28 de julio de 2016

La batalla de Pontuvio

Hace unos días, el 25 de julio, día de Santiago, Facebook me recordó que todos los años, en esa fecha, hacía un resumen de cómo se encontraba la redacción de la novela en que trabajaba en ese momento. Y también recordé que, desde marzo no he publicado nada en mi página ni en mi blog. Aunque sea con unos días de retraso, en uno de los casos, y de más de tres meses, en el otro, voy a intentar solucionarlo.

Desde la  anterior entrada en la página de Pelayo, Rey, el 19 de marzo, en la que anuncié que las tramas de la novela, en el orden cronológico, ya habían alcanzado el año 756, fecha en el que finaliza la tercera de mis novelas, El Muladí, he estado trabajando en acontecimientos (reales o ficticios) que ocurren a la vez que los ya relatados en la cuarta y siguiente, La Cruz de los Ángeles. Y las complicaciones por relatar situaciones ya descritas en anteriores libros han aumentado; La Cruz de los Ángeles, como ya he explicado varias veces, aunque se redactó nada más terminar Pelayo, rey, allá por el 1998, no se publicó, para respetar el orden cronológico, hasta 2015, en cuarto lugar, después de El Muladí, de su antecesora, La Muralla Esmeralda, y de la que dio origen a la serie, Pelayo, Rey, lo que ocasionó varios (demasiados) errores en cuanto a la coordinación de su trama con la de las otras novelas escritas posteriormente, pero que se editaron con antelación.
           
Al redactar la actual, La Estirpe de los Reyes, he intentado adecuar su desarrollo a lo ya narrado en La Muralla Esmeralda y en El Muladí. Ahora me correspondía hacer lo mismo con lo referente a La Cruz de los Ángeles, pero he descubierto que, al ceñirme a ésta, entraba en contradicciones (no muchas ni graves, es cierto, pero sí apreciables) con los capítulos anteriores, concordantes con las otras dos novelas. Y si no lo hacía, los lectores que hubieran leído la novela que narra la vida de Fruela I y de su hijo, Alfonso II, “el casto”, notarían que las cosas no encajaban del todo bien. ¿Había solución? En cuanto a eliminar esos desajustes, no. Pero en cuanto a disimularlos de tal manera que no fuesen demasiado ostensibles, sí (al menos, eso espero). Y, una vez más, la tarea de creación literaria ha tenido que ceder ante la, más complicada y menos gratificante, de encajar, inventar, paliar, y sustituir las escenas previstas por otras que hagan que la trama no discrepe demasiado con lo narrado en otros libros.

Eso ha llevado a que, en estos tres meses, solo haya podido redactar borradores provisionales de los capítulos 24 y 26 de la trama que sucede en Asturias, y 25 y 27, de la que narra los hechos del emirato cordobés. Aunque quizá, debido a la cantidad de material nuevo que he tenido que introducir para encajar todo, algunos de esos capítulos, o todos, han alcanzado tanta extensión que aconsejen dividirlos en dos. Y, por consiguiente, la novela pueda llegar, incluso, a ser tan voluminosa, que haya que convertirla, a su vez, en dos. (Voy por 312.536 palabras y casi 600 páginas).

Otra de las complicaciones es que algunas escenas ya han sido relatadas en las novelas anteriores. Ante ello, he empleado varias soluciones: A- suprimirlas (las que no son imprescindibles en la trama o en sus ajustes); B – evitar describirlas yo mismo como narrador, haciendo que alguno de los personajes presentes en las mismas las relate a otro haciendo un breve resumen e incluyendo solo lo necesario para que se comprenda la trama; y C – narrarlas desde otro punto de vista.

A continuación transcribo la batalla de Pontuvio, tal y como la describo en La Cruz de los Ángeles y del modo como pienso hacerlo en ésta. (Haciendo la salvedad de que, como en la actual aún estoy redactando el borrador, quizá en la redacción definitiva introduzca cambios o, simplemente, no aparezca).



