26 de septiembre de 2010

LOS PERSONAJES: El Amigo.

Es el momento de volver a hablar de los personajes de la novela. Habíamos quedado en que, para evolucionar desde un joven altivo e impetuoso, valiente y decidido, sí, pero quizá algo irreflexivo y orgulloso, hasta llegar a ser un líder, un conductor de hombres capaz de recoger los restos maltrechos del reino de los godos, juntarlos con hispanorromanos y astures y crear un nuevo reino que fuese el germen de los que hoy es (somos) España, nuestro héroe tenía que haber tenido alguna ayuda. Y me había imaginado al hijo del administrador de su padre, de su misma edad, pero rico en las virtudes de que Pelayo, en un principio, estaba más necesitado: humildad, reflexión, sensatez…
Lo ví de inmediato. Tendría que ser una mezcla de todos aquellos personajes que, en muchos de los libros que había leído, ayudaban, aconsejaban y acompañaban al protagonista en sus aventuras: Crispín al capitán Trueno, Robin a Batman, Consejo al profesor Arronax, Passpartout a Phileas Fogg, Planchet a D’Artagnan (Aunque aquí casi iría mejor, D’Artagnan a Athos) y, ¿por qué no?, Pepito Grillo a Pinocho.
Al igual que su padre, sería un hispanorromano. Eso me permitiría describir mejor a ese grupo de gente que formaban, mayoritariamente, los habitantes de la península. Y podría contraponer muchas de sus carácterísticas (Inteligencia, cultura, laboriosidad…) con las de los godos (Fuerza, valor, orgullo…).
Para decidir su nombre, rebusqué en crónicas y leyendas y leí que un tal Julián Pomerio había llevado a Asturias algunos de los escritos de San Isidoro y pensé aprovecharlo; se llamaría Julián, puesto que había nacido y se había criado en Asturias (El padre de Pelayo era el conde de Lucus Asturum) lo de “Pomerio” podía ser un mote que recordase las “pomaradas” y los escritos de S.Isidoro podrían aparecer perfectamente sin forzar la trama.
Su relación con Pelayo era compleja. Era el hijo de un servidor de su padre, servidor suyo, por tanto. Pero también su condiscípulo y compañero de juegos, y, aunque nunca olvidó su situación, Pelayo siempre le trató como un amigo. Aunque esta dualidad dio origen a un conflicto que no puedo revelar aquí por si alguno de los seguidores del blog no ha leído aún la novela.
En fin. La primera escena (llamémosla así, pues en mi mente la novela se representaba como una película) mostraba a los dos jóvenes practicando con sus armas en el bosque y, a partir de ahí, y al igual que la de Pelayo, la personalidad de Julián fue evolucionando, muchas veces, sin intervención consciente mía.
Y, como dije una vez, en mis charlas con los editores previas a la publicación: “El protagonista es Pelayo, pero el héroe, el auténtico héroe, es Julián”. Y, además, al no ser un personaje real, mientras que Pelayo debe su existencia a la historia, Julián me la debe solo a mí.
Y estoy orgulloso de ello.

19 de septiembre de 2010

LOS VIAJES (El mundo de los godos)

