21 de septiembre de 2017

REPETICIONES III

Continuamos esta serie de entradas, refiriéndonos al conde Rodulfo, del que comprobamos que no puede olvidar la muerte de su padre, pues nos la recuerda en varias ocasiones y que la habíamos narrado en la anterior novela LA MURALLA ESMERALDA; y luego nos fijaremos en Alarico, que parece estar obsesionado con la indigestión de mejillones de su amigo Nicéforo, que también habíamos leído en esa misma novela:

El conde Rodulfo, hablando, bien con el conde Fruela o con Xinto, recuerda varias veces la muerte de su padre:

En el capítulo II, pag. 9 (de mi borrador), en una larga conversación:
“—Y no quiero acordarme de él —exclamó Rodulfo, con el semblante repentinamente endurecido—. Por su culpa mi padre encontró la muerte. Tras varios años ausente volví a verle solo para sostenerle en mis brazos mientras abandonaba este mundo, herido por la espalda por el jefe de los musulmanes, mientras corría para avisarnos de que nos habían tendido una celada. Pero el culpable fue tu cuñado, que había avisado a nuestros enemigos de que les estábamos esperando —concluyó apretando los dientes.
—Yo hubiera desado matarle allí mismo —añadió el conde Fruela, iguamente irritado por los recuerdos que acudieron a su mente—. Y lo hubiera hecho de si no se hubieran adelantado sus propios hombres, indignados con su traición.
—Nosotros resolvemos nuestros propios asuntos —dijo, secamente, el astur—. Pero ese fue el primer marido de mi hermana, indigno de suceder a mi padre, Oreyu. Ahora el jefe es su segundo marido, y tampoco creo que reuna las cualidades necesarias.
Don Pelayo y yo corríamos hacia mi padre —continuó Rodulfo, sumido en sus tristes rememoraciones—, pero veíamos que no podríamos llegar hasta él antes de que el jefe de los musulmanes le alcanzase
—Abdallah —le interrumpió Xinto, hablando entre dientes, a quen también el pensar en aquel momento le había hecho crispar el gesto—. Se llamaba Abadallah y había estado a punto de matarnos a Alarico y a mí varias veces.
El conde prosiguió, sin que la intervención del astur hubiese conseguido distraerle de sus pensamientos. —Entonces Pelayo lanzó su “francisca”, con la que nunca había fallado. Yo iba unos pasos por delante y la sentí pasar al lado de mi cara; por un momento me llené de alivio pensando que iba a salvar a mi padre, pero otro de los musulmanes se interpuso en su camino y recibió el impacto destinado a su jefe —Rodulfo llevó maquinalmente la mano al arma que pendía de su cinturón—. Desde aquel día don Pelayo no quiso usarla más, entristecido porque no había sido capaz de salvar a su amigo, pero yo la recogí y la guardé. Todo lo que sucede ocurre porque está dentro de los designos de Dios, y, quizá, el destino de mi padre era dar su vida para que otros pudieran vivir… y ojalá que el mío algún día sea el mismo —concluyó en voz baja.
—De todas maneras, Pelayo alcanzó al musulmán y le derribó de su caballo —le dijo Fruela, recordando lo sucedido—. Hubiera podido acabar con él, pero se acercó al cuerpo caído de tu padre para compartir con vosotros sus últimos momentos; el musulmán aprovechó la ocasión para escapar por el bosque.
—Y allí estaba esperándole yo —añadió el astur, mientras su mano, involuntariamente, acariciaba una antigua cicatriz, apenas visible, que cruzaba su rostro—. Y todo se acabó —concluyó con acento sombrío.”

