Hace unos
días, el 25 de julio, día de Santiago, Facebook me recordó que todos los años,
en esa fecha, hacía un resumen de cómo se encontraba la redacción de la novela
en que trabajaba en ese momento. Y también recordé que, desde marzo no he publicado
nada en mi página ni en mi blog. Aunque sea con unos días de retraso, en uno de
los casos, y de más de tres meses, en el otro, voy a intentar solucionarlo.
Desde
la anterior entrada en la página de Pelayo, Rey, el 19 de marzo, en la que
anuncié que las tramas de la novela, en el orden cronológico, ya habían
alcanzado el año 756, fecha en el que finaliza la tercera de mis novelas, El
Muladí, he estado trabajando en acontecimientos (reales o ficticios) que
ocurren a la vez que los ya relatados en la cuarta y siguiente, La Cruz de los
Ángeles. Y las complicaciones por relatar situaciones ya descritas en
anteriores libros han aumentado; La Cruz de los Ángeles, como ya he explicado
varias veces, aunque se redactó nada más terminar Pelayo, rey, allá por el
1998, no se publicó, para respetar el orden cronológico, hasta 2015, en cuarto
lugar, después de El Muladí, de su antecesora, La Muralla Esmeralda, y de la
que dio origen a la serie, Pelayo, Rey, lo que ocasionó varios (demasiados)
errores en cuanto a la coordinación de su trama con la de las otras novelas
escritas posteriormente, pero que se editaron con antelación.
Al
redactar la actual, La Estirpe de los Reyes, he intentado adecuar su desarrollo
a lo ya narrado en La Muralla Esmeralda y en El Muladí. Ahora me correspondía
hacer lo mismo con lo referente a La Cruz de los Ángeles, pero he descubierto
que, al ceñirme a ésta, entraba en contradicciones (no muchas ni graves, es
cierto, pero sí apreciables) con los capítulos anteriores, concordantes con las
otras dos novelas. Y si no lo hacía, los lectores que hubieran leído la novela
que narra la vida de Fruela I y de su hijo, Alfonso II, “el casto”, notarían
que las cosas no encajaban del todo bien. ¿Había solución? En cuanto a eliminar
esos desajustes, no. Pero en cuanto a disimularlos de tal manera que no fuesen
demasiado ostensibles, sí (al menos, eso espero). Y, una vez más, la tarea de
creación literaria ha tenido que ceder ante la, más complicada y menos
gratificante, de encajar, inventar, paliar, y sustituir las escenas previstas
por otras que hagan que la trama no discrepe demasiado con lo narrado en otros
libros.
Eso ha
llevado a que, en estos tres meses, solo haya podido redactar borradores
provisionales de los capítulos 24 y 26 de la trama que sucede en Asturias, y 25
y 27, de la que narra los hechos del emirato cordobés. Aunque quizá, debido a
la cantidad de material nuevo que he tenido que introducir para encajar todo,
algunos de esos capítulos, o todos, han alcanzado tanta extensión que aconsejen
dividirlos en dos. Y, por consiguiente, la novela pueda llegar, incluso, a ser
tan voluminosa, que haya que convertirla, a su vez, en dos. (Voy por 312.536
palabras y casi 600 páginas).
Otra de
las complicaciones es que algunas escenas ya han sido relatadas en las novelas
anteriores. Ante ello, he empleado varias soluciones: A- suprimirlas (las que
no son imprescindibles en la trama o en sus ajustes); B – evitar describirlas
yo mismo como narrador, haciendo que alguno de los personajes presentes en las
mismas las relate a otro haciendo un breve resumen e incluyendo solo lo
necesario para que se comprenda la trama; y C – narrarlas desde otro punto de
vista.
A
continuación transcribo la batalla de Pontuvio, tal y como la describo en La
Cruz de los Ángeles y del modo como pienso hacerlo en ésta. (Haciendo la
salvedad de que, como en la actual aún estoy redactando el borrador, quizá en
la redacción definitiva introduzca cambios o, simplemente, no aparezca).