Como ya hemos visto, en Asturias visité los paisajes y encontré la inspiración necesaria para los capítulos de la infancia de Pelayo y los de su rebelión contra los musulmanes; pero quedaba una época importante de su vida, la que iba desde que su vida dejase de correr peligro a manos de Witiza hasta su posterior establecimiento en Asturias, que pertenecía a un mundo del que yo, hasta que comencé a documentarme para escribir, ignoraba casi todo: El mundo de los godos.
El primer paso no me llevó muy lejos, incluso no debería estar incluido en estas entradas, pero es aquí donde mejor encaja. Una visita al Museo Arqueológico, en Madris, concretamente a sus salas XXVII, XXVII y XXIX, me proporcionó algunos datos. No es mucho lo que hay o se conoce de la época del reino godo de Toledo, pero al igual que las actas de los concilios toledanos me dieron a conocer usos, costumbres y prelados, y me sugirieron nombres para algunos de mis protagonistas, en el Museo contemplé un mural en que se intentaba representar la vestimenta de un godo, oí hablar de las “basternas”, carruajes que se utilizaban en aquella época, y pude observar ablorios y prendas que luego están descritas en la novela, en especial las “fíbulas aquiliformes” con las que sujetaban sus mantos y cinturones.
También aquí contemplé, por primera vez, el “Tesoro de Guarrazar”, coronas votivas de los reyes visigodos. Me impresionó bastante y, por supuesto, lo introduje en mi novela, junto con una historia inventada, pero plausible, de cómo fue a parar al sitio en que, en 1858, fue desenterrado.
El siguiente paso fue acudir a la capital visigoda, Toledo. Apenas hay allí vestigios de esa época, perdidos entre los más ostensibles de la dominación romana y los posteriores medievales, salvo los guardados en el Museo de los Concilios, en la iglesia de san Román. Pero un paseo por sus calles, cuya distribución, posiblemente, sea aún similar a la que tuvo en esos años, es muy capaz de transportar a la mente de un escritor a los tiempos que quiere describir y ayudarle a imaginar las vicisitudes que ocurrieron. No quedan restos del palacio de sus reyes, pero sin duda no estuvo situado lejos de la parte más alta de la ciudad, en los alrededores del actual Alcázar. Allí lo situé en mi novela y desde allí bajó, en mi ficción, el rey Rodrigo a las riberas del Tajo para contemplar bañándose a la hija del conde Julián, de Ceuta, para poder narrar la leyenda de “La Cava”.
La catedral, si la hubo, o, al menos la iglesia más importante, debió ser la dedicada a Santa María, hoy desaparecida, pero emplazada cerca o en el mismo sitio de la actual catedral. Y, posiblemente, los judíos estarían concentrados, al igual que durante la dominación musulmana y la cristiana, en un barrio propio, probablemente el mismo, la actual judería.
No se conoce la localización de la iglesia de santa Leocadia, donde se celebraron la mayor parte de los concilios (no se corresponde con las varias que, bajo esa advocación, aún existen), pero los documentos escritos la sitúan extramuros y ahí es donde yo la he imaginado en mi novela.
Ya que he hablado de tesoros enterrados (el de Guarrazar), hay otra historia que también introduje en mi novela y a la que también le viene bien una explicación: El padre de mi esposa era originario de un pequeño pueblo extremeño, Berzocana, cerca de Guadalupe. Allí hemos ido en numerosas ocasiones y, alguna que otra vez, hemos aprovechado para visitar el monasterio. Volviendo hacia Madrid por la serranía de la Villuercas, por los tiempos en que estaba escribiendo mi novela, y contemplando esos paisajes, se me ocurrió introducir la leyenda de la imagen de la Virgen de Guadalupe, enterrada por unos fieles que huían desde Sevilla cuando la invasión musulmana y desenterrada años después. Eso me dio pie para llevar a mis protagonistas, el moribundo rey Rodrigo y su “espatario” Pelayo, desde la derrota del Guadalete hasta Mérida para contar la resistencia y posterior claudicación de esa ciudad ante los musulmanes (una de las pocas documentadas), la huída a través de la sierra de Francia, y la llegada, ya en el noroeste de Portugal, a Viseu, donde, según las crónicas, se encontraba la tumba del último rey godo. (y así narrar otra de las múltiples leyendas sobre él).
Puesto que hice mención de una imagen enterrada (la de Guadalupe), también narré brevemente la ocultación del Cristo de la Luz, en Toledo, por medio de Julián, el amigo de Pelayo; y si no lo hice también de la imagen de nuestra Señora de la Almudena, en las murallas de Madrid, fue porque ya no me quedaban más protagonistas a los que hacer intervenir en esos hechos.
Y para concluir y cerrar ya el capítulo de viajes (alguno se quedará oculto entre las teclas del ordenador), quise visitar el lugar de la batalla que supuso la pérdida de España. La del Guadalete. Pero aquí los historiadores no se ponen de acuerdo, ni siquiera en el nombre. Después de consultar libros y planos, decidí aceptar las tesis de Sánchez Albornoz y, aprovechando mi estancia veraniega en Andalucía, me fui hasta el río Guadalete, cerca de Arcos de la Frontera. Un lugar apropiado para aquella batalla que, según las crónicas, duró nueve días. Y así la descrbí.

