29 de agosto de 2018

Alfonso II, "el casto".


Por fin llegamos al monarca que cierra mi novela La Cruz de los Ángeles, última (de las publicadas hasta el momento, pero no de las ya escritas) de las dedicadas a la historia del Reino Asturiano.

Alfonso II “el casto”, noveno de los soberanos de Asturias, es elegido rey tras la abdicación del rey Bermudo en el año 791, ocho años después de su primera proclamación, en Pravia, por su tía Adosinda, viuda del rey Silo, a la muerte de éste en el año 783. Da así comienzo a su largo reinado de 51 años, hasta que fallece de muerte natural, a los 82 años de edad, en el año 842. Alfonso traslada la corte a Oviedo, ciudad donde, probablemente, había nacido; sufre las acometidas de los musulmanes, que la asolan por dos años consecutivos, aunque Alfonso se toma la revancha atacándoles en su retirada, y la reconstruye dotándola de monumentos (un palacio, una nueva catedral…) y obras públicas (Murallas, La Foncalada…); realiza una incursión hasta Lisboa; entabla una relación política con Carlomagno (quizá por ello es derrocado y recluído en el monasterio de Ablaña, de donde le liberan sus fideles), quien, incluso, le envía una sobrina, de nombre Berta (esto no está verificado) para que sea su reina, lo que está en contradicción con su apodo y con la afirmación del cronista de que no contrajo matrimonio. Dona a la catedral de Oviedo la joya conocida con el nombre de La Cruz de los Ángeles, que da título a la novela, y hace del reino asturiano una potencia capaz de tratar de tú a tú a los poderosos emires cordobeses.

En la novela La Cruz de los Ángeles, Alfonso aparece en su primera parte, cuando nace en Oviedo, adonde se ha trasladado su padre Fruela I, con su amada Munia (uno de los motivos, en la trama, de la conjura que acabó con su vida). Luego, en la segunda, se narra su infancia y adolescencia, al cuidado de su tía Adosinda, en la que hay un viaje (ficticio) a tierras vasconas aprovechando para relatar la batalla de Roncesvalles; su labor como Mayordomo de Palacio (ya hemos dicho que este cargo era una especie de “primer ministro” sin las connotaciones de servicio que tiene actualmente. Curiosamente su equivalente, en el Imperio Bizantino, era el “domésticos”); su proclamación como rey y su huída a las tierras alavesas. Y, por fin, en la tercera, su reinado, haciendo hincapié en su propósito de castidad, algo que me impactó cuando, al documentarme, vi la importancia que le daba el historiador Sánchez Albornoz; su persistencia reedificando Oviedo después de los ataques musulmanes, labor en la que destacó el arquitecto Tioda; su relación con su cuñado Nepociano, sus tratos con Carlomagno y los problemas que le causa la presencia de Berta en sus propósitos de castidad y, en fin, la realización y donación de la joya que da nombre a la novela, que con esto se termina. No así el largo reinado de Alfonso II, que aún duró varios años más, lo que da pie a que, entre esta novela y la siguiente, aún no publicada, La Cruz de la Victoria (no cuento la Estirpe de los Reyes, pues lo que en ella se narra sucede a la vez que las ya publicadas), pueda escribirse alguna novela más, lo que no descarto, aunque tendría que esperar a que se finalizase la que me ocupa en estos mismos momentos, y alguna más que está en proyecto.

En cuanto a La Estirpe de los Reyes, en ella se profundiza más en el Alfonso adolescente (como en casi todos los personajes, por algo salió tan voluminosa que ha habido que dividirla en dos tomos), pero no se trata apenas del rey, porque finaliza en el momento en que Bermudo I cede la corona a Alfonso II.

Pero la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles sí que se extiende más sobre Alfonso II (la realicé con ese propósito, para hacerle el auténtico protagonista de la novela) y se introducen circunstancias nuevas, que había desechado en su momento, como la llegada del Arca Santa a Asturias y el fallido intento del rey Alfonso II por abrirla. La duda sigue siendo publicarla, o no. ¿No se molestarían los lectores que hayan comprado la primera redacción viendo que sale otra más cuidada? ¿No les parecería un engaño a los que compren esta nueva redacción (si es que se publica, con ese o con otro título), y ya hayan leído la primitiva, que numerosas escenas ya hayan sido relatadas en la primera?  En un futuro volveré sobre este tema, pero, de momento, seguiremos con la implicación de los reyes asturianos en mis novelas, ya publicadas o aún no.

