15 de agosto de 2018

Silo


El sexto rey asturiano, Silo, fue elegido en el año 774 tras la muerte del rey Aurelio, con toda probabilidad debido a su boda con Adosinda, la hija de Alfonso I y nieta de Pelayo, reyes ambos de impactante recuerdo para los asturianos, pues uno inició la liberación de los invasores musulmanes, y el otro pasó a la ofensiva conquistando terrenos en la meseta al sur los montes, como nos relacionan con detalle las crónicas asturianas (aunque con toda probabilidad, esa ocupación no fue permanente), y falleció, de muerte natural, en el año 783.

Este monarca, del que las crónicas nos dicen que “en su época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su madre”, no tuvo demasiada importancia en la historia, excepto, quizá, porque trasladó la corte a Pravia; porque el primer documento escrito (al menos con certeza de su autenticidad) que se conserva del reino Asturiano es el llamado “diploma del rey Silo”; y porque en la iglesia de Santianes (“Sant Johannes”, San Juan) de Pravia existía una grabación en piedra: el “Acróstico del rey Silo”, que es un conjunto de letras en el que se podía leer, partiendo de la “S” central, y en todas direcciones, 2.024 veces (otros estudios hablan de 45.760 veces) la frase “Silo princeps fecit” (“el rey Silo lo hizo”).

Todas estas circunstancias admiten múltiples interpretaciones, lo que abre multitud de posibilidades para un novelista que piense introducirlas en su trama, pues ante la falta de más datos, se puede inventar lo que se quiera, aunque al hacerlo se corre el riesgo de dejar volar demasiado la imaginación, lo que me temo que fue lo que me ocurrió en este caso.

Cuando empecé a esbozar La Cruz de los Ángeles, Silo, aunque su protagonismo sería en la segunda parte, debería aparecer ya en la primera (al igual que el resto de los reyes relatados en esa segunda parte, Aurelio, Mauregato y Bermudo) y, ante la falta de datos previos, tenía que establecer su filiación. La única frase en que me podía basar (“en su época no hubo guerra con los musulmanes por causa de su madre”) y la confesión del historiador Sánchez Albornoz de que no sentía capaz de ofrecer una explicación que fuera más probable que las otras posibles, me indujo a buscar algo que fuese impactante para los lectores, y que no se desvelase hasta mediada la novela. Por otro lado, su matrimonio con Adosinda y el hecho de que no tuviesen descendencia también había que tenerlo en cuenta y darle una solución lo más novelesca posible.

Así que decidí obviar la situación más comúnmente aceptada por los historiadores, que se trataba de un prócer gallego de mediana edad y que su matrimonio con Adosinda se debió a razones de política territorial (de ahí el traslado de la corte), y de lucha de facciones (el predominio de gallegos y asturianos, partidarios de Fruela como nieto de Pelayo, frente a los cántabros, que habían apoyado a Aurelio como nieto del duque Pedro); y en su lugar, imaginé a Silo como un joven apuesto, hijo de un noble y de una cautiva musulmana (que, por supuesto, se había convertido al cristianismo, para eliminar cualquier posibilidad de que fuese considerado como un bastardo), y que había impresionado a Adosinda, a la sazón una adolescente. Y, además, me vino de improviso una idea, absolutamente improbable históricamente, pero que no pude rechazar (y que no puedo revelar aquí para no estropear la sorpresa a los que aún no hayan leído La Cruz de los Ángeles), pero que condicionó toda la trama posterior, la personalidad de este rey y de todos los que con él se relacionasen, e, incluso, la historia del reino asturiano tal como la contaba en mis novelas.

Posteriormente, al escribir y publicar El Muladí, me ví en la obligación de relatar como el padre de Silo había conocido a la musulmana que sería su madre, y le hice miembro de una familia que saldría también en La Muralla Esmeralda (escrita después, pero que, como relataba hechos sucedidos con anterioridad, se publicó antes que ella) y que eran los descendientes de Julián, el amigo y cuñado de Pelayo. Y, como mis antepasados proceden de la villa de Luanco, capital del concejo de Gozón, dí al padre (imaginario) de Silo el título de conde de Gauzón. Lo que me llevó a tener que reescribir esa parte de La Cruz de los Ángeles, que aún no se había publicado. Y a, en El Muladí, no narrar explícitamente la situación citada anteriormente, pero dar las pistas necesarias para que, cuando los lectores leyesen la cruz de los Ángeles y tuviesen la impactante revelación, pudieran decir: “¡Ah! ¡Claro!” o algo así.

En la aún no publicada La Estirpe de los Reyes, mantengo todas las circunstancias que imaginé para Silo, aunque aumentadas porque en esa novela hay varios nuevos personajes importantes con los que se relaciona.

Y, cuando, abrumado por las dudas, decidí hacer una nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, además de todas las ampliaciones de las que ya hablé al tratar de los reyes anteriores, describir a Silo como lo que, con toda probabilidad, fue: un noble gallego de mediana edad que se casa con Adosinda porque ambos ven en ese matrimonio la única manera de conseguir sus propósitos; en el caso de la hermana de Fruela, que su sobrino Alfonso llegase a sentarse en el trono, y en el caso de Silo, que toda Galicia se incorporase sin reticencias al reino asturiano. Ciertamente perdí romanticismo y sorpresa, pero gané en rigor histórico y en verosimilitud. Pero, para que los lectores puedan juzgar si el resultado ha sido adecuado, tendrán que esperar a que se publique, y eso es algo que aún no sé si lo voy a hacer.

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