18 de septiembre de 2010

LOS VIAJES (Asturias y III)

Tanto en los libros de Sánchez Albornoz, como en las crónicas medievales asturianas, aprendí que la victoria de Pelayo sobre los musulmanes en Covadonga no significó el fin de la dominación islamista en Asturias. Aniquilado el cuerpo expedicionario enviado desde Córdoba por el emir Ambassa al mando del general Alqama con el fin de reducir a los rebeldes cristianos (estuviese formado por un inmenso ejército de 100.000 hombres, según las crónicas cristianas, o por un pequeño destacamento que debía castigar a 30 hambrientos rebeldes, según las musulmanas), la guarnición de Gigia, al mando de Munuza debió sentirse insegura y emprender la retirada, llevándose consigo el pobre botín conseguido en sus años de ocupación del territorio. Pero, alcanzados por los asturianos en algún sitio de la antigua calzada romana de la Mesa, fueron por fin derrotados definitivamente y expulsados del territorio.
Así que decidí abandonar mi primer proyecto de un “grande finale” en Covadonga y, a cambio, dar a mi novela una estructura cíclica, haciendo que comenzase con Pelayo de joven en algún sitio de ese camino, y terminando justamente en el mismo lugar con la última batalla, la victoria definitiva y la muerte del “villano”. Siempre podría nombrar al capítulo referente a Covadonga como el último, y escribir otro posterior como “epílogo”.
Recorrí un par de veces la “senda del oso”, entrando una vez y saliendo otra de Asturias por Puerto Ventana, en lugar de por Pajares o por la autovía, como hago habitualmente. Me detuve en varias ocasiones al lado de la carretera, hice fotos, tomé apuntes, vi sitios tan sugerentes para una emboscada como el desfiladero de “Piedras xuntas” y otros, y al fin me decidí por una zona boscosa cerca de Proaza. Allí iba a terminar mi novela, y allí debía comenzar. A la vuelta de uno de esos viajes me decidí, me imaginé a un Pelayo adolescente practicando sus habilidades bélicas con su amigo Julián, tomé el bolígrafo y comencé a escribir sin ningún esquema previo. Y, como tantas veces he contado, a partir de ese momento, los personajes parecieron tomar vida propia y eran ellos mismos los que me sugerían el camino que tenía que tomar en el siguiente párrafo.
Y así seguí, deteniéndome lo justo para consultar mis apuntes históricos o geográficos, hasta que terminé la historia..
Y, aunque no sea este el sitio que le corresponde, no puedo dejar de contar otra cosa. Un poco antes de que se publicase la novela, y por consejo de mis editores, escribí un capítulo previo para poner a los lectores en situación en que se narrase la muerte del padre de Pelayo a manos de Witiza. Así quedaría mucho más claro que con la narración de este hecho por parte del padre de Julián en el capítulo primero. Y ya que la novela no iba a terminar donde comenzaba y tenía que abandonar mi idea de una estructura cíclica, escribí un nuevo y breve capítulo narrando la entronización de Pelayo en Cangas y pude escribir la palabra “Fin”. Aunque no es con esta palabra con la que termina mi novela, que queda así con un “prólogo”, un “epílogo” y una “conclusión”, trucos que empleamos los escritores para hacer creer a los lectores que todo estaba perfectamente concebido y estructurado desde un principio.

17 de septiembre de 2010

LOS VIAJES (Asturias II)

