6 de agosto de 2010

Sigue la historia.

Vamos a retomar la historia de cómo fueron escribiéndose mis novelas. En estos cinco años que han transcurrido desde la publicación de la primera edición de “Pelayo, rey” no han sido muchas las cosas que ocurrieron, así que podremos avanzar mucho más rápidamente que hasta ahora. Para centrarnos, recordemos que en la última entrada nos habíamos quedado en una relación de todas las presentaciones que se habían hecho, durante, más o menos, un año.
Entretanto había comenzado una obra en verso, sobre el mismo tema de don Pelayo, concretamente el final de sus días, que, debido a mis dificultades con la métrica, rima y demás, quedó reducida a seis páginas de una calidad más que dudosa y que tengo guardadas por algún sitio de mi despacho. No, el verso no era lo mío y ya estaba bien de celebraciones, así que había que ponerse a escribir de nuevo.
Escribir, sí, pero ¿qué? Una novela estaba publicada, otras dos terminadas, al menos provisionalmente hasta que los editores vinieran con sus pegas, en las dos siguientes me había atascado y el tema de la Reconquista parecía agotado. (Con las dos incompletas llegaba hasta el momento en que la capital se traslada de Oviedo a León y el Reino de Asturias pierde su importancia; me pareció un buen momento para concluir la serie.) En mis libros, la familia de personajes inventados que, desde Julián a sus descendientes, dan unidad a la serie son los condes de Gauzón (Gozón es el concejo que tiene por capital a Luanco y en el que vivieron mis antepasados) y Gauzón es el nombre de un jefe tribal astur que luchó contra las legiones romanas. Me pareció un tema interesante y comencé a recopilar información. Sin dejar esa tarea, tuve otra idea, quizá más fácil de llevar a la práctica. Había leído hace años dos novelas de Taylor Caldwell sobre las vidas de San Pablo (El gran León de Dios) y San Lucas (Médico de cuerpos y de almas). Ya que el ciclo artúrico me dio la idea de escribir sobre nuestro propio Héroe, ¿por qué no hacer lo mismo ahora sobre nuestro Santo nacional? El Apóstol Santiago es nuestro patrón y, aunque en honor a la verdad, la veracidad de su venida a España sea dudosa, la creencia popular en ella ha sido una constante a través de los tiempos. Recuerdo que en una de las presentaciones y refiriéndome a la probable falsedad de la mayor parte de las leyendas en que hacía intervenir a Pelayo y a su antecesor, el rey don Rodrigo, afirmé que una leyenda falsa, pero que había sido firmemente creída por multitud de personas durante un gran período de tiempo, resultaba ser más auténtica que una verdad histórica ignorada, pues influía mucho más intensamente en las generaciones posteriores. Esto mismo se podía aplicar en el caso del Apóstol patrón de España.
Estaba en plena fase de investigación y toma de datos para estas dos posibles novelas, cuando recibí una nueva llamada de los editores para decirme que querían una continuación. Yo aduje que ya les había entregado lo que debería ser la segunda novela, “El Muladí”, en realidad la tercera que había escrito, pero Alberto insistió en sacar más partido al nombre de Pelayo y continuar el tema del héroe asturiano. Bien, me puse manos a la obra durante el otoño de 2.004 e invierno 2.005. Aproveché la ocasión para describir al hijo de Pelayo, Favila, su hermana Hermesinda y el futuro esposo de ésta, Alfonso de Cantabria como una pandilla de jóvenes que iban poco a poco madurando y cogiendo responsabilidades. Dí un papel más protagonista a Julián y uní a su hijo Rodulfo, que es uno de los personajes principales de “El Muladí” y al que se le nombra en “La Cruz de los Ángeles”, con el grupo de jóvenes nobles para seguir con un hilo que diese continuidad a la serie. Esto me causó algún problema de edades y me obligó a tomar notas para, en el caso que se llegasen a publicar esos dos libros, hacer las rectificaciones oportunas; espero no olvidarme. También, para no volver a tener presiones sobre el tema, finalicé la novela con la muerte del héroe, aprovechando para poner en prosa los versos escritos hace tiempo. Así, Pelayo (y antes de él, los demás protagonistas, había que asegurarse) llegan al final de su existencia como las amarillentas hojas de los carbayos asturianos que, después de haber sido verdes y fuertes, se abandonan a los brazos de los vientos y descienden hasta reposar sobre el húmedo y fértil suelo asturiano. Ellas y ellos descansen en paz.

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