16 de junio de 2017

Escena en las afueras de Oviedo.

Otro de los cambios que tuve que hacer, ya que el Silo de esta nueva redacción es muy diferente del de la antigua, son los párrafos correspondientes a Silo y Adosinda en su primer viaje a Oviedo, en el que el futuro rey asturiano no toma parte, puesto que aún no conoce a Adosinda ni a su hermano Fruela, y en los que Teudis (aunque, naturalmente, de otra manera) toma su lugar.

De la redacción original, en su segundo capítulo:

A un tiro de piedra por fuera de la rústica y provisional muralla de troncos que rodeaba a la Iglesia de san Vicente y a las edificaciones adyacentes, el joven Silo paseaba junto con la hermana del rey, Adosinda, por el camino que llevaba desde las recientes construcciones hasta los campos de labor. El monarca y la cautiva vasca, cuyo ánimo había mejorado notoriamente en los días que llevaban en Oveto, habían salido a cabalgar por los campos próximos, y los dos jóvenes entretenían el tiempo hasta su vuelta. Adosinda agradecía al guerrero el que no la tratase con displicencia, a pesar de sus pocos años, y que siempre estuviese dispuesto a conversar con ella como si realmente fuese ya una persona adulta. Y el jefe de la escolta real se complacía en el interés que ponía la jovencita en escuchar todas sus palabras. Ambos se sentían a gusto juntos y procuraban buscarse siempre que tenían un rato libre.
─Tus posesiones están cerca de aquí, ¿no es así? ─preguntó la hermana del monarca, a la que todo lo que concernía a su acompañante le interesaba sobremanera.
─Si, a un par de días de camino, hacia la costa ─le respondió el guerrero─. Aunque la mayor parte no me pertenecen a mí, sino a mi hermano Teudis. Yo, al fin y al cabo, aunque hijo del conde Rodulfo, lo soy también de una cautiva musulmana que mi padre tomó para consolarse de su viudez al fallecer la madre de Teuda. No obstante, la generosidad de mi padre y de mi hermanastro me ha hecho disponer de suficientes terrenos en las cercanías de Pravia como para poder vivir de acuerdo con mi rango. Pero eso no impedirá que siempre sea el hijo de una musulmana.
─¿Y qué importancia tiene eso? ─protestó la joven─. Ahí tienes a mi medio hermano Mauregato, el bastardo que mi padre tuvo también con una cautiva. Todos le conceden honores de príncipe y nadie le echa en cara su origen.
─Sí, es cierto. También tu padre, cuando la reina Hermesinda, la hija de Pelayo, falleció al nacer tú, dirigió sus ojos hacia una hermosa musulmana capturada a la vez que mi madre, y además, pariente suya. De ella tuvo a Mauregato, y, como retoño de su vejez, le mostró especial afecto y ordenó se le tratase como a sus restantes hijos. Tanto es el afecto que todos tuvimos al gran rey Alfonso, que hemos intentado cumplir con exactitud sus últimos deseos. Aunque debo reconocer que tu hermanastro no me cae excesivamente bien.
─¡Oh! Es un crío envidioso y repulsivo. Le encuentro verdaderamente odioso. Y su madre Fátima...Esa mujer me da miedo; pero dices que es pariente de tu madre...
─En efecto. Cuando el rey Alfonso, en una de sus expediciones, capturó a mi madre, Fátima era una niña que estaba a su cuidado y vino con ella a Asturias. Realmente eran personas de alto rango entre los musulmanes y emparentadas, según creo, con sus principales gobernantes. Yasmina, mi madre, cuando pasó a vivir con el conde Rodulfo abrazó la religión cristiana. Y a su muerte ingresó en un monasterio, mientras yo era enviado a la corte para ser educado por el rey. Sin embargo, Fátima, a pesar de haber sido concubina del rey, nunca abandonó sus creencias. No me extraña que te de miedo, pues realmente hay algo extraño y siniestro en ella. Dicen que es capaz de hechizar a la gente, pero no creo que tu hermano, el rey, caiga bajo su influjo.
─¿Fruela? ¡Oh, no! ─contestó la joven riendo─. Ese ya ha caído bajo otra clase de hechizo. No tiene ojos más que para Munia. Y con razón. Es una joven muy simpática y atractiva. ¿No crees?
─Yo estaba con tu hermano cuando llegamos al acuerdo con los vascos según el cual ella quedaría en nuestro poder como rehén. Siempre admiré la dignidad con que aceptó su situación. Pero lo que importa no es lo que opine yo, sino lo que piense Fruela. Y sea lo que sea, yo lo apoyaré. El rey siempre me trató como a un hermano menor, y tiene mi lealtad completa.
─Lo sé ─contestó la niña─. El rey es muy afortunado por poder contar contigo... Y yo también.
─Volvamos al monasterio ─concluyó Silo─. Ya se va haciendo tarde.