De La Cruz de los Ángeles:

Al otro lado del río Eume, cerca de la localidad de Pontuvio, el joven Silo podía oir los latidos de su propio corazón, tal era el silencio que mantenían los guerreros ocultos en la maleza que poblaba la ladera que descendía suavemente hacia el sitio en que el sendero cruzaba el río por un angosto puente. Si variado era el ejército que en esos mismos momentos comenzaba a cruzar el estrecho curso de agua, no menos heterogéneo lo era el formado por los soldados emboscados ante él. Veteranos guerreros que habían acompañado al rey Alfonso en sus correrías por toda la meseta esperaban codo con codo junto con los jóvenes nobles, compañeros de armas del rey Fruela, cuya única experiencia militar habían sido las casi incruentas campañas contra los vascones. Descendientes de los orgullosos nobles godos, junto con los nietos de los pastores astures que habían luchado en la ya mítica batalla de Covadonga, y al lado de campesinos gallegos o vascos, esperaban, anhelantes, a que se diese la orden de comenzar la batalla. Los hijos de los cristianos de la tierra de Campos, liberados por las campañas del rey católico del dominio musulmán y reaposentados en los valles asturianos, tenían al lado a jóvenes cuyas familias residían en aquellas tierras desde los tiempos del imperio. Detrás de todos, el rey Fruela mantenía la calma, aguardando a que una parte considerable de los musulmanes hubiera cruzado el puentecillo.
─¡Ahora! ─gritó con voz potente─. ¡Por Nuestro Señor Jesucristo! ¡A ellos!
En honor a la verdad, hay que reconocer que, si el ataque fue realizado con la precisión de guerreros experimentados, los musulmanes reaccionaron con la sangre fría y la presteza de soldados no menos fogueados. Cerraron sus filas y, a las órdenes de sus jefes, contraatacaron hábilmente. Densas y certeras volaron por los aires las azagayas africanas, oscureciendo el sol con su número. Pero no menos densas y aún más precisas fueron las lanzas y dardos asturianos en busca de los corazones enemigos. Agotadas las armas arrojadizas, decididos los unos a avanzar y los otros a no retroceder, ambos ejércitos llegaron al cuerpo a cuerpo, y la líquida fuente de vida, derramada con generosidad, comenzó a enrojecer el hasta entonces puro caudal del río Eume.
Con valor frío manejaron sus espadas los veteranos asturianos, y con ímpetu juvenil les igualaron los jóvenes novatos, cobrando y pagando todos un oneroso tributo de sangre y vidas. Pero si terrible era la carga de los cristianos, los musulmanes, apoyados en su superior número, no cedían un paso aguardando el momento en que, indefectiblemente, se detuviese el avance atacante, para, aprovechando el agotamiento de los asturianos, inclinar la balanza a su favor.
Fruela, en lo alto de la colina, rodeado de su guardia personal, contempló a Teudis, en el centro de la línea, abatiendo por docenas a los enemigos con los poderosos golpes de su espada, pero sin conseguir abrir la brecha necesaria en las filas sarracenas para conseguir la victoria, y observó los primeros síntomas de abatimiento en las alas de su ejército.
─¡Silo! ─gritó al jefe de sus fieles─. ¡Es el momento! ¡Empuña tu espada y sígueme al combate!
─Pero señor ─trató de oponerse el joven─, sin vos el reino está perdido. Nuestro deber es manteneros a salvo y el vuestro continuar aquí, dirigiendo a vuestras tropas.
─Quizá el reino sobreviva sin mí, pero ten por cierto que yo no sobreviviré sin el reino. Hoy nos salvaremos ambos, o pereceremos en el intento. ¡Deja ya las palabras y que sean nuestras espadas las que hablen por nosotros! ¡Vámos!
Con ímpetu incontenible el rey Fruela descendió por la ladera, y con él, el joven Silo y los nobles de la guardia. En las filas contrarias, el príncipe Omar, observando lo indeciso de la contienda, había igualmente decidido tomar parte personalmente en la lucha y se incorporó a las primeras filas de los combatientes. 
Aquél día permanecería grabado durante mucho tiempo en la memoria del joven Silo. El avance hasta llegar a la primera fila pasando al lado, o eventualmente, por encima, de muertos y heridos, compañeros todos y algunos, parientes o amigos. El choque con las avanzadas enemigas, encontrándose, sin casi tener tiempo para darse cuenta de ello, en mitad de la vorágine, golpeando, parando, alanceando, cortando e hiriendo sin parar. Los miembros cercenados, las entrañas desparramadas y la sangre, cristiana o musulmana, derramada sin cicatería, empapando todo por doquier.
