17 de julio de 2010

¿Y ahora, qué?

Como ya dije, tenía mi novela ya impresa en folios encuadernados. Pero aún no estaba satisfecho. Las pocas opiniones que había recibido sobre ella (La mayoría se habían limitado a un escueto "Está muy bien") provenían de mis allegados. Quise saber más y, en una fotocopiadora cercana, hice tres copias que envié a tres personas de cuyos conocimientos y claridad de juicio tenía constancia. Ya les he citado en los agradecimientos de los ejemplares editados, pero quiero repetirlo aquí, porque se tomaron de manera casi profesional y exhaustiva el encargo. Se trata de mi hermano, Anselmo, al que ya nombré en una entrada anterior con la promesa de hablar de él más extensamente (Ya lo cumpliré), de mi amiga, Leonor Vázquez, y de mi amiga, Beatriz Molina, profesora de árabe en la Universidad de Granada. Todos ellos encontraron multitud de errores, gramaticales, ortográficos y de argumento. (Aunque, como siempre, se escaparon aún más)y con sus consejos, completé una nueva impresión suficientemente corregida. Bueno, había pasado (creía yo) ya suficientes filtros y estaba listo para darla a conocer. Pero si iba a estar al alcance de no sabía quién, debería tomar precauciones.
Ignoraba los pasos que había que dar, pero como comenzaba a considerarme "autor", me dirigí a la Sociedad de Autores con una copia bajo el brazo. Allí, en el precioso edificio que había admirado tantas veces desde fuera, un conserje me miró de arriba abajo sin ningún signo de respeto. "¿Una novela, dice?" - Comentó.- "Aquí solo estamos para cosas de música, cine y todo eso".
Me quedé de piedra. No me había esperado nada semejante. Pregunté adónde tenía que acudir, el ujier me dio a entender que eso no era asunto suyo y volví de nuevo a casa sin haber solucionado nada.
En aquellos tiempos no había Internet, pero eso no quiere decir que no hubiera recursos. Tardé más de lo que hubiera hecho hoy en día, pero me enteré (no recuerdo cómo) de que había un organismo llamado "Registro de la Propiedad intelectual" donde se podían registrar las obras para salvaguardarlas de un posible plagio (Mi orgullo llegaba a imaginar que alguien podía desear copiarme). Allí acudí al siguiente día y registré, sin dificultad, una novela llamada "La Cruz de la Victoria"
Y, a la vuelta, no pude resistirme a entrar en un bar y tomar una cerveza brindando por mí mismo. ¡Ya era un autor!

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