La siguiente entrada en el blog, con esta fecha,
corresponde a otro adelanto de la Estirpe de los Reyes, esta vez dedicado a
Luz, que es quién se interesó lo suficiente por la continuación de la historia
de Abdul, como para conseguir que decidiera meterme en el berenjenal que me
encuentro ahora. Afortunadamente, poco a poco, La estirpe de los reyes se va
acercando a su final, aunque mucho más lentamente de lo que quisiera.
Para aquellos lectores
(especialmente Luz Morales, principal “culpable” del asunto) que no se quedaron
satisfechos con el final (pastelero) de la historia de Abdul, el protagonista
de EL MULADÍ, aquí va un sucinto adelanto de como retomaremos su historia en LA
ESTIRPE DE LOS REYES. Comenzamos con los párrafos en que narramos el final de
EL MULADÍ, aunque con algunos ligeros retoques:
El sacerdote Isidoro conversaba con Abdul,
paseando por los jardines del palacio real de Cangas. Una vez cumplidos sus
deberes de consejero del monarca acerca de conocer todo lo que fuera útil de
los enemigos del reino, retomó su papel de hombre de la Iglesia y quiso saber
más acerca del nuevo cristiano
-Anselmo –le dijo, utilizando el
nombre que le había sido impuesto–. ¿Cuándo
decidiste renunciar a las creencias equivocadas y volver a la fe que tu
padre nunca debió abandonar?
Abdul carraspeó. Varias veces había
tenido que contestar a esta pregunta u otras similares y siempre se había visto
en dificultades. Quizá porque ni él mismo sabía exactamente la respuesta. – No
estoy seguro –dijo–. Nunca fui un musulmán convencido; me limitaba a cumplir los
preceptos lo suficiente como para no llamar la atención. Yo estaba enamorado de
una joven cristiana, de nombre Jimena, y pretendía casarme con ella. Para
vencer las reticencias de mi amo acerca de esa boda, partí con el ejército con
la esperanza de distinguirme en los combates lo suficiente como para que me lo
permitiera; pero en el primero que participé fui derribado y hecho prisionero.
Por ironías del destino, eso me llevó a formar parte del ejército de los sirios
y ocupar un puesto importante entre ellos, pero no me sirvió para cumplir mis
objetivos.[1] Cada vez que intentaba volver a mi pueblo y
reunirme con mi amada, había algo que me lo impedía[2].
Hasta que, al fin, me llegó la noticia de que había fallecido. Desde ese día
perdí el interés por todo, hasta que, en Qúrtuba trabé amistad con un sacerdote
cristiano. Éste, me habló de la fe cristiana, de la esperanza en otra vida, y
de que allí, quizá, pudiera encontrarme con Jimena, si volvía a las creencias
de mis antepasados. Eso, unido a que mi jefe, Samail, había comenzado a recelar
de mí, y sabía lo que les ocurría a todos los que perdían su favor, me llevó a
desear llegar al reino cristiano que sabía que existía al norte de los
territorios musulmanes. Así me encontró el fallecido príncipe Fruela y me envió
ante su hermano, el rey. De camino, en un monasterio, y a instancias del jefe
de la escolta, que no quería traer a la corte a un renegado, me bautizaron; y
así llegué aquí.
- Los caminos del Señor son
tortuosos y, a veces, inexplicables –comentó el sacerdote–. Esa razón que
aduces para volver a la fe cristiana puede ser tan buena como cualquier otra.
Ya nos has prestado un servicio importante. Ahora tengo que buscar un lugar
donde alojarte; creo que lo mejor es que vayas a las posesiones de mi sobrino, el
conde de Gauzón. Allí encontraremos alguna tarea para ti.
- Como deseéis –replicó Abdul,
asintiendo.
