2 de noviembre de 2016

La Estirpe de los Reyes

Hace unos días escribí la palabra “FIN” en mi novela, LA ESTIRPE DE LOS REYES. Eso no quiere decir que la tarea se haya acabado, pues aún queda la parte tediosa y complicada, aunque necesaria, de la corrección (mejor, correcciones). Como el proceso de escritura de dicha novela me ha llevado más de cinco años (he comprobado que la primera referencia a ella la hice en este blog, en agosto de 2011), y en todos ellos, excepto en el último, escribía de cuando en cuando, pues siempre había algo más urgente que se interponía (mi trabajo, otras circunstancias de la vida de cada uno, la revisión para publicar LA MEDALLA OLÍMPICA, lo mismo acerca de LA CRUZ DE LOS ÁNGELES, etc.), en la trama había lagunas por rellenar y errores que corregir (algún capítulo se escribió más de tres meses después del anterior, con lo que no me acordaba de muchos detalles que ya había relatado, o, al revés, daba por explicado cosas que no se habían tocado).
Así que, ahora, estoy metido de lleno en una tarea en la que me encuentro frecuentemente con sorpresas que tengo que solucionar. Pero, aunque así sea, ya se ve, como se dice habitualmente, la luz al final del túnel, y quiero hacer partícipes a mis lectores y amigos de la ilusión que se siente al ver una tarea tan larga camino de finalizarse.
Como adelanto a mis lectores, transcribo aquí unos párrafos de ese último capítulo, haciendo, como siempre, la advertencia que, una vez realizada la revisión definitiva, este texto puede tener variaciones, ser completamente diferente de lo que aquí puede leerse o, incluso, suprimirse:

 -Majestad –dijo al rey–, permitidme un momento. Alfonso –continuó, dirigiéndose al hijo de Fruela–. Cuando tu padre murió, tú eras aún demasiado joven y eso trajo etapas de intranquilidad al reino. Aurelio no tuvo hijos. Ni Silo. Y tampoco Mauregato. Y, si pudimos, a duras penas, superar eso, no es seguro que podamos seguir haciéndolo. Tú has manifestado, varias veces, que consideras el gobierno del reino como un servicio a Dios, y que, para mejor poderlo realizar, has decidido vivir en castidad. ¿Continúas pensando igual?
            -Sí –asintió Alfonso, el que sería conocido por la posterioridad como “el casto”–. Esa ha sido y es mi idea.
            -Pues, para evitar los problemas que pueden darse cuando llegue el momento de tu sucesión, creo que debes designar ya a quien haya de seguir tus pasos.
            -Ese momento, quizá esté lejano. Además, llevo años fuera del reino y no conozco a nadie del que pueda asegurar que sea el más digno –dijo Alfonso.
            - Acercaos –dijo el sacerdote, haciendo señas a los dos interlocutores para que nadie más que ellos pudiera escuchar lo que iba a decirles–. Hay alguien –continuó, señalando al hijo del rey–, Ramiro, hijo de Bermudo, es por su padre, descendiente de Pedro de Cantabria, el noble de más alcurnia de todos los godos que se unieron a los astures para formar este reino; pero, por su madre, desciende de Favila, el hijo del rey Pelayo, nuestro libertador y fundador del reino. Y por su abuelo, Teodoredo, lleva la sangre de don Rodrigo, último soberano del reino godo de Toledo.
            Isidoro guardó silencio unos momentos, aguardando a que Alfonso asimilara todos sus razonamientos. –Y, además de eso –continuó–, no se debe olvidar que su padre, Bermudo, es el legítimo rey de Asturias y que, voluntariamente, te ha ofrecido la corona.
            Alfonso contempló al sacerdote, meditando sus palabras, luego miró al rey, dio dos pasos hacia atrás y con voz lo suficientemente alta como para que todos escuchasen sus palabras, dijo al soberano: –Si me entregáis el reino, prometo nombrar a vuestro hijo mi sucesor, para cuando llegue el momento de que Dios, Nuestro Señor, me reclame a su presencia.
            Bermudo retrocedió a su vez, miró a los presentes, luego a Alfonso, apoyó su rodilla en tierra e inclinó la cabeza. –Majestad –le dijo–, sois el rey Alfonso, segundo de este nombre. El reino es vuestro.
            Por un momento todos permanecieron en silencio que, al fin, rompió Teudiselo –Este acontecimiento requiere una celebración solemne –dijo–. Venid a mi residencia, que allí prepararé todo lo necesario.
            Alfonso se acercó a Bermudo, le hizo levantar y le abrazó afectuosamente. Luego, poco a poco, todos salieron en pos del conde de Gauzón y de los dos monarcas, los últimos, Isidoro y Xinto.
            Bueno –dijo el astur–. Has cumplido todas tus misiones. ¿Qué harás ahora?
            -Ir a un monasterio, ingresar allí, y dedicarme solamente a rezar. Que el reino de Asturias resuelva solo sus problemas a partir de ahora. ¿Y tú?
            -Como te dije, mi momento se acerca. Cuando llegue, me internaré en el bosque y me uniré, al fin, con la tierra asturiana.
           

            Los dos amigos, cogidos del brazo, salieron del castillo en pos de la comitiva que se iba a dirigir a la residencia de Teudiselo. Ya no intervendrían más en la historia de Asturias, pero eso no quiere decir que en esa tierra no continuasen pasando cosas trascendentes, que procuraremos seguir contándoles en esta serie de novelas.


Octubre de 2016.

                                               FIN


            Asimismo, recuerdo a mis lectores (y a aquellos que aún no lo son), donde y como pueden conseguirse mis novelas:

PELAYO, REY:
En papel y en versión digital en Imágica Ediciones S.L., albertosantoseditor.com, en la sección de Imágica Histórica.
            Solo en edición digital en editorialsapereaude.com, en la sección de narrativa.
LA MURALLA ESMERALDA, EL MULADÍ y LA CRUZ DE LOS ÁNGELES:
            En papel y en versión digital en editorialsapereaude.com, en la sección de narrativa.

Todas ellas, en papel, en la Librería Salazar, calle Luchana 7/9, Madrid.

Y, fuera de la serie dedicada a la Reconquista:
LA MEDALLA OLÍMPICA
En papel y en versión digital en Editorial Temperley, www.temperley.net/editorial


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