Y lo mismo, en la  nueva redacción:

A un tiro de piedra por fuera de la rústica y provisional muralla de troncos que rodeaba a la Iglesia de san Vicente y a las edificaciones adyacentes, el conde Teudis paseaba por el camino que llevaba desde las recientes construcciones hasta los campos de labor, cuando vio acercarse hacia él, desde la cerca, a la princesa Adosinda.
—¡Hola, Teudis! —le saludó la joven—. ¿Qué haces?
El conde sonrió —mi responsabilidad es cuidar del rey —dijo, señalando hacia el lugar en que terminaban los campos roturados para el cultivo y los castaños y robles aún seguían siendo los dueños de las laderas; allí, en un claro entre los árboles, se vislumbraban las figuras de dos personas entretenidas en animada charla—. Pero tengo que hacerlo sin que tu hermano piense que estoy invadiendo su intimidad.
Adosinda siguió con la mirada el gesto de Teudis. —Parece que a mi hermano le gusta Munia —dijo, enrojeciendo ligeramente.
Teudis carraspeó. —Un rey tiene que estar al corriente de todo lo que ocurre en sus territorios —-dijo—. Y los valles alaveses, aunque parte de nuestro reino, son una zona casi por completo desconocida. Posiblemente tu hermano, como un soberano capaz y responsable, esté intentando conocer, por medio de la vasca, todo lo que pueda acerca de aquellas tierras, sus gentes y sus costumbres.
—¡Ah! —exclamó la princesa mirando al conde. Nunca sabía si el serio y circunspecto, aunque amable, Teudis, hablaba en serio o en broma—. Sí, será eso —concedió—. Tus posesiones están cerca de aquí, ¿no es así? —preguntó, para cambiar de conversación.
—Sí. Un par de días, hacia la costa —asintió el conde. Luego, con aire soñador, prosiguió—. Las echo bastante de menos. Desde mi residencia puede verse el mar en muchas leguas, cosa que no ocurre aquí ni en la corte. Podría estar horas contemplándolo; siempre cambiante, a veces tranquilo y relajante, otras, las más, lleno de vida y golpeando con fiereza los acantilados de la costa…
—Son tus tierras —opinó la joven—. ¿No tendrías que estar en ellas, gobernándolas?
—Sí —replicó Teudis—. Tu abuelo, Pelayo, nuestro primer rey, se las concedió al mío, su cuñado y consejero. Y desde entonces han pertenecido a nuestra familia.
—Lo sé —interrumpió la princesa—. Mis preceptores me han hablado de ellos. Pelayo sentía un gran afecto por su hermana, Adosinda. Por ella llevo yo ese nombre. Y por eso eres el noble que mi hermano más aprecia. Aparte de que, porque, según dicen, eres el mejor guerrero del reino —añadió, con una sonrisa en su juvenil semblante.
Teudis enrojeció. —Ese honor le corresponde a tu hermano, el rey —dijo—. Es cierto que Fruerla me honra con su afecto. Y yo intento corresponderle ofreciéndole toda mi lealtad y fidelidad; aunque, a veces, ello me obligue a descuidar mis otras obligaciones. Él, al ser proclamado rey, me ofreció el cargo de mayordomo de palacio y no pude negarme, aunque para ello tuve que descuidar el gobierno de mis tierras y la construcción de un castillo en la entrada de la ría de Abilius, que me había encargado tu difunto padre. Ahora el reino está organizado y en paz, y quizá no sea tan necesario. Cuando volvamos a la corte solicitaré licencia al rey para dejar mi puesto y volver a mis tierras. Añoro estar con mi mujer y con mi hijo. Desde que nació apenas he podido gozar de su compañía las pocas veces que mis obligaciones me han permitido desplazarme allí unos días. Y, por otro lado, creo que tu otro hermano, Vimara, está celoso…
—Vimara está celoso de todos a los que Fruela aprecia —interrumpió Adosinda—. Opina que nuestro hermano mayor le margina, y no es así.