Cap. VIII, pag. 67:
“—¿Sumido en tus pensamientos? —dijo el conde Fruela, que había dejado por unos momentos su puesto a la cabeza de la columna, acercándose a Rodulfo, que marchaba unos pasos más atrás—. Este sitio te trae recuerdos, ¿verdad? El día del entierro de Favila estuvimos hablando precisamente de ello.
—asintió el aludido—. Aquí fue donde murió Julián, mi padre. Venía prisionero con el ejército de musulmanes, pero consiguió escaparse para darnos aviso de que nos preparaban una trampa y eso nos salvó la vida, aunque le costó la suya. Yo salí corriendo para auxiliarle, pero llegué tarde —dijo, con un suspiro—. El rey Pelayo, que iba unos pasos tras de mí, lanzó su francisca y mató a uno de ellos, pero su jefe le alcanzó antes que nosotros —concluyó el conde, asiendo, maquinalmente, el hacha de mano que pendía de su cinturón y mirándola con tristeza.
—Yo estaba emboscado con la mitad de nuestros hombres allí —dijo Fruela, señalando al otro lado del riachuelo al lado del cual discurría el sendero—, ignorante de que los musulmanes sabían nuestros planes y que el grueso de sus fuerzas marchaba más atrás, esperando que saliéramos de nuestros escondites para atacarnos. La valiente y generosa actitud de tu padre frustró sus intenciones y nos permitió obtener una victoria completa. Nunca pude saber a cuantos enemigos quité la vida aquel día, pero tendría que haber tenido varias manos para poder contarlos.
—Yo no dí ni un solo golpe —Rodulfo parecía estar meditando en voz alta—. Solo podía estar arrodillado al lado de mi padre, viendo cómo se le escapaba la vida por la terrible herida y sin poder hacer nada por evitarlo. ¡Qué inútil e impotente me sentí! Al acabar la lucha Xinto arrojó a los pies del cadáver de mi padre el khilab ensangrentado de su asesino anunciando que le había vengado, pero eso no me sirvió de consuelo. Hacía apenas un año que había perdido a mi amada Brunequilda y ahora, mi padre, del que nada sabía desde hacía años, volvía solo para morir en mis brazos. ¿Para qué tanta lucha? ¿Para qué tanto esfuerzo? Si, al final, no servimos de nada…
—¿De nada? ¿Cómo crees que sobrevive el reino si no es gracias a tu sabiduría y eficacia? Sin ti, mi hermano no podría gobernar ni la mitad de bien de cómo lo hace.
—Solo hago aquello que me enseñó mi padre.
—Y yo lo que aprendí del mío. Todos hacemos lo que tenemos que hacer y no hay más de que preocuparse —dijo Fruela, con una sonrisa indicativa de que las complicaciones mentales no iban con él—. ¡Hola, hermano! —saludó, al ver que el monarca avanzaba hacia ellos desde su puesto en el centro de la columna—. Estábamos recordando la última vez que luchamos contra los musulmanes. Fue aquí mismo.

—Sí —asintió Alfonso—. Vosotros matando enemigos mientras yo me quedaba atrás ocupándome de los asuntos de gobierno. Agradecedme que no os guarde rencor y que esta vez os haya permitido venir y compartir conmigo la gloria del combate y la victoria. ¡Vamos! Avivad el paso o no llegaremos a la cumbre antes de la noche.”


En cuanto a Alarico, parece tener una fijación con la indigestión que sufrió Nicéforo, provocada por una comilona de mejillones, que relatamos en la novela La Muralla Esmeralda:

En el Cap. V, pag. 39:
“—Sí —asintió Alarico—. Sustituyéndote como embajador de Bizancio ante Carlos Martel, puesto que tú estabas prostrado en la litera de tu camarote, agotado por una fuerte diarrea —y el godo no pudo evitar una carcajada, la primera que profería en mucho tiempo, al recordar la escena—. Ya entonces no sabías tener medida en la comida.
—La mayor que tuve en toda mi vida —asintió el griego, riéndose estruendosamente a su vez—. Desde entonces no he vuelto a probar los mejillones.”

Cap. VII, pag. 63:
“—Esto es lo que haremos —dijo el navegante—. Mañana por la mañana Jamal levará anclas y navegará hasta Thesalónica. Allí adquirirá esta lista de pertrechos —continuó, acercando un pergamino a su segundo—, que es lo que me ha demandado Dimitri. Éste —añadió, señalando al más corpulento de los hombres que le acompañaban—, te acompañará, vestido con mis ropas. Y en los puertos se dejará ver de vez en cuando en cubierta, para que nadie dude de que estoy a bordo. Cuando vuelvas a Antalya le dirás al strategos que estoy enfermo y que por eso no bajo a negociar con él personalmente…
¿De una indigestión de mejillones? —sugirió Alarico, sin poder evitar una sonrisa.
—No me lo recuerdes —replicó el griego, torciendo el gesto—.”

Cap. XI, pag. 115.
“Después de tres días de fatigoso caminar por una región árida y pedregosa, los embajadores bizantinos llegaron a la vista de una ciudad populosa en la que destacaba una amurallada ciudadela situada en lo alto de una colina.
—Halab —dijo el jefe de la patrulla árabe, señalándola.
Nicéforo asintió con la cabeza. —Ahí está nuestro destino —dijo a su amigo—. Así la denominan los musulmanes. Procuremos entrar con la mayor dignidad posible. ¿Cómo te sienta ser embajador del basileus?
—No es la primera vez que ostento este cargo —replicó el godo—. Aunque la otra vez fue sustituyendo a un amigo postrado en el lecho por una indigestión. ¿Te acuerdas?
Nicéforo soltó una carcajada. —Es cierto —asintió—. Tú no permites que lo olvide.”

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