En la parte central de Asturias se encuentra Oviedo, su capital. Acudí a ella, no para contemplarla con objeto de describirla en mi novela (pues en tiempos de Pelayo no existía ya que se fundó en tiempos de su nieto Fruela I, como se cuenta en una de mis siguientes novelas, aún no publicada, “La Cruz de los Ángeles”), sino para visitar su catedral y en ella, la Cámara Santa. Al igual que en lo concerniente a Covadonga, había estado allí varias veces con anterioridad, pero ésta lo hacía con un propósito concreto: ver la “Cruz de la Victoria”, porque mi novela iba a denominarse así (eso pensaba yo entonces) y porque en su interior, recubierta por las hermosas joyas que la forman, estaba el ánima de roble que, según la tradición, llevaba don Pelayo en Covadonga (Y poco me importaba que esa leyenda fuese, con toda probabilidad, falsa, pues el ánima de la cruz es bastante posterior al año 722, en que tuvo lugar esa batalla).
Allí, en la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo, parte, a lo que parece, de la primitiva catedral románica que existió en tiempos de Alfonso II y que también se describe en mi novela citada, entre otras muchas joyas se exhiben tres que me llamaron la atención: La citada “Cruz de la Victoria”, la “Cruz de los Ángeles” y “La Caja de las Ágatas”. En ese momento, contemplándolas arrobado, tuve una inspiración. Mi novela se convertiría en una trilogía, con tres libros dedicado cada uno a una de las tres joyas. Durante un tiempo, varios años, esa fue mi intención, pero en como tantas otras cosas, el Destino tenía otros planes.
Ya que Oviedo, como dijimos, aún no existía en la época de don Pelayo, la ciudad principal de Asturias en tiempo de los godos era “Lucus Asturum” en, o cerca de, la actual Lugo de Llanera. También la recorrí buscando vestigios, pero no encontré nada digno de mención, así que tuve que recurrir a mi imaginación para describirla.
Otra ciudad importante de la época fue “Gigia”, la actual Gijón. Probablemente fue allí donde los musulmanes, por un breve período de tiempo, tuvieron su base más allá de la Cordillera Cantábrica y desde donde intentaron dominar el territorio asturiano; y allí sería donde Munuza tendría encerrada a la hermana de Pelayo mientras enviaba a éste como prisionero a Córdoba (Otra leyenda que, sea o no cierta, tiene trascendencia en la trama de mi novela). No es difícil imaginarse a la península de Cimadevilla como una ciudad medieval guarnecida por fuertes murallas que cerrasen el istmo. Incluso hay edificaciones, aunque de fecha muy posterior, que producen esa impresión. Un par de visitas recorriendo sus calles (Y tomando algunos “culines” de sidra en sus numerosos bares) me bastaron para concebir en mi mente los capítulos que narraban ese momento. Aunque el modo en que Pelayo penetraría en la fortaleza de Munuza para liberar a su hermana aún no lo tenía claro. Hasta que se me ocurrió una idea.
Desde la punta donde se encuentra la escultura de Chillida, “el elogio del horizonte” hay una hermosa vista hacia el noroeste, hacia el Cabo Peñas (hoy parcialmente interrumpida por la ampliación del muelle del Musel, tan necesaria, pero tan perniciosa paisajísticamente). En mitad de esa costa se encuentra la villa marinera de Luanco, de donde es originaria mi familia, donde tengo un pisito a orillas de la playa d ela Ribera, y donde pasé ratos inolvidables en mi niñez. ¿No sería posible que…? ¡Por supuesto! Para evitar las murallas de Gigia, Pelayo se embarcaría desde Luanco (con una gran tradición marinera y de pesca de ballenas que se remonta a la Edad Media e incluso, a la Antigua y a la Prehistoria, y con excelentes remeros actuales que, a bordo de bateles y traineras, compiten en las regatas del Cantábrico) y, sorprendiendo a los musulmanes que no podrían imaginárselo, treparía por los riscos del Cerro de Santa Catalina para liberar a su hermana. Así añadiría a mi novela un aspecto sentimental, introduciendo mi “patria chica”. Y le haría un “guiño” a la tradición marinera asturiana, ausente del resto de la trama de mi novela, con la esperanza de que algún día pueda resultar atractiva para el “Museo Marítimo de Asturias”, sito en Luanco, (Por supuesto, pertenezco a la asociación de Amigos de ese Museo).
Y ya que, como de costumbre, me he extendido demasiado, dejaremos el Occidente asturiano para la próxima entrada. (Así seguiré en mi tierra un poco más).

16 de septiembre de 2010

LOS VIAJES (Asturias I)