- Te avisaré cuando estemos
dispuestos para partir –concluyó el sacerdote, dando por terminada la
conversación y disponiéndose a volver a sus habitaciones. Pero, cuando ya se
había alejado unos pasos, la expresión de su rostro cambió y se volvió–. ¿Cómo
dijiste que se llamaba esa joven que amabas? –preguntó
- Jimena –le contestó Abdul.
- Sí –decidió, con una sonrisa, el
sacerdote–. Irás a Gauzón. Y antes te contaré algo.
Y seguimos con el final contado en EL
MULADÍ, ahora sí copiado exactamente, para satisfacción de los amantes de las
telenovelas:
Jimena acostumbraba pasear cada tarde hasta el borde del
acantilado que se erguía sobre el espumeante mar a pocos pasos del castillo de
Gauzón y permanecer allí, contemplando el horizonte mientras el viento del
nordeste acariciaba su rostro y hacía ondear hacia atrás sus cabellos. ¿En qué
pensaba la joven en esos instantes? ¿Se sentía feliz? Marcelo y su esposa, así
como el resto de la gente del condado la trataban con afecto y consideración, y
no tenía motivos para sentirse desdichada, pero la expresión triste de su
rostro no acababa de desaparecer. El hermano del difunto conde lo achacaba a la
tristeza por la muerte de su esposo, Justo, aunque habiendo sido él mismo el
principal responsable de que la joven dejase atrás sus reticencias a contraer
matrimonio, le extrañaba que la desaparición de alguien a quien la joven había,
en verdad, tomado afecto, pero que (nunca se hizo demasiadas ilusiones al
respecto, ni él ni su difunto amigo) no había sido el auténtico y apasionado
amor de Jimena.
Aquél día el viento era especialmente fuerte y la joven tenía que
hacer esfuerzos para mantener el equilibrio, aunque la sensación en todo su
cuerpo seguía siendo fresca y agradable. De pronto, algo le hizo volverse. El
fuerte aire del nordeste empujó sus cabellos sobre su rostro dificultando su
visión. A pocos pasos de distancia alguien acababa de descabalgar de su montura
y corría hacia ella gritando algo. Jimena trató de oír lo que decía, pero el
viento, que soplaba en dirección contraria se llevó sus palabras. Intentó verle
mejor, pero sus cabellos se arremolinaban en torno de sus ojos. ¿Quién podría
ser? No lo sabía. También lo ignoraba Marcelo que, a las puertas de la
residencia, había visto llegar al forastero. Pero pudo apreciar que éste corría
hacia la joven abriendo los brazos y, receloso, también se dirigió hacia la
joven. Jimena no entendía nada, pero, de espaldas al acantilado sintió miedo y
al ver al desconocido precipitarse hacia ella intentó escabullirse. En el
último momento, algo familiar le pareció reconocer en él, pero no podía ser...
Aún dudaba de sus sentidos, cuando el que llegaba se lanzó a cogerla entre sus
brazos, y la estrechó contra su pecho. Marcelo, corriendo, ya verdaderamente
alarmado, vio como el forastero asía con fuerza a la joven, esta daba un paso
atrás y ambos, abrazados, perdían pie y desaparecían de su vista por el borde
del acantilado. Aterrorizado, se lanzó al suelo y miró hacia abajo. Y allí los
vio. Apenas unos pies por debajo del borde del promontorio, y a varios cientos
por encima de las afiladas rocas contra las que las furiosas y espumeantes olas
del mar rompían sin cesar, una pequeña repisa cubierta de verde hierba
albergaba a dos jóvenes, ajenos al peligro que acababan de correr y aún
abrazados
- ¿Eres tú, Abdul?
- ¿Eres tú, Jimena?
- ¡Estás vivo!
- ¡Estás viva!
- O quizá es que estamos muertos los
dos...
- No importa, puesto que estamos juntos.
- Te he echado tanto de menos...
- Y yo. Me dijeron que...
- A mí también. Tengo tanto que contarte.
- Y yo...
- Después.
- Sí. Después.