22 de agosto de 2018

Mauregato y Bermudo


Deberíamos considerar a Alfonso II, “el casto” como el séptimo rey asturiano. Pues, a la muerte de Silo, su viuda, Adosinda, reunió a los nobles que se encontraban en la corte de Pravia, haciendo que eligieran como rey a su sobrino, Alfonso, hijo de Fruela, que, a pesar de su Juventud, ostentaba el cargo de “mayordomo de palacio” (entre los reyes godos y francos, una especie de primer ministro), que le habían otorgado los reyes Silo y Adosinda (y nombro a ambos por la indudable influencia que tuvo Adosinda en el reinado de su esposo), preparándole, sin duda, para este momento, pues ellos no tenían hijos (y el motivo, invención del autor, de ésto que se conoce en la segunda parte de La Cruz de los Ángeles es completamente improbable).

Apoyado por la facción que había asesinado a Fruela, Mauregato, un hijo bastardo del rey Alfonso I, tenido, al parecer, con una cautiva musulmana (¡Otra!, ¿sería habitual esta costumbre?) y, reforzado, posiblemente, también con tropas gallegas, pues Silo, a pesar de ser oririginario de esa región (según opinan la mayoría de los historiadores, aunque en la redacción original de la Novela La Cruz de los Ángeles, en la que se relatan estos hechos, no lo había considerado así), se había visto obligado a reprimir una sublevación de sus naturales contra el gobierno de los reyes asturianos, Mauregato consigue derrocar al recién nombrado monarca y obligarle a buscar refugio entre los parientes de su madre, la vascona Munia.

Por lo tanto, los historiadores consideran a Mauregato como séptimo rey asturiano, que gobernó desde el año 783 hasta el 789. Este hijo bastardo del rey Alfosno I aparece, como un joven príncipe no demasiado bien aceptado, en mi novela La Cruz de los Ángeles en su primera parte, y ya como rey en la segunda. Siguiendo a los cronistas, que cargan las tintas contra este rey (debido, sin duda, que esas crónicas se escribieron en tiempos de Alfonso III, quizá, alguna, por él mismo, quien era nieto del rey Ramiro, quien debía su corona a Alfonso II, el derrocado por Mauregato), en la primera redacción de esta novela le hago responsable del infamante “tributo de las cien doncellas”, del que no hay constancia fidedigna.

En La Estirpe de los Reyes, se vuelven a narrar todos estos hechos, de una manera más extensa y con intervención de nuevos personajes, inventados.

Y, en la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, de la que he repetido ya muchas veces, que quizá no se llegue a publicar, al procurar ser más fiel a lo que parece la realidad histórica, intento liberar a Mauregato de alguna de las lacras con que, injustificadamente (o no) le había hecho cargar.

A su muerte, los miembros de la facción enemiga de la famila de Fruela intentan, desesperadamente, encontrar algún noble de estirpe regia al que elegir como rey, y lo encuentran en la persona de Bermudo, hermano del rey Aurelio, que estaba recluído en un convento donde había ingresado como diácono y, no sin muchos esfuerzos, le convencen para que acepte la corona.

Bermudo I “el diácono”, pues, pasa a la historia como el octavo rey asturiano. Fue elegido en el 789, y en el 791, probablemente, después de haber sufrido una derrota contra los musulmanes, que le hace darse cuenta de que no está preparado para el cargo, “recuerda que ha sido ordenado” (así nos lo dice el cronista) y abdica en quien piensa que sí ha sido educado para dirigir los destinos del pueblo asturiano, Alfonso, el hijo de Fruela.

Aunque su reinado no tuvo hechos demasiado trascendentes (excepto, quizá, el de haber cedido el reino a Alfonso II, “el casto”), su importancia en la historia se debe a que todos los reyes posteriores a Alfonso II (asturianos, leoneses, castellanos y españoles) descienden de una u otra manera de Bermudo (aunque tuviera el sobrenombre de “el diácono”).

En La Cruz de los Ángeles es, posiblemente, el monarca tratado con menos profundidad, debido a que había prisa por pasar al auténtico protagonista, “el rey casto”, aunque se intenta ser fieles al rigor histórico.

En La Estirpe de los Reyes tiene más protagonismo, porque es uno de los que influyen en lo que es la trama (inventada e improbable, por supuesto) principal de la novela: que el futuro rey Ramiro I lleve la sangre de Pelayo (y muchas ilustres más).

Y, en la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, no hay demasiados cambios de este personaje con respecto a la publicada, puesto que lo que se pretendía magnificar era al personaje de Alfonso II.