La habilidad guerrera del noble le salvó, en los primeros instantes, de perder la vida. Pero después de haber conseguido, de modo casi involuntario, detener los primeros golpes de los enemigos que el azar hizo llegar a su lado, se sintió poseído por la furia de la batalla. No era el momento de observar la masacre que estaba teniendo lugar en las orillas del río Eume, ni de meditar sobre ello, sino de vencer o morir. Y su destreza con las armas le permitió acercarse más a lo primero que a lo segundo.
El joven, seguido de varios de los hombres de la guardia real, abrió un sangriento surco en las líneas musulmanas, penetrando profundamente en ellas y llevado después, por la casualidad, hasta el mismo sitio en que Omar ibn Abderrahmán intentaba, con su ejemplo personal, inclinar la suerte de la batalla a su favor.
Los dos jovenes, casi de la misma edad, se enfrentaron con ardor. El ojo humano apenas podía seguir las veloces trayectorias de sus golpes, y la potencia que ponían en ellos hacía temblar sus armas cuando entrechocaban despidiendo centellas a su alrededor. La destreza de ambos era similar, pero al cabo la superior fuerza física del noble del norte fue imponiéndose sobre la habilidad del príncipe meridional.
Omar comenzó a sangrar abundantemente por numerosos cortes y heridas, superficiales y profundos, y sus golpes se hicieron gradualmente menos rápidos y poderosos. Unos fugaces vistazos hacia sus costados le convencieron de que, por doquier, sus hombres comenzaban a retroceder, y su ánimo se debilitó tanto como sus fuerzas. Por fin, cuando la espada de Silo, venciendo sus defensas y quebrando su armadura, penetró más profundamente en su pecho, permitió que sus rodillas se doblasen  y se apoyasen en el sangriento suelo.
Silo vio a su enemigo a su merced y se dispuso a dar el golpe definitivo, pero algo detuvo su mano. Acaso sospechó por un instante que por las venas de aquél joven caudillo musulmán corría la misma sangre que por las suyas, que en realidad eran primos lejanos, ya que su madre estaba emparentada con los Omeyas. O acaso simplemente los juveniles y nobles rasgos de su oponente le movieron a la piedad.
─¡Estás perdido! ─le dijo─. Rinde tu espada.
─¡Eso nunca! ─contestó el hijo del Emir de Córdoba─. No me presentaré derrotado delante de mi padre ─y haciendo un supremo esfuerzo se puso de pie de nuevo─. ¡Alá me ayude, antes prefiero la muerte!
Y su dios atendió sus deseos.
Fruela, que se acercaba como un torbellino, abatiendo enemigos de la misma manera que el segador corta las espigas de un campo de trigo, como había predicho al enterarse de la presencia de los musulmanes, y que había visto como el jefe de los invasores se incorporaba, aparentemente dispuesto a reanudar el combate, alzó su espada y la hizo describir rápidos y mortales molinetes. La sangre de Omar salpicó el rostro de Silo y resbaló por su cuerpo mezclándose con la del conde asturiano. Cristiana o musulmana, pero roja y espesa, cayó en gruesos goterones cerca de donde la cabeza del príncipe musulmán, separada de sus hombros, reposaba sobre la tierra.
La muerte de su caudillo fue la gota que desbordó el vaso de la resistencia de los musulmanes, que buscaron la salvación en la huída. Vano intento, pues los asturianos, enardecidos, continuaron en su persecución sin dar descanso a las espadas, y no cesando en su afán guerrero hasta que no quedaron enemigos con vida a sus alcances.
─¡Victoria! ─gritó el rey, triunfante─. ¡Nuestro Señor Jesucristo nos ha concedido la victoria! ¡Hemos acabado con los infieles! ¡Ahora nadie podrá decir que no soy digno hijo de mi padre!
─No estoy tan seguro ─musitó en voz baja Silo contemplando la cabeza del derrotado enemigo. Y luego se alejó lentamente. Pero entre las celebraciones del triunfo, nadie se dio cuenta de ello. Ni siquiera los muertos y heridos por entre los que le llevó su camino, y que no participaban del júbilo reinante.