- …/
Parecía
un final apropiado, ¿no? Pues si la continuación de esta historia, al igual que
pasará con la de Alarico, de la que hablamos en la entrada anterior, no es tan
benévola con los protagonistas, ya saben a quién responsabilizar de ello.
Aunque, de momento, las cosas siguen bien como vemos en este extracto del
capítulo siguiente:
En el salón de la residencia del conde de
Gauzón, Isidoro explicaba al sorprendido Marcelo la historia del recién
llegado, mientras los dos enamorados, en un rincón, se daban cuenta el uno a la
otra de todo (realmente de parte, pues todo les llevaría varios días y, además,
había ciertos aspectos que, quizá, fuera mejor no explicar demasiado)[3] lo que les había
acontecido en los años que habían estado separados.
-Lamento no haber podido ponerte
sobreaviso –dijo el sacerdote–, pero cuando nos acercábamos a la casa, Anselmo
vio a Jimena paseando, la reconoció, espoleó a su montura y me vi incapaz de
seguirle. En fin, ahora ya estás enterado de todo. ¿Y Teudis? ¿No está en casa?
- Tu sobrino pasa más tiempo en las
obras de la fortaleza que ocupándose del resto de los asuntos de sus tierras.
Temo que esa tarea acabe trastornándole.
- Ha heredado de su padre el afán
por realizar a la perfección todo lo que se propone –comentó Isidoro–; y no se
da cuenta de que sus capacidades no son las mismas. Quizá sea buena cosa encontrar
alguien que le ayuyde y le descargue de preocupaciones –añadió, mirando al
rincón donde Abdul y Jimena, con las manos entrelazadas, continuaban con su
plática–. Mañana iré a verle, y luego seguiré hacia la aldea de Xinto. El
verano toca a su fin y quiero pasarme por allí antes de que el tiempo empeore.
Y luego volver a Cangas; no debo dejar demasiado tiempo solo a nuestro rey.
Está pasando malos momentos.
- Echas sobre tus hombros demasiadas
responsabilidades, Isidoro –le dijo Marcelo–. Al fin y al cabo, eres solo un
sacerdote, no un gobernante.
- Lo sé, lo sé –asintió el monje–. Y
mis fuerzas ya no son las de hace años. Pero Dios no ha querido que solo
tuviera que hacer frente a mis deberes como hombre de Iglesia, sino que me ha
puesto en la tesitura de tener que tomar decisiones que implican al gobierno del reino. Y no estoy seguro de
haber estado suficientemente acertado en ambas tareas.
Entretanto, Jimena asía con fuerza
las manos de Abdul y le miraba, angustiada, a los ojos – Te ruego que me
perdones no haberte esperado –le dijo, después de haberle contado que que su
estado era el de viuda, pues quería ser ella quien s elo dijera antes de que se
enterase por otros medios–. Me habían asegurado que todos los que habían
partido en esa malhadada expedición habían muerto; que, aunque no hubiera sido
ese tu destino, era imposible que volviéramos a encontrarnos, que…
-No tengo que perdonarte nada –le
replicó Abdul–. A mí también me aseguraron que tú habías muerto, con tanta
certeza que perdí la esperanza de volverte a ver. Pero ahora, increíblemente,
estamos juntos de nuevo. Y no pienso volver a separarame de ti. Ven –le dijo y,
cogiéndola con suavidad del brazo la condujo ante el sacerdote.
- Bueno, Anselmo –dijo éste al
verlos acercarse–, ¿Ya le has contado a Jimena las aventuras que has corrido
desde que te separaste de ella?
- Solo una pequeña parte; tendremos
tiempo a partir de hoy. Pero hay algo más urgente. Toda mi ansia durante estos
años fue volver a verla y casarme con ella, y siempre había algo que lo
impedía. No quiero que eso vuelva a ocurrir. Deseo que nos unáis en matrimonio.
- ¿Ahora? Eso es demasiado
precipitado.