Respecto a los viajes que hice para conocer de primera mano los lugares que iban a aparecer en mi novela, no puedo seguir un orden cronológico. En parte porque mis recuerdos no son del todo fiables, y en parte porque (como ya dije, un poco avergonzado, cuando expliqué cómo se fueron creando mis novelas) no seguí ningún esquema previo con “Pelayo, rey”; es más, al escribir una página no sabía qué es lo que iba a ocurrir en la siguiente, a veces ni siquiera en los párrafos que iban a venir a continuación. Por eso los viajes se fueron realizando según lo pedía el argumento y, en ocasiones, un capítulo quedaba pendiente de conclusión y se despachaba en el borrador con una nota que decía algo así como: “aquí va a tener lugar una pelea entre Pelayo y cinco musulmanes, que contaré cuando vea el lugar”. Y, sin más, se pasaba al capítulo siguiente.
Así que, para la organización de esta entrada, en lugar de por el momento en que se realizaron, hablaré de los viajes agrupándolos por adónde se realizaron; y el primer lugar que hay que visitar si vamos a hablar de don Pelayo es, sin duda, Asturias, y más concretamente, nuestra cuna: Covadonga.
Hago frecuentes viajes a Asturias y, siempre que puedo, subo a rezar ante la “Santina”. Pero, una vez decidido a escribir, estos viajes tuvieron además otra motivación. Contemplando el impresionante paisaje de la Gruta y sus alrededores no tuve ninguna dificultad para imaginarme a mi héroe erguido en una roca, blandiendo su enorme espada con la mano derecha y enarbolando en la izquierda la Cruz que la leyenda ha convertido en el ánima de roble de la Cruz de la Victoria. En ese momento estuve seguro, iba a escribir la novela, se llamaría “La Cruz de la Victoria” y finalizaría con el momento grandioso de la victoria sobre los musulmanes. Ya dije, en las primeras entradas de este blog, como, de todas estas premisas, solo se cumplió la primera.
Cuando el tiempo y la niebla lo permiten, desde Covadonga suelo subir hasta los Lagos. Allí, contemplando el grandioso paisaje de los Picos de Europa, e intentando imaginarme cómo serían en invierno, cuando la nieve cubriera todo con su blanca capa y los caminos se volvieran impracticables, di forma en mi mente a la llegada de Pelayo, agotado y semiinconsciente desde el sur y a la escena en que se da cuenta de que, aún más que unir a godos y astures en un proyecto común, su destino es el de encontrar su auténtico amor en la persona de Gaudiosa. (Y que ambos destinos, el personal y el colectivo, están unidos indefectiblemente).
También volví a los Lagos antes de escribir la huída de los musulmanes hacia el río Deva después de Covadonga. (Aunque el relato de esa ruta realizado por Sánchez Albornoz y un grupo de sus estudiantes de la Universidad de Oviedo ya era suficientemente explícito como para hacerme una idea). Y para completar la visión de conjunto, rodeé los Picos de Europa llegando hasta Potes, imaginándome el “argayo” que sepultó a los musulmanes en Cosgaya y subiendo hasta los Picos en el teleférico de Fuente De. El valle de la Liébana y Santo Toribio me ayudaron, no solo para esta novela, sino para las siguientes.
Si vamos desde Oviedo a Covadonga, circulamos un tiempo a orillas del Piloña. Según las crónicas, Pelayo, volviendo a Asturias desde Córdoba, tiene un encuentro con un grupo de musulmanes que le persiguen, pero se salva cruzando el Piloña, mientras sus enemigos son arrastrados por este río hasta el mar. Recuerdo que aparqué a un lado de la carretera, salí del coche y me rasqué la cabeza contemplando el río. ¿Cómo podría un curso de agua de un par de palmos de profundidad realizar esa proeza? Al rato, pensé que los ríos de hace más de mil años podrían ser diferentes de los actuales y decidí, contra toda evidencia, mantener esa leyenda.
También a orillas del Piloña contemplé la mole del Sueve, que separa este valle del mar, y me pareció un sitio ideal para situar el campamento de los astures en el que se refugia Pelayo.
En Cangas de Onís intenté imaginarme como sería la primitiva corte de Pelayo, y, aunque no hay indicios de ello, supuse que estaría justo en la unión del Sella y el Güeña, quedando la actual capilla de la Santa Cruz extramuros de la misma.
Más viajes hice a Asturias para sentirme identificado con el protagonista de la novela, pero como me estoy extendiendo demasiado, acabaremos aquí con el oriente de Asturias, dejando el resto para la próxima entrada.
Hasta entonces.