De La Estirpe de los reyes (en proyecto)

El tiempo transcurrido desde el amanecer se le hizo eterno al conde Teudis, agazapado tras los arbustos. Ya le dolían las piernas de permanecer en una incómoda postura, cuando un grupo de jinetes ataviados con blancas túnicas y tocados con turbantes de colores apareció al otro lado del puentecillo. Tras mirar a un lado y a otro, lo cruzaron al galope y se detuvieron de nuevo, oteando en su torno. Teudis pensó que era imposible que no escuchasen los latidos de su corazón, o que no se diesen cuenta de los hombres que, ocultos a ambos lados, permanecían en tensión. Pero sobradamente seguros deberían sentirse los musulmanes, que aguardaron hasta que una numerosa columna apareció por el sendero acercándose al puentecillo. A su cabeza, un árabe ataviado lujosamente, se adelantó y, tras cambiar unas palabras con los jinetes avanzados, éstos partieron de nuevo hacia adelante, mientras el grueso de la columna comenzaba a cruzar el río.
Tras el jefe y los hombres que le acompañaban, que siguieron tras los jinetes avanzados, un nuevo grupo se acercó al puente, encabezado por otro personaje principal, éste apenas un muchacho, pero tratado con deferencia por los que le rodeaban. Y apenas pudo Teudis prestar atención al joven, pues, en ese momento, unas voces resonaron en la dirección en que habían avanzado los musulmanes, que, rápidamente, se adelantaron en busca de su vanguardia, mientras el grupo del joven se apresuraba a cruzar el puente. Y, en ese momento, dominando el griterío, el denso sonido de un cuerno de caza resonó en el valle haciendo que, por un momento, los musulmanes se detuviesen en su avance.
Aún vibraban en el aire las notas del cuerno, cuando una nube de flechas, dardos y azagayas, oscureciendo el día, salió de entre los arbustos para dirigirse hacia la numerosa columna de hombres del sur que las contemplaron llegar, aterrados.
Y, antes aún de que los proyectiles alcanzasen su objetivo, ocasionando un maremágnum de gritos, quejidos, jinetes cayendo de sus monturas y sangre empapando el arenoso suelo del sendero, como si el bosque entero se pusiese en movimiento, de entre la espesura salieron los hombres de Gauzón, los de Pravia, los de Oveto y los valles centrales, buscando con ansia hundir sus armas: lanzas, espadas, dagas, hachas y cuchillos, en los cuerpos de sus enemigos. Mientras los jinetes gallegos al mando de Sigmundo, hacían frente a los pocos que se habían salvado del caos producido en la columna y habían continuado su avance por el camino.
Al otro lado del puente, donde la retaguardia de los musulmanes se apresuraba para acudir en ayuda del grueso de su ejército, también comenzaron a resonar las maldiciones, relinchos y alaridos. Saliendo y volviendo a entrar en la espesura, como si de fantasmas se tratase, los pastores astures aparecían, herían, desjarretaban y desaparecían, antes de que los invasores llegasen a darse cuenta realmente de lo que estaba pasando, produciendo un desconcierto similar al que reinaba en el otro lado del puente
En verdad algunos de los integrantes del ejército musulmán eran soldados experimentados. No todos, ni siquiera muchos, pero sí los suficientes para dar una pequeña impresión de marcialidad y comenzar a esforzarse por rechazar el ataque. A las órdenes de sus oficiales, los arqueros tensaron sus cuerdas y respondieron a las flechas asturianas. A corta distancia, era difícil errar en el blanco, y ya no solo fue la sangre árabe la que regó el sendero y llegó a colorear las aguas del río. Viendo que el efecto de la sorpresa inicial ya había pasado, y que el número de los musulmanes igualaba la contienda, Teudis comprendió que, si querían la victoria, no podían tardar mucho en conseguirla. Dejando de momento al grupo de enemigos que rodeaba a su joven caudillo, dispuestos a dar la vida por defender la suya, el conde de Gauzón fijó su interés en el árabe que parecía el jefe del ejército y hacia él se dirigió directamente. Muchos cuerpos eran los que intentaron detener el avance del conde, y otras tantas  almas las que, ese día, partieron en busca del Paraíso prometido por su Profeta; pero si lo alcanzaron, o no, solo ellos lo saben. Al fin consiguió Teudis encontrarse frente al general, que había sido desmontado en los primeros lances de la batalla, y su espada se enfrentó a la cimitarra del árabe. Sin duda el general era experto, seguramente había dirigido a sus hombres en multitud de batallas, y en casi todas había alcanzado la victoria. Pero en la lucha hombre a hombre, cuerpo a cuerpo, no podía compararse al conde de Gauzón. Y, tras un solo intercambio de golpes, Hamid ibn Abd al-Malik, el noble caisita, puso fin a sus años de luchas a las órdenes de los jeques de su tribu, o de Abderrahman ibn Moawia, y se derrumbó, para siempre, en las fértiles tierras de Gallaecia.[1]
