hombres. Esta súbita aparición fue demasiado
para los berberiscos que, asaeteados, apedreados, aplastados y pisoteados por
sus propios compañeros que intentaban retroceder, iniciaron la huída.
- ¡Cobardes! - Gritó Alqama, intentado
reorganizar a sus tropas. - ¡Atacad, no son más que un puñado! - Pero su voz se
perdió en el tumulto.
- ¡Por Cristo! - Un nuevo griterío se
desencadenó desde el promontorio boscoso situado a la derecha de los
musulmanes. De entre la maleza, surgieron los hombres de Julián, atacando a los
enemigos más cercanos que, en su desconcierto, ya no sabían si los que les
asaltaban de improviso, eran un centenar o varios millares. Ya nada consiguió
detener la desbandada, mientras que los cristianos, sin oposición, alanceaban a
sus despavoridos enemigos.
El grueso del ejército musulmán, que no
podía observar directamente lo que estaba pasando, vio como se precipitaban
hacia ellos, aterrorizados, sus compañeros de las primeras líneas en
descontrolada huída, y dando media vuelta, intentaron librarse del desastre,
pero eran demasiados para maniobrar en aquellos estrechos parajes, y,
empujados, derribados y pisoteados por delante, y alanceados por los cristianos
que surgían por doquier a sus lados, cayeron a centenares, muchos de ellos sin saber
realmente lo que estaba pasando.
Alqama y Zeyad, aterrados, emprendieron
veloz huída y, golpeando a sus propios soldados para abrirse camino, cruzaron
el arroyo uniéndose a su retaguardia.
- ¡Por Cristo! - De entre la maleza y los
árboles surgieron, esgrimiendo sus espadas sedientas de venganza, Pedro de
Cantabria y sus godos. La huída de los musulmanes se convirtió en un caos, y el
caos en una masacre. Los más hábiles o veloces de la retaguardia consiguieron
salvar sus vidas en una frenética carrera hacia Gigia, y la mayor parte, viendo
cortada la ruta de retirada, siguieron en camino ascendente el arroyo que cruza
por delante de la gruta, internándose en los montes sin saber adónde iban, y
dejando su camino jalonado de los cadáveres de los que eran alcanzados por los
cristianos.
Entre estos últimos se encontraba el del
que había sido jefe del ejército musulmán. En su alocada huída, Alqama, el
berberisco, se había encontrado frente a frente de la poderosa y amenazante
figura del duque de Cantabria. El musulmán intentó evitar el combate, pero como
el godo le cerrase todos los posibles caminos de retirada, empuñó su cimitarra
confiando en su reconocida habilidad para derribar al que parecía jefe del
grupo enemigo. Vano intento. La espada de Pedro encontró rápidamente su
objetivo, y el noble godo obtuvo la venganza de la derrota de su reino ante los
musulmanes once años atrás. Por su parte, Alqama, halló, al pie de la Gruta, el
fin de sus ambiciones, de su ejército y de su vida, y su alma, si la tuviera, fue
a reunirse con la de tantos otros seguidores de su profeta que, al derrotar a los
godos, creyeron haber conquistado la totalidad de Hispania para siempre.
Mientras los supervivientes musulmanes
seguían con su veloz huída, unos hacia Gigia, y otros, internándose en las
alturas de los montes asturianos, Pelayo intentaba reorganizar a sus
victoriosas tropas, consciente de que los despavoridos fugitivos eran aún mucho
más numerosos que sus vencedores, y de que cualquier circunstancia imprevista
podría cambiar aún la suerte de la batalla. Sin embargo, el entusiasmo de los
cristianos no paraba mientes en esos detalles.
- ¡Victoria!
- ¡Victoria!
- ¡Dios nos ha concedido la Victoria!
- ¡Gracias a la Virgen!
- ¡Ha sido un milagro! ¡Yo lo vi!”
Más o
menos, así han llegado hasta nosotros las noticias de aquél día, y, también más
o menos, así las he reflejado yo en la primera de mis novelas.
Hola Pablo, supongo que conocerás la existencia de otra virgen de Covadonga en un pueblecito de Burgos llamado Cillaperlata. Me gustaría saber tu opinión sobre el posible orígen común de ambas tallas. Un saludo.
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