13 de septiembre de 2010

LOS MUSULMANES

En el año 711 un ejército musulmán invadió Hispania y acabó con el reino godo de Toledo. Si esto no hubiera ocurrido, Pelayo hubiera seguido siendo un miembro anónimo de la corte del rey Rodrigo (Si lo que nos han contado las crónicas fue realmente cierto) y mi novela no se habría escrito. Pero ya que la parte central de “Pelayo, rey” se basa en su resistencia a la invasión musulmana y al principio de la Reconquista, tenía que conocer las versiones de la “otra parte”. No para completar lo que había aprendido sobre Pelayo en las crónicas cristianas, pues ya dije que casi nada era lo que los musulmanes habían escrito sobre él, sino para conocerles mejor, y poder narrar, tanto la invasión y conquista de la península, como lo que ocurría en los territorios ocupados mientras nuestro héroe se afanaba en iniciar, en sus agrestes montes, la resistencia a los invasores creando el germen del futuro Reino de Asturias.
Mi primera acción no me resultó difícil. Por los escritos de Sánchez Albornoz había llegado a conocer la existencia de un célebre arabista, con el que el sabio historiador había polemizado frecuentemente por mantener puntos de vista enfrentados (mejor, así tendría una visión más amplia), aunque de enormes conocimientos sobre la materia. R.P.Dozy es imprescindible para conocer a fondo a los musulmanes de la primera época, la de su expansión. Y sus libros aún pueden encontrarse. Rápidamente busqué, encontré y compré los tomos I y II de su “Historia de los musulmanes”, Ediciones Turner, 1988 , y, aparte de tomar notas para mi novela, me los leí de un tirón. Es lógico que Dozy mantuviese frecuentes discusiones en sus escritos con Sánchez Albornoz, pues escribe con la misma amenidad y con una pasión en sus tesis comparables a las de aquél. Casi todo lo que de la historia de los musulmanes hay en mis novelas sigue sus tesis y comentarios, al igual que para los reinos cristianos me he dejado guiar por Sánchez Albornoz.
Empeñado en completar mis conocimientos sobre la España musulmana en tiempos de Pelayo seguí buscando por las librerías y, también sin dificultad, me llamó la atención un libro no demasiado voluminoso, pero también muy bien documentado y que cumplía con mis necesidades: “La conquista árabe” de Roger Collins, editorial Crítica, 1991. Con él completé mis conocimientos sobre los musulmanes en tiempo de don Pelayo y me consideré casi preparado para escribir. Casi, porque, al igual que me había ocurrido con los escritos cristianos, estos autores hablaban de y basaban sus teorías en crónicas más antiguas escritas por autores casi contemporáneos de los hechos. Y me puse a buscarlos. Esto fue un poco más complicado. Pude encontrar y compré la “Historia de Al-Andalus” de Ibn Idari al-Marrakusi, escrita en el siglo XIII, Ediciones Aljaima, 1999. Pero no me pareció suficiente. Buscaba algo más antiguo, en especial el “Ajbar Maymúa” o “Colección de Tradiciones”, que tanto Sánchez Albornoz como Dozy citan con profusión, pero me fue imposible. Afortunadamente, entre mi buen amigo y compañero de los sábados deportivos del colegio, Sebastián Sabando, que por aquella época vivía en Alcalá de Henares, y buscó en esa Universidad, y mi hijo Pablo, que investigó en la biblioteca de la Autónoma de Madrid, en la que entonces cursaba sus estudios, conseguí en préstamo el “Fath al-Andalus”, traducción y edición de González Argel, 1888; la crónica de “Ibn al-Qutiya” (el “hijo de la Goda”, un bisnieto del rey godo Witiza de cuyos descendientes, cuando acabe de escribir – si es que lo hago algún día – esta historia de mis novelas, contaré unas anécdotas que me ocurrieron en la Universidad de verano de Vélez-Málaga en 2007), traducción y edición de J. Ribera, 1926 y, por fin, el anhelado “Ajbar Maymúa”, ed. Lafuente Alcántara, 1867. Me apresuré a tomar notas y notas (alguno casi lo copié literalmente), pues tenía que devolverlos antes de quince días, y, una vez más me consideré capacitado para comenzar a escribir. Pero solo por un momento, porque pronto caí en la cuenta de que tendría que describir sitios y paisajes que no conocía, así que aún me quedaba una tarea que realizar antes de estar suficientemente preparado: conocer “in situ” los lugares más significativos que iban a aparecer en mi novela. Y esto me da pie para la siguiente entrada.