De
La Cruz de los Ángeles:
Al otro
lado del río Eume, cerca de la localidad de Pontuvio, el joven Silo podía oir
los latidos de su propio corazón, tal era el silencio que mantenían los
guerreros ocultos en la maleza que poblaba la ladera que descendía suavemente
hacia el sitio en que el sendero cruzaba el río por un angosto puente. Si
variado era el ejército que en esos mismos momentos comenzaba a cruzar el
estrecho curso de agua, no menos heterogéneo lo era el formado por los soldados
emboscados ante él. Veteranos guerreros que habían acompañado al rey Alfonso en
sus correrías por toda la meseta esperaban codo con codo junto con los jóvenes
nobles, compañeros de armas del rey Fruela, cuya única experiencia militar
habían sido las casi incruentas campañas contra los vascones. Descendientes de
los orgullosos nobles godos, junto con los nietos de los pastores astures que
habían luchado en la ya mítica batalla de Covadonga, y al lado de campesinos
gallegos o vascos, esperaban, anhelantes, a que se diese la orden de comenzar
la batalla. Los hijos de los cristianos de la tierra de Campos, liberados por
las campañas del rey católico del dominio musulmán y reaposentados en los
valles asturianos, tenían al lado a jóvenes cuyas familias residían en aquellas
tierras desde los tiempos del imperio. Detrás de todos, el rey Fruela mantenía
la calma, aguardando a que una parte considerable de los musulmanes hubiera
cruzado el puentecillo.
─¡Ahora!
─gritó con voz potente─. ¡Por Nuestro Señor Jesucristo! ¡A ellos!
En honor a
la verdad, hay que reconocer que, si el ataque fue realizado con la precisión
de guerreros experimentados, los musulmanes reaccionaron con la sangre fría y
la presteza de soldados no menos fogueados. Cerraron sus filas y, a las órdenes
de sus jefes, contraatacaron hábilmente. Densas y certeras volaron por los
aires las azagayas africanas, oscureciendo el sol con su número. Pero no menos
densas y aún más precisas fueron las lanzas y dardos asturianos en busca de los
corazones enemigos. Agotadas las armas arrojadizas, decididos los unos a
avanzar y los otros a no retroceder, ambos ejércitos llegaron al cuerpo a
cuerpo, y la líquida fuente de vida, derramada con generosidad, comenzó a
enrojecer el hasta entonces puro caudal del río Eume.
Con valor
frío manejaron sus espadas los veteranos asturianos, y con ímpetu juvenil les
igualaron los jóvenes novatos, cobrando y pagando todos un oneroso tributo de
sangre y vidas. Pero si terrible era la carga de los cristianos, los
musulmanes, apoyados en su superior número, no cedían un paso aguardando el
momento en que, indefectiblemente, se detuviese el avance atacante, para,
aprovechando el agotamiento de los asturianos, inclinar la balanza a su favor.
Fruela,
en lo alto de la colina, rodeado de su guardia personal, contempló a Teudis, en
el centro de la línea, abatiendo por docenas a los enemigos con los poderosos
golpes de su espada, pero sin conseguir abrir la brecha necesaria en las filas
sarracenas para conseguir la victoria, y observó los primeros síntomas de abatimiento
en las alas de su ejército.
─¡Silo!
─gritó al jefe de sus fieles─. ¡Es el momento! ¡Empuña tu espada y sígueme al
combate!
─Pero
señor ─trató de oponerse el joven─, sin vos el reino está perdido. Nuestro
deber es manteneros a salvo y el vuestro continuar aquí, dirigiendo a vuestras
tropas.
─Quizá el
reino sobreviva sin mí, pero ten por cierto que yo no sobreviviré sin el reino.
Hoy nos salvaremos ambos, o pereceremos en el intento. ¡Deja ya las palabras y
que sean nuestras espadas las que hablen por nosotros! ¡Vámos!
Con
ímpetu incontenible el rey Fruela descendió por la ladera, y con él, el joven
Silo y los nobles de la guardia. En las filas contrarias, el príncipe Omar,
observando lo indeciso de la contienda, había igualmente decidido tomar parte
personalmente en la lucha y se incorporó a las primeras filas de los
combatientes.