No era Teudis hombre que acostumbrase a distraerse durante una batalla, pero en esta ocasión juzgó tan importante que los enemigos se enterasen de que su general había muerto, que, profiriendo un estentóreo grito, levantó los brazos en señal de triunfo, mirando a su rival caído y olvidándose de lo que ocurría a su espalda.
Y, por su espalda llegaba el peligro. Acercándose al conde cristiano, uno de los lugartenientes del general árabe se dispuso a vengar la muerte de su jefe alzando su lanza y dirigiendo la punta hacia la espalda de Teudis.
La primera señal que tuvo el conde de Gauzón de que su vida corría peligro fue un alarido que escuchó a su espalda y un cuerpo cayendo bruscamente contra él. Pero un cuerpo inerte que, al volverse, se derrumbó en el suelo con el ástil de una lanza sobresaliendo de su costado.
Aún no había acabado el conde de comprender lo que había pasado, cuando Luitfred de Suevonia, que desde el otro lado del sendero había llegado a tiempo de abatir al caído, se acercó a él y, con un tirón brusco, recuperó su arma.
-Gracias –acertó a decir, sobresaltado, Teudis–. Te debo la vida.
-Vos me enseñasteis a no distraerme nunca durante un combate –respondió el britano–. No me la debéis a mí, sino a vuestras enseñanzas.
-Pues hagamos honor a ellas –exclamó el conde–. ¡Por Cristo! ¡Adelante!
Los dos guerreros juntaron a sus hombres y cargaron contra los musulmanes, pero éstos se habían agrupado en torno al cadáver de su general y formaban una masa numerosa e impenetrable, en la que, por más hombres que derribasen las espadas expertas y vigorosas de Teudis y Luitfred, no podía encontrarse un lugar indefenso.
Desde lo alto de la colina, Fruela vio cómo el jefe de su ejército, a pesar de que derribaba hombres como quien tala un bosque de jóvenes árboles, no conseguía abrirse paso hacia el puente. También observó que el joven noble había cruzado hasta este lado del río y estaba organizando a los hombres que le acompañaban en una formación cerrada de lanzas que, cuando se dirigiesen en auxilio de los que hacían frente al conde de Gauzón, formarían un frente inexpugnable. Dirigiendo su vista a la otra orilla, divisó a la retaguardia de los musulmanes, formando una línea defensiva con las espaldas hacia el puente, y rechazando los asaltos de los astures, valerosos, pero muy inferiores en número, y comprendió que pronto el cansancio haría mella en sus hombres y que la suerte del combate, hasta ese momento en el fiel de la balanza, se inclinaría, inexorablemente, apoyada en la fuerza de su superioridad numérica, en favor de los invasores. Y decidió que había llegado el momento.
-¡Silo! –exclamó–. ¡Empuña tu espada y sígueme al combate!
-Pero, señor –trato de oponerse el jefe de sus fideles–… Sin vos el reino está perdido. Nuestro deber es manteneros a salvo, y el vuestro permanecer aquí, dirigiendo a vuestras tropas.
-Quizá el reino sobreviva sin mí, pero ten por seguro que yo no sobreviviré sin el reino. Hoy nos salvaremos ambos o pereceremos en el intento. ¡Deja ya las palabras y que sean nuestras espadas las que hablen por nosotros! ¡Vamos!
En un instante, la preocupación principal del conde Pravia no fue convencer a su soberano de que se dejase aconsejar por la prudencia, sino la de no quedarse atrás de la veloz carrera, colina abajo, emprendida por el rey, tarea en la que, como un solo hombre, le siguieron la totalidad de los fideles, hasta que, entre gritos, gemidos, alaridos y entrechocar de aceros impactaron contra los musulmanes que defendían a su joven señor.
Incentivado por lo sucedido anteriormente, echó mano Teudis de toda su experiencia y habilidad para, sin descuidar a los enemigos con los que se enfrentaba, estar atento a todo lo que sucedía en el campo de batalla, por lo que observó el impetuoso ataque del rey y cómo su hermanastro luchaba en primera fila junto al monarca. No podía olvidar el conde la juventud de Silo, del que, como hermano mayor, se sentía responsable y, preocupado por él y seguro de que Luitfred era un caudillo competente para los hombres a su mando, intentó desplazarse por el campo de batalla hasta llegar al lugar en que el joven conde de Pravia ponía en práctica todo lo que su hermano le había enseñado. Vano intento. Cada vez que Teudis derribaba a un enemigo y creía ver expedito su camino, otro ocupaba su lugar.