9 de septiembre de 2010

MÁS INVESTIGACIONES

En la entrada anterior finalicé anunciando que en la próxima (ésta) íbamos a hablar del resto de los personajes. Pero había iniciado esta nueva serie de entradas con la intención de contar (en la medida que mis recuerdos me lo permitan) cómo fui enterándome de lo necesario para definir un universo, lo más parecido posible a la realidad, en que se movían los personajes de la novela. Y muchos de ellos no tomaron forma en mi mente hasta que comencé a escribir, y algunos, incluso, hasta bien avanzada la trama. Así que dejamos a los personajes por un tiempo y seguimos con la investigación.
Una vez leídos y estudiados los libros de mi biblioteca que ya cité (aquí debo añadir, por ser ejemplares poco corrientes, aunque no me fueron especialmente útiles, la “Historia de la villa de Gijón” de Estanislao Rendueles, en edición facsímil por GHSA, reimpresión de la de 1867, muy interesante pero sin ninguna exactitud histórica; y “Las costumbres asturianas, su significación y sus orígenes”, de Constantino Cabal, Madrid, 1931) y tomado apuntes de los del colegio, había que dar un paso más. ¿Cuáles eran los primeros documentos de esa época? En las páginas de Sánchez Albornoz había conocido la existencia de las primitivas crónicas asturianas (La de “Alfonso III” en sus dos versiones, “ Rotense” y “ad Sebastián” y la “Albeldense”) ¿Cómo conseguirlas? Por fortuna, una compañera del colegio, Marta López Ibor, profesora de historia y con la que, posterior y lamentablemente, he perdido el contacto, me proporcionó el imprescindible “Crónicas Asturianas”, de Gil Fernández, Moralejo y de la Peña, Universidad de Oviedo, 1985. En él encontré, la versión original en latín y su traducción, de las tres citadas, más muchos interesantes comentarios. También me proporcionó un estudio, escrito por ella misma, sobre “Los judíos en España”, que me resultó muy útil para comprender que debía introducir a representantes de ese grupo que tuvo gran importancia, tanto antes de la invasión musulmana, como durante ella y posteriormente, en reinos cristianos y musulmanes. Y, puesto que mi novela iba a narrar los últimos años del reino de los godos (para mí, entonces, el gran desconocido, a excepción de la lista de sus reyes que, como todos los que somos de una cierta edad, era capaz de recitar de carrerilla), también un compendio de las actas de los concilios toledanos, (lamentablemente no recuerdo el nombre del autor ni la edición) que me sirvió, no solo para comprender mejor esos años, sino para la mucho más prosaica, pero necesaria, tarea de buscar nombres para mis personajes. Con ellos delante, me armé de papel y bolígrafo y tomé todos los apuntes que creí necesitar (tarea que me llevó varias semanas).
Después de éstos, recuerdo que también tomé notas de “Los orígenes sociales de la Reconquista” y de “La formación del feudalismo”, de Barbero(Creo que también me los prestó la propia Marta, pero no lo recuerdo bien), y de la “Historia de Asturias”, de Benito Ruano. También conseguí en las librerías “Los godos en España” de Thompson, Altay 1998, y “La Hispania visigoda” de Gisela Ripoll e Isabel Velázquez, tomo 6 de la Historia de España de Historia 16, 1995, para completar mi visión de ese pueblo. Y, para, puesto que se trataba de una novela, introducir la mayor parte de leyendas y tradiciones, aunque no fueran reales, compré “Mitos y leyendas de España” de Lewis Spence. ME editores, 1995 y “Leyendas de Galicia y Asturias” Ed. Labor, 1984.
De todos estos libros (y de alguno más que ahora no recuerdo) tomé apuntes e ideas. Y algo de todos ellos está en las páginas de “Pelayo Rey”. Gracias a sus autores por completar lo que era (y sigue siendo, pero menos) una pobre formación histórica.
Con esto ya tenía todo lo que necesitaba… ¿Todo? ¡No! Me faltaba la parte de los enemigos de mi héroe, los musulmanes. Si iba a escribir sobre ellos, también debía conocerlos bien.
Pero eso se verá en la próxima entrada.