Aquél día
permanecería grabado durante mucho tiempo en la memoria del joven Silo. El
avance hasta llegar a la primera fila pasando al lado, o eventualmente, por
encima, de muertos y heridos, compañeros todos y algunos, parientes o amigos.
El choque con las avanzadas enemigas, encontrándose, sin casi tener tiempo para
darse cuenta de ello, en mitad de la vorágine, golpeando, parando, alanceando,
cortando e hiriendo sin parar. Los miembros cercenados, las entrañas
desparramadas y la sangre, cristiana o musulmana, derramada sin cicatería,
empapando todo por doquier.
La
habilidad guerrera del noble le salvó, en los primeros instantes, de perder la
vida. Pero después de haber conseguido, de modo casi involuntario, detener los
primeros golpes de los enemigos que el azar hizo llegar a su lado, se sintió
poseído por la furia de la batalla. No era el momento de observar la masacre
que estaba teniendo lugar en las orillas del río Eume, ni de meditar sobre
ello, sino de vencer o morir. Y su destreza con las armas le permitió acercarse
más a lo primero que a lo segundo.
El joven,
seguido de varios de los hombres de la guardia real, abrió un sangriento surco
en las líneas musulmanas, penetrando profundamente en ellas y llevado después,
por la casualidad, hasta el mismo sitio en que Omar ibn Abderrahmán intentaba,
con su ejemplo personal, inclinar la suerte de la batalla a su favor.
Los dos
jovenes, casi de la misma edad, se enfrentaron con ardor. El ojo humano apenas
podía seguir las veloces trayectorias de sus golpes, y la potencia que ponían
en ellos hacía temblar sus armas cuando entrechocaban despidiendo centellas a
su alrededor. La destreza de ambos era similar, pero al cabo la superior fuerza
física del noble del norte fue imponiéndose sobre la habilidad del príncipe
meridional.
Omar
comenzó a sangrar abundantemente por numerosos cortes y heridas, superficiales
y profundos, y sus golpes se hicieron gradualmente menos rápidos y poderosos. Unos
fugaces vistazos hacia sus costados le convencieron de que, por doquier, sus
hombres comenzaban a retroceder, y su ánimo se debilitó tanto como sus fuerzas.
Por fin, cuando la espada de Silo, venciendo sus defensas y quebrando su
armadura, penetró más profundamente en su pecho, permitió que sus rodillas se
doblasen y se apoyasen en el sangriento
suelo.
Silo vio
a su enemigo a su merced y se dispuso a dar el golpe definitivo, pero algo
detuvo su mano. Acaso sospechó por un instante que por las venas de aquél joven
caudillo musulmán corría la misma sangre que por las suyas, que en realidad
eran primos lejanos, ya que su madre estaba emparentada con los Omeyas. O acaso
simplemente los juveniles y nobles rasgos de su oponente le movieron a la
piedad.
─¡Estás
perdido! ─le dijo─. Rinde tu espada.
─¡Eso
nunca! ─contestó el hijo del Emir de Córdoba─. No me presentaré derrotado
delante de mi padre ─y haciendo un supremo esfuerzo se puso de pie de nuevo─.
¡Alá me ayude, antes prefiero la muerte!
Y su dios
atendió sus deseos.
Fruela,
que se acercaba como un torbellino, abatiendo enemigos de la misma manera que
el segador corta las espigas de un campo de trigo, como había predicho al
enterarse de la presencia de los musulmanes, y que había visto como el jefe de
los invasores se incorporaba, aparentemente dispuesto a reanudar el combate,
alzó su espada y la hizo describir rápidos y mortales molinetes. La sangre de
Omar salpicó el rostro de Silo y resbaló por su cuerpo mezclándose con la del
conde asturiano. Cristiana o musulmana, pero roja y espesa, cayó en gruesos
goterones cerca de donde la cabeza del príncipe musulmán, separada de sus
hombros, reposaba sobre la tierra.