15 de agosto de 2018

Silo


El sexto rey asturiano, Silo, fue elegido en el año 774 tras la muerte del rey Aurelio, con toda probabilidad debido a su boda con Adosinda, la hija de Alfonso I y nieta de Pelayo, reyes ambos de impactante recuerdo para los asturianos, pues uno inició la liberación de los invasores musulmanes, y el otro pasó a la ofensiva conquistando terrenos en la meseta al sur los montes, como nos relacionan con detalle las crónicas asturianas (aunque con toda probabilidad, esa ocupación no fue permanente), y falleció, de muerte natural, en el año 783.

Este monarca, del que las crónicas nos dicen que “en su época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su madre”, no tuvo demasiada importancia en la historia, excepto, quizá, porque trasladó la corte a Pravia; porque el primer documento escrito (al menos con certeza de su autenticidad) que se conserva del reino Asturiano es el llamado “diploma del rey Silo”; y porque en la iglesia de Santianes (“Sant Johannes”, San Juan) de Pravia existía una grabación en piedra: el “Acróstico del rey Silo”, que es un conjunto de letras en el que se podía leer, partiendo de la “S” central, y en todas direcciones, 2.024 veces (otros estudios hablan de 45.760 veces) la frase “Silo princeps fecit” (“el rey Silo lo hizo”).

Todas estas circunstancias admiten múltiples interpretaciones, lo que abre multitud de posibilidades para un novelista que piense introducirlas en su trama, pues ante la falta de más datos, se puede inventar lo que se quiera, aunque al hacerlo se corre el riesgo de dejar volar demasiado la imaginación, lo que me temo que fue lo que me ocurrió en este caso.

Cuando empecé a esbozar La Cruz de los Ángeles, Silo, aunque su protagonismo sería en la segunda parte, debería aparecer ya en la primera (al igual que el resto de los reyes relatados en esa segunda parte, Aurelio, Mauregato y Bermudo) y, ante la falta de datos previos, tenía que establecer su filiación. La única frase en que me podía basar (“en su época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su madre”) y la confesión del historiador Sánchez Albornoz de que no sentía capaz de ofrecer una explicación que fuera más probable que las otras posibles, me indujo a buscar algo que fuese impactante para los lectores, y que no se desvelase hasta mediada la novela. Por otro lado, su matrimonio con Adosinda y el hecho de que no tuviesen descendencia también había que tenerlo en cuenta y darle una solución lo más novelesca posible.

Así que decidí obviar la situación más comúnmente aceptada por los historiadores, que se trataba de un prócer gallego de mediana edad y que su matrimonio con Adosinda se debió a razones de política territorial (de ahí el traslado de la corte), y de lucha de facciones (el predominio de gallegos y asturianos, partidarios de Fruela como nieto de Pelayo, frente a los cántabros, que habían apoyado a Aurelio como nieto del duque Pedro); y en su lugar, imaginé a Silo como un joven apuesto, hijo de un noble y de una cautiva musulmana (que, por supuesto, se había convertido al cristianismo, para eliminar cualquier posibilidad de que fuese considerado como un bastardo), y que había impresionado a Adosinda, a la sazón una adolescente. Y, además, me vino de improviso una idea, absolutamente improbable históricamente, pero que no pude rechazar (y que no puedo revelar aquí para no estropear la sorpresa a los que aún no hayan leído La Cruz de los Ángeles), pero que condicionó toda la trama posterior, la personalidad de este rey y de todos los que con él se relacionasen, e, incluso, la historia del reino asturiano tal como la contaba en mis novelas.

Posteriormente, al escribir y publicar El Muladí, me ví en la obligación de relatar como el padre de Silo había conocido a la musulmana que sería su madre, y le hice miembro de una familia que saldría también en La Muralla Esmeralda (escrita después, pero que, como relataba hechos sucedidos con anterioridad, se publicó antes que ella) y que eran los descendientes de Julián, el amigo y cuñado de Pelayo. Y, como mis antepasados proceden de la villa de Luanco, capital del concejo de Gozón, dí al padre (imaginario) de Silo el título de conde de Gauzón. Lo que me llevó a tener que reescribir esa parte de La Cruz de los Ángeles, que aún no se había publicado. Y a, en El Muladí, no narrar explícitamente la situación citada anteriormente, pero dar las pistas necesarias para que, cuando los lectores leyesen la cruz de los Ángeles y tuviesen la impactante revelación, pudieran decir: “¡Ah! ¡Claro!” o algo así.

En la aún no publicada La Estirpe de los Reyes, mantengo todas las circunstancias que imaginé para Silo, aunque aumentadas porque en esa novela hay varios nuevos personajes importantes con los que se relaciona.