- No lo creo. Hemos tenido muchos
años para pensarlo. Y estamos decididos.
- Pero no podemos hacerlo asi, de
repente –objetó el sacerdote–. Jimena, como perteneciente a la casa del conde
Teudis tendrá que pedir autorización a su señor. Yo, mañana, pienso partir a
encontrarme con él y lo haré en vuestro nombre. Luego tengo que hacer un viaje
a una aldea astur de las montañas, y, a mi vuelta, en un par de meses… –al ver
la expresión en el rostro de sus interlocutores, Isidoro se detuvo y se volvió
a Marcelo–, aunque creo que nosotros dos podríamos tomar esa responsabilidad
¿No crees? Mañana, antes de mi partida, celebraremos la boda en la iglesia del
pueblo vecino.
Tengo
que confesar que se me pasó por la cabeza que esa noche sucediese algo que
separase de nuevo a los enamorados (disfruté mucho más haciéndole “perrerías” a
Abdul que cuando, al fin, le permití encontrarse con Jimena), pero, al fin, me
compadecí (de momento) y en un capítulo siguiente podremos leer:
Antes de fallecer, Fruela había capturado a
un muladí, un hispano musulmán – explicó Isidoro–, que vino voluntariamente con
nosotros, pues quería huir a un territorio cristiano. Y que, casualmente, era
el prometido de Jimena, la joven que tu padre liberó en la primera incursión a
la meseta y que te cuidó cuando niño.
Teudis abrió los ojos, sorprendido –
¿Es cierto? –preguntó–. Pero, ¿no le habían dicho a Jimena que había muerto.
-Sí. Y la misma noticia le había llegado a él respecto
de ella. Pero, ya ves, los designios de la Divina Providencia son
inescrutables. Al fin están juntos. Esta misma mañana les he casado. Marcelo y
yo pensamos que no te opondrías y, después de tanto tiempo, no quería retardar
más su unión.
- Por supuesto –asintió el joven
conde–. Mi padre sentía un gran afecto por esa joven, y yo también. Siempre fue
muy buena conmigo. Pero… –y Teudis meditó un momento–, en este caso es una
suerte que su marido haya muerto junto con mi padre. Si no, lo que ha sido un
encuentro feliz hubiera sido una gran complicación.
- Por no decir otra cosa. Pero, como
he dicho antes, los designos de Dios son inescrutables. Justo encontró una
muerte gloriosa defendiendo a su señor, tu padre, contra los enemigos de
nuestra Fe, y seguro que está, junto con él, en manos del Altísimo; y Jimena
volvió a ser libre para casarse con su primer amor. Anselmo, como le bautizaron
antes de presentarle al rey, o Abdul, como se llamaba anteriormente, es un
hombre culto e instruído. Ha desempeñado cargos de importancia en las tierras
de los musulmanes y junto a los más importantes de sus dirigentes. He pensado
que podría encargarse, en tu nombre, de dirigir la construcción de este castillo
que tantos quebraderos de cabeza te está dando, y así tú quedarás libre para
trasladarte a la corte. En ausencia del fallecido Fruela, nuestro rey Alfonso
necesitará toda la ayuda posible.
Bueno,
ya hemos adelantado demasiado. Solo repetir la salvedad de la entrada anterior
de que (y mucho más en este caso, en que he acelerado la redacción para poder
publicar estos adelantos), cuando se publique la novela, quizá estos capítulos
tengan algunos cambios ligeros, o, tal vez, no se parezcan en nada a lo aquí
escrito.
[1] Una breve e incompleta reseña de las
aventuras de Abdul, contadas con detalle en la anterior novela EL MULADÍ
[2] El autor se confiesa culpable de eso. Quizá
todos tengamos dentro una pequeña cantidad de sadismo.
[3] Para los que les extrañe esta afirmación,
no tienen más que consultar los capítulos 8 y 17 de El Muladí y lo comprenderán
enseguida.
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