Entre tajos, paradas y estocadas, el conde de Gauzón pudo ver cómo, por casualidad, Silo había llegado hasta el sitio en que se encontraba el joven jefe de los musulmanes y se enfrentaba a él en combate singular, y desesperado, redobló sus intentos en conseguir despejar un camino para llegar junto a él. Al fin consiguió hacerse un hueco y librar de musulmanes su entorno, y de nuevo buscó a su hermano con la mirada, consciente de que estaba demasiado lejos para llegar a tiempo hasta su lado. Pero no era necesario. Silo había herido en varias ocasiones a su rival, y las rodillas de éste se doblaron. Mientras corría hacia allí, observó el conde que los dos jóvenes cambiaban algunas palabras, y que, luego, el musulmán, haciendo un esfuerzo, se ponía de nuevo en pie.
Pero también vio al rey Fruela acercarse hacia ellos describiendo poderosos molinetes con su espada y cumpliendo su promesa de derribarles como si fueran espigas de un campo de trigo. Y que, con el último, separó limpiamente la cabeza del joven musulmán que, agónicamente, levantaba su espada para atacar a un Silo que le miraba, sorprendido.
La muerte de sus caudillos fue la gota que desbordó el vaso de la decisión de los musulmanes, que, en tropel, intentaron repasar el puente, perseguidos por los hombres de Teudis y chocando, en su intento, con sus compañeros que intentaban mantener alejados a los astures. Al fin, se desbordaron como un torrente descontrolado corriendo hacia el sur, hacia la lejana seguridad de sus tierras, pero fueron muy pocos los que evitaron pagar con sus vidas la osadía de haber provocado a Fruela, rey de Asturias, en su propio territorio.
Cuando Teudis llegó adónde se encontraba su hermano, éste aún contemplaba el cuerpo sin vida de su enemigo. – ¿Estás bien? –le preguntó.
-Le había herido en varias ocasiones –dijo Silo, sin responder a su pregunta–. Le había vencido. Le pedí que se rindiera, pero dijo que no volvería derrotado a presencia de su padre y, aún no sé cómo, volvió a ponerse de pie. Sin ni siquiera fuerzas para sostenerse, intentó alzar su espada y entonces…, llegó el rey. Era muy joven, quizá aún más que yo. No era necesario matarle.
Teudis miró la cabeza separada del tronco del jefe musulmán, y no pudo dejar de notar un extraño parecido con su hermano menor. Luego puso la mano en su hombro.  –Quizá no –le dijo–; pero, sin su muerte, sus hombres no hubieran emprendido la huída. Era la clave de la batalla, y Fruela lo sabía.
Silo paseó su mirada por las riberas del río, con las aguas coloreadas de rojo, por el sendero, lleno de cadáveres o de heridos que no tardarían en serlo, cristianos y musulmanes mezclados unos con otros. –Entonces –dijo–, ¿por qué han tenido que morir todos los demás?
-No busques razones lógicas a las guerras –respondió Teudis–. No las tienen. Limítate a cumplir con tu deber para con tu rey y con tu pueblo.
En ese momento, un Fruela bañado en sangre de los pies a la cabeza, aunque apenas unas gotas fueran suyas propias, se acercó a los dos hermanos. – ¡Victoria! –exclamó–. ¡Nuestro Señor Jesucristo nos ha concedido la victoria! ¡Hemos acabado con los infieles! ¡Ahora nadie podrá decir que no soy digno hijo de mi padre!
Pero, cuando el monarca se alejó, entre las aclamaciones de sus hombres, el joven Silo agachó la cabeza. –No estoy tan seguro –musitó en voz baja.






[1] No hay ningún argumento (antes al contrario) que nos indique que este noble caisita, personaje real y uno de los primeros partidarios de Abderrahmán, fuese quien, junto con Omar, mandase el ejército derrotado en Pontuvio. Pero como ya le habíamos utilizado en capítulos anteriores, y no le vamos a necesitar en lo sucesivo, le solicitamos este último servicio a la trama de la novela.

Reyes Asturianos: Un blog sobre el universo de novela histórica de Pablo Vega: Estado actual de La Estirpe de los Reyes (II)

Reyes Asturianos: Un blog sobre el universo de novela histórica de Pablo Vega: Estado actual de La Estirpe de los Reyes (II):             Como anunciamos en la entrada anterior, vamos a contar ahora un breve resumen de lo que ocurre en la trama correspondiente a la...