6 de septiembre de 2010

VOLVIENDO AL PRINCIPIO: El “HËROE”

Como había prometido, y siguiendo indicaciones de una de mis (por el momento) escasas seguidoras, vamos a comenzar a contar las investigaciones llevadas a cabo para confeccionar el marco histórico en el que se desenvuelven mis novelas.
Pero antes, un inciso. Esta mañana entregué a Lola el ejemplar que había conseguido. Como había supuesto, ya que ella ya tenía el suyo, se lo dediqué para su madre. Espero que le guste.
Bien, volvamos al tema. Estamos en el momento en que alguien, sin ninguna experiencia previa en literatura ni en historia (obviamente, yo mismo), decide escribir una novela histórica sobre la figura de don Pelayo. Una vez decidido el tema, había que conocer el personaje. Vaga y difusa era la imagen que yo tenía de él, (como casi todo el mundo), así que había que conocer cuál era su imagen histórica. Si coincidía con lo que yo había imaginado, perfecto, adelante. Si no, habría que decidir si cambiar la idea, o hacer caso omiso de la historia y mantener el espíritu imaginado (creo que esto último es lo que han hecho la mayoría de los escritores); aunque también podría ser que poco o nada se supiese con certeza y el escritor tuviese las manos libres para dejar desbocarse su imaginación.
Primer nivel de investigación, inmediato y superficial: acudir a mi biblioteca y consultar los libros de que dispusiera. (Recuerdo que estamos hablado de hace más de diez años. Hoy en día sería abrir el ordenador, teclear “don Pelayo” en Google y decidirse por algunas de las 303.000 páginas disponibles. Casi prefiero mi sistema)
Primer intento: La “Historia de España” de la biblioteca cultural Carrogio (1.976). En el tomo I se hablaba del reino de los godos y su final y en el tomo II del comienzo de la resistencia a la invasión musulmana. Creo que fue ahí donde comencé a tomar conciencia de que mi novela tenía que tratar de dos mundos distintos y que eso (como demostraba tener que consultar dos tomos diferentes) iba a ser algo complicado. Pero de momento yo estaba centrado en mi personaje, aunque, para mí desilusión, casi nada me decía, excepto que había sido espatario de Rodrigo (otra vez el mundo de los godos), y que el motivo de su rebelión había sido a causa del deseo del gobernador musulmán de Gigia por la hermana del héroe. (¡Buen tema para la novela!). A la vez, y en escritos al margen, reproducían un texto de Al-Maqqari sobre Pelayo, minimizando la importancia de la tropa cristiana (veinte asnos salvajes, decía).
Segundo intento: “Historia Universal” de la misma editorial (1974). Para ver si podía tener una visión un poco más de conjunto. Ninguna novedad en su cuarto tomo, salvo una preciosa imagen de la Cruz de la Victoria, realizada mucho después de los hechos que iba a contar, pero que, según la tradición, estaba labrada en torno al ánima de roble formado por la cruz enarbolada por Pelayo en Covadonga. Y la impresión que tenía que documentarme mucho más sobre el mundo islámico.
Tercer intento: “Historia del Mundo” de J.Pijoan, (Salvat, 1928) hay que reconocer que esta Historia tenía solera, pero, degraciadamente, ningún dato acerca de Pelayo.
Exprimida mi biblioteca, pasé a la del Colegio: aquí encontré una joya : “El reino de Asturias” de Claudio Sánchez Albornoz. (Ya conté en otra entrada como, lamentablemente, cuando volví a necesitarlo para las siguientes novelas ya no lo encontré. Y cómo, años más tarde, en el museo de la reconquista, de Cangas de Onís, con gran alborozo por mi parte, vi que aún tenían unos pocos ejemplares de los que conseguí uno para mi biblioteca). Páginas y páginas de una prosa apasionada en las quer encontré datos, no solo sobre mi protagonista, sino sobre toda los acontecimientos de la época que iba a describir. Nunca agradeceré lo bastante a don Claudio lo que me inspiró para mis personajes y mi novela.
En ese momento ya había concebido a mi personaje; un “héroe”, por supuesto, pero con virtudes y defectos que le confirieran humanidad: Generoso, altivo, valiente hasta la temeridad, pero también orgulloso, arrogante, imprudente… Síu, ese personaje podría haber derrotado a los musulmanes en Covadonga, pero… ¡Un momento! ¿Podría haber sido el fundador de un reino que fuese el origen de la España actual? ¿Para eso no tendría que haber adquirido unas dosis de prudencia, sensatez, buen juicio de las que yo, en mi imaginación, no le había dotado? Tendría que evolucionar, pero no por sí solo. Tendría que haber alguien que… ¡Ya estaba! La novela iba tomando forma. Comenzaban a aparecer el resto de personajes. Pero esto queda para la siguiente entrada.