Y, cuando, abrumado por las dudas, decidí hacer una nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, además de todas las ampliaciones de las que ya hablé al tratar de los reyes anteriores, describir a Silo como lo que, con toda probabilidad, fue: un noble gallego de mediana edad que se casa con Adosinda porque ambos ven en ese matrimonio la única manera de conseguir sus propósitos; en el caso de la hermana de Fruela, que su sobrino Alfonso llegase a sentarse en el trono, y en el caso de Silo, que toda Galicia se incorporase sin reticencias al reino asturiano. Ciertamente perdí romanticismo y sorpresa, pero gané en rigor histórico y en verosimilitud. Pero, para que los lectores puedan juzgar si el resultado ha sido adecuado, tendrán que esperar a que se publique, y eso es algo que aún no sé si lo voy a hacer.

8 de agosto de 2018

Aurelio


8 de agosto de 2018

Después del estudio, bastante extenso, dedicado a Fruela I, dedicaremos esta entrada al primero de los reyes que le siguieron: Aurelio, quinto rey asturiano:

Tras la muerte de Fruela, en el año 768, los nobles eligieron como rey a Aurelio, hijo de Fruela “el mayor”, el hermano de Alfonso I y, por lo tanto, hijo del duque Pedro de Cantabria. Algunos historiadores opinan que fue debido a que los nobles de origen godo de Cantabria consiguieron el predominio en la corte (aunque Fruela I también era de origen cántabro, por su padre Alfonso I, la influencia de su madre, la hija de Pelayo, Hermesinda, quizá con antecedentes astures, debió ser grande); otros piensan que el carácter violento de Fruela le había granjeado antipatías y que Aurelio había sido el que había capitalizado este grupo intentando que la corona pasase al hermano de Fruela, Vimara; otros, en fin, piensan que, muertos los dos descendientes masculinos de Alfonso I, la opción del mayor de los hijos de su hermano (Bermudo había ingresado en un convento) era la más lógica. Quizá todas las razones tuvieron su peso.

Aurelio tuvo que enfrentarse a revueltas de campesinos, mayormente gallegos y asturianos (lo que puede confirmar en parte alguna de las opciones relacionadas), no se conocen campañas contra los musulmanes, ni porque estos intentasen invadir el reino asturiano (como, al parecer, sucedió en tiempos de Fruela I), ni porque los asturianos continuasen las correrías por la meseta, como está relacionado bajo el mando de Alfonso I). Según algunos historiadores, trasladó la capital a san Martín del rey Aurelio, pero de esto solo está la prueba de que en ese lugar poseía tierras patrimoniales.

En mi novela La Cruz de los Ángeles, Aurelio interviene en su primera parte como duque de Cantabria, bajo la autoridad de su primo, el rey Fruela I. Probablemente el ducado habría pasado, a la muerte del duque Pedro (narrada en La Muralla Esmeralda) a su hijo mayor, Alfonso, quien, al casarse con Hermesinda y trasladarse a Oviedo dejaría encargado del ducado a su hermano Fruela “el mayor”; luego, al ser elegido rey tras la muerte de Favila, quizá se lo cedió definitivamente y su hijo Aurelio lo heredaría tras la muerte de su padre. Luego, en la segunda parte d ela novela, ya como rey, es retratado como un hombre prudente, que ha accedido al trono obligado por las circunstancias (aunque en el fondo lo ambicionaba), y que recela de que su prima Adosinda, única hija que queda con vida de Alfonso I, haga uso de las costumbres matrilineales de los astures para arrebatarle el trono y traspasárselo a su sobrino Alfonso (lo que, a la postre, ocurrirá); algo que aterra a Aurelio porque piensa que el joven ha heredado la “locura” que, según cree, afectaba a su padre.

Aurelio tiene (en la ficción de mis novelas) una relación con una cautiva musulmana (la concubina del rey Alfonso y madre de Mauregato), que, a la postre, es la causa de muera, en el año 774, quizá envenenado por su amante. Aunque lo más seguro es que fuera por causa natural.

Posteriormente Aurelio aparece en mi próxima novela La Estirpe de los Reyes, en los capítulos que narran esa época del reino de Asturias, y en los que se estudia su carácter y sus relaciones con otros personajes, en especial con Adosinda (auténtica protagonista de esos años) de una manera más exhaustiva, aunque sin muchas diferencias con La Cruz de los Ángeles.

Y, en la que ya he dicho que no sé si llegará a publicarse, la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, tiene prácticamente la misma importancia que en la redacción primitiva.