Teudis aparentó no hacer caso del comentario y continuó: —Sería bueno que Fruela le fuera dando responsabilidades en el gobierno del reino. Ocupar mi puesto le iría preparando para el caso, Dios no lo quiera, que al rey le ocurriese algo. Mientras no Fruela no tenga herederos, él es el más adecuado para portar la corona. Tus hermanos tienen que estar dispuestos a ayudarse el uno al otro. Y pronto habrá que ir preparando también a Mauregato.
—¿Mauregato? —exclamó Adosinda—. ¿Ese niño malcriado y repulsivo? No sé por qué todos le conceden honores de príncipe, aunque no lo sea.
—Tu padre nos hizo jurar que le consideraríamos como a sus otros hijos —explicó Teudis—, y Fruela y Vimara así lo aceptaron. E igualmente lo hicimos el resto de los nobles. No podíamos negarnos a una de las últimas voluntades del rey Alfonso.
—No me explico qué le pudo pasar a mi padre —contestó Adosinda, poniéndose repentinamente seria—. Ni qué pudo ver en esa cautiva musulmana. A veces los hombres hacéis cosas incomprensibles.
—Tu padre fue un gran rey, y un buen hombre. No dejes que algo que hizo en sus últimos años te haga olvidar el resto de sus actos y te lleve a juzgarle con severidad. Al morir tu madre se sintió muy solo.
—No le juzgo. Admiré a mi padre tanto como todos sus súbditos. Conmigo siempre fue bueno, me demostró todo su amor y yo le correspondí de la misma manera. Y comprendo que, al quedarse viudo, quisiera buscar consuelo, pero… ¿por qué precisamente con ella? ¿Por qué, Teudis?
El conde tragó saliva. No podía explicar a una jovencita los motivos por los que su padre había actuado de esa manera. Afortunadamente, sin esperar respuesta, la princesa prosiguió:
—Pocas veces me he cruzado con ella en palacio, pues no suele abandonar la apartada zona en que mi padre la había aposentado; pero cuando, por casualidad, hemos coincidido, no he podido evitar sentir un estremecimiento. Siempre me ha dado miedo.
—Es cierto —asintió Teudis—. A pesar de haberse convertido en la concubina del rey, nunca abandonó sus creencias. No me extraña que te de miedo, pues realmente hay algo extraño y siniestro en ella. Dicen que es capaz de hechizar a la gente, Espero que tu hermano, el rey, no caiga bajo su influjo.
—¿Fruela? ¡Oh, no! —contestó la joven riendo—. Ese ya ha caído bajo otra clase de hechizo. No tiene ojos más que para Munia. Y con razón. Es una joven muy simpática y atractiva. ¿No crees?
—Por lo que a mí respecta, solamente es una rehén a la que mi soberano me ha ordenado considerar como una invitada. —replicó Teudis—. Y así será mientras tu hermano no me ordene otra cosa. Aunque nos educamos juntos y fuimos camaradas en nuestra juventud, no olvido que ahora es mi rey.
—Lo sé —dijo Adosinda, sonriendo—. El rey es muy afortunado por poder contar contigo... Y yo también.
—Se acerca la hora de la comida —dijo, en ese momento Teudis, mirando al sol, en aquellos momentos liberado del velo nuboso que, durante gran parte del día, le ocultaba—. Y tu hermano también debe haberlo notado —añadió, señalando un movimiento que se hacía perceptible en el claro entre los castaños donde habían estado sentados el rey y su invitada—. Volvamos al monasterio antes de que Fruela nos vea y piense que le hemos estado vigilando.


Como puede verse, la escena es casi igual, se explican cosas similares, pero no hay la chispa romántica que en la anterior había entre Adosinda y Silo. Aunque ya surgirá más tarde, cuando el procer gallego aparezca en estas páginas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario