22 de agosto de 2018

Mauregato y Bermudo


Deberíamos considerar a Alfonso II, “el casto” como el séptimo rey asturiano. Pues, a la muerte de Silo, su viuda, Adosinda, reunió a los nobles que se encontraban en la corte de Pravia, haciendo que eligieran como rey a su sobrino, Alfonso, hijo de Fruela, que, a pesar de su Juventud, ostentaba el cargo de “mayordomo de palacio” (entre los reyes godos y francos, una especie de primer ministro), que le habían otorgado los reyes Silo y Adosinda (y nombro a ambos por la indudable influencia que tuvo Adosinda en el reinado de su esposo), preparándole, sin duda, para este momento, pues ellos no tenían hijos (y el motivo, invención del autor, de ésto que se conoce en la segunda parte de La Cruz de los Ángeles es completamente improbable).

Apoyado por la facción que había asesinado a Fruela, Mauregato, un hijo bastardo del rey Alfonso I, tenido, al parecer, con una cautiva musulmana (¡Otra!, ¿sería habitual esta costumbre?) y, reforzado, posiblemente, también con tropas gallegas, pues Silo, a pesar de ser oririginario de esa región (según opinan la mayoría de los historiadores, aunque en la redacción original de la Novela La Cruz de los Ángeles, en la que se relatan estos hechos, no lo había considerado así), se había visto obligado a reprimir una sublevación de sus naturales contra el gobierno de los reyes asturianos, Mauregato consigue derrocar al recién nombrado monarca y obligarle a buscar refugio entre los parientes de su madre, la vascona Munia.

Por lo tanto, los historiadores consideran a Mauregato como séptimo rey asturiano, que gobernó desde el año 783 hasta el 789. Este hijo bastardo del rey Alfosno I aparece, como un joven príncipe no demasiado bien aceptado, en mi novela La Cruz de los Ángeles en su primera parte, y ya como rey en la segunda. Siguiendo a los cronistas, que cargan las tintas contra este rey (debido, sin duda, que esas crónicas se escribieron en tiempos de Alfonso III, quizá, alguna, por él mismo, quien era nieto del rey Ramiro, quien debía su corona a Alfonso II, el derrocado por Mauregato), en la primera redacción de esta novela le hago responsable del infamante “tributo de las cien doncellas”, del que no hay constancia fidedigna.

En La Estirpe de los Reyes, se vuelven a narrar todos estos hechos, de una manera más extensa y con intervención de nuevos personajes, inventados.

Y, en la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, de la que he repetido ya muchas veces, que quizá no se llegue a publicar, al procurar ser más fiel a lo que parece la realidad histórica, intento liberar a Mauregato de alguna de las lacras con que, injustificadamente (o no) le había hecho cargar.

A su muerte, los miembros de la facción enemiga de la famila de Fruela intentan, desesperadamente, encontrar algún noble de estirpe regia al que elegir como rey, y lo encuentran en la persona de Bermudo, hermano del rey Aurelio, que estaba recluído en un convento donde había ingresado como diácono y, no sin muchos esfuerzos, le convencen para que acepte la corona.

Bermudo I “el diácono”, pues, pasa a la historia como el octavo rey asturiano. Fue elegido en el 789, y en el 791, probablemente, después de haber sufrido una derrota contra los musulmanes, que le hace darse cuenta de que no está preparado para el cargo, “recuerda que ha sido ordenado” (así nos lo dice el cronista) y abdica en quien piensa que sí ha sido educado para dirigir los destinos del pueblo asturiano, Alfonso, el hijo de Fruela.

Aunque su reinado no tuvo hechos demasiado trascendentes (excepto, quizá, el de haber cedido el reino a Alfonso II, “el casto”), su importancia en la historia se debe a que todos los reyes posteriores a Alfonso II (asturianos, leoneses, castellanos y españoles) descienden de una u otra manera de Bermudo (aunque tuviera el sobrenombre de “el diácono”).

En La Cruz de los Ángeles es, posiblemente, el monarca tratado con menos profundidad, debido a que había prisa por pasar al auténtico protagonista, “el rey casto”, aunque se intenta ser fieles al rigor histórico.

En La Estirpe de los Reyes tiene más protagonismo, porque es uno de los que influyen en lo que es la trama (inventada e improbable, por supuesto) principal de la novela: que el futuro rey Ramiro I lleve la sangre de Pelayo (y muchas ilustres más).

Y, en la nueva redacción de La Cruz de los Ángeles, no hay demasiados cambios de este personaje con respecto a la publicada, puesto que lo que se pretendía magnificar era al personaje de Alfonso II.

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