La muerte
de su caudillo fue la gota que desbordó el vaso de la resistencia de los
musulmanes, que buscaron la salvación en la huída. Vano intento, pues los
asturianos, enardecidos, continuaron en su persecución sin dar descanso a las
espadas, y no cesando en su afán guerrero hasta que no quedaron enemigos con
vida a sus alcances.
─¡Victoria!
─gritó el rey, triunfante─. ¡Nuestro Señor Jesucristo nos ha concedido la
victoria! ¡Hemos acabado con los infieles! ¡Ahora nadie podrá decir que no soy
digno hijo de mi padre!
─No estoy
tan seguro ─musitó en voz baja Silo contemplando la cabeza del derrotado
enemigo. Y luego se alejó lentamente. Pero entre las celebraciones del triunfo,
nadie se dio cuenta de ello. Ni siquiera los muertos y heridos por entre los
que le llevó su camino, y que no participaban del júbilo reinante.
De
La Estirpe de los reyes (en proyecto)
El tiempo
transcurrido desde el amanecer se le hizo eterno al conde Teudis, agazapado
tras los arbustos. Ya le dolían las piernas de permanecer en una incómoda
postura, cuando un grupo de jinetes ataviados con blancas túnicas y tocados con
turbantes de colores apareció al otro lado del puentecillo. Tras mirar a un
lado y a otro, lo cruzaron al galope y se detuvieron de nuevo, oteando en su
torno. Teudis pensó que era imposible que no escuchasen los latidos de su
corazón, o que no se diesen cuenta de los hombres que, ocultos a ambos lados,
permanecían en tensión. Pero sobradamente seguros deberían sentirse los
musulmanes, que aguardaron hasta que una numerosa columna apareció por el
sendero acercándose al puentecillo. A su cabeza, un árabe ataviado lujosamente,
se adelantó y, tras cambiar unas palabras con los jinetes avanzados, éstos
partieron de nuevo hacia adelante, mientras el grueso de la columna comenzaba a
cruzar el río.
Tras el
jefe y los hombres que le acompañaban, que siguieron tras los jinetes
avanzados, un nuevo grupo se acercó al puente, encabezado por otro personaje
principal, éste apenas un muchacho, pero tratado con deferencia por los que le
rodeaban. Y apenas pudo Teudis prestar atención al joven, pues, en ese momento,
unas voces resonaron en la dirección en que habían avanzado los musulmanes,
que, rápidamente, se adelantaron en busca de su vanguardia, mientras el grupo
del joven se apresuraba a cruzar el puente. Y, en ese momento, dominando el
griterío, el denso sonido de un cuerno de caza resonó en el valle haciendo que,
por un momento, los musulmanes se detuviesen en su avance.
Aún
vibraban en el aire las notas del cuerno, cuando una nube de flechas, dardos y
azagayas, oscureciendo el día, salió de entre los arbustos para dirigirse hacia
la numerosa columna de hombres del sur que las contemplaron llegar, aterrados.
Y, antes
aún de que los proyectiles alcanzasen su objetivo, ocasionando un maremágnum de
gritos, quejidos, jinetes cayendo de sus monturas y sangre empapando el arenoso
suelo del sendero, como si el bosque entero se pusiese en movimiento, de entre
la espesura salieron los hombres de Gauzón, los de Pravia, los de Oveto y los
valles centrales, buscando con ansia hundir sus armas: lanzas, espadas, dagas,
hachas y cuchillos, en los cuerpos de sus enemigos. Mientras los jinetes
gallegos al mando de Sigmundo, hacían frente a los pocos que se habían salvado
del caos producido en la columna y habían continuado su avance por el camino.
Al otro
lado del puente, donde la retaguardia de los musulmanes se apresuraba para
acudir en ayuda del grueso de su ejército, también comenzaron a resonar las
maldiciones, relinchos y alaridos. Saliendo y volviendo a entrar en la
espesura, como si de fantasmas se tratase, los pastores astures aparecían,
herían, desjarretaban y desaparecían, antes de que los invasores llegasen a
darse cuenta realmente de lo que estaba pasando, produciendo un desconcierto
similar al que reinaba en el otro lado del puente
En verdad
algunos de los integrantes del ejército musulmán eran soldados experimentados.
No todos, ni siquiera muchos, pero sí los suficientes para dar una pequeña
impresión de marcialidad y comenzar a esforzarse por rechazar el ataque. A las
órdenes de sus oficiales, los arqueros tensaron sus cuerdas y respondieron a
las flechas asturianas. A corta distancia, era difícil errar en el blanco, y ya
no solo fue la sangre árabe la que regó el sendero y llegó a colorear las aguas
del río. Viendo que el efecto de la sorpresa inicial ya había pasado, y que el
número de los musulmanes igualaba la contienda, Teudis comprendió que, si
querían la victoria, no podían tardar mucho en conseguirla. Dejando de momento
al grupo de enemigos que rodeaba a su joven caudillo, dispuestos a dar la vida
por defender la suya, el conde de Gauzón fijó su interés en el árabe que
parecía el jefe del ejército y hacia él se dirigió directamente. Muchos cuerpos
eran los que intentaron detener el avance del conde, y otras tantas almas las que, ese día, partieron en busca del Paraíso
prometido por su Profeta; pero si lo alcanzaron, o no, solo ellos lo saben. Al
fin consiguió Teudis encontrarse frente al general, que había sido desmontado
en los primeros lances de la batalla, y su espada se enfrentó a la cimitarra
del árabe. Sin duda el general era experto, seguramente había dirigido a sus
hombres en multitud de batallas, y en casi todas había alcanzado la victoria.
Pero en la lucha hombre a hombre, cuerpo a cuerpo, no podía compararse al conde
de Gauzón. Y, tras un solo intercambio de golpes, Hamid ibn Abd al-Malik, el
noble caisita, puso fin a sus años de luchas a las órdenes de los jeques de su
tribu, o de Abderrahman ibn Moawia, y se derrumbó, para siempre, en las
fértiles tierras de Gallaecia.[1]
No era
Teudis hombre que acostumbrase a distraerse durante una batalla, pero en esta
ocasión juzgó tan importante que los enemigos se enterasen de que su general
había muerto, que, profiriendo un estentóreo grito, levantó los brazos en señal
de triunfo, mirando a su rival caído y olvidándose de lo que ocurría a su
espalda.
Y, por su
espalda llegaba el peligro. Acercándose al conde cristiano, uno de los
lugartenientes del general árabe se dispuso a vengar la muerte de su jefe
alzando su lanza y dirigiendo la punta hacia la espalda de Teudis.
La
primera señal que tuvo el conde de Gauzón de que su vida corría peligro fue un
alarido que escuchó a su espalda y un cuerpo cayendo bruscamente contra él.
Pero un cuerpo inerte que, al volverse, se derrumbó en el suelo con el ástil de
una lanza sobresaliendo de su costado.
Aún no
había acabado el conde de comprender lo que había pasado, cuando Luitfred de
Suevonia, que desde el otro lado del sendero había llegado a tiempo de abatir
al caído, se acercó a él y, con un tirón brusco, recuperó su arma.
-Gracias
–acertó a decir, sobresaltado, Teudis–. Te debo la vida.
-Vos me
enseñasteis a no distraerme nunca durante un combate –respondió el britano–. No
me la debéis a mí, sino a vuestras enseñanzas.
-Pues
hagamos honor a ellas –exclamó el conde–. ¡Por Cristo! ¡Adelante!
Los dos
guerreros juntaron a sus hombres y cargaron contra los musulmanes, pero éstos
se habían agrupado en torno al cadáver de su general y formaban una masa
numerosa e impenetrable, en la que, por más hombres que derribasen las espadas
expertas y vigorosas de Teudis y Luitfred, no podía encontrarse un lugar
indefenso.
Desde lo
alto de la colina, Fruela vio cómo el jefe de su ejército, a pesar de que
derribaba hombres como quien tala un bosque de jóvenes árboles, no conseguía
abrirse paso hacia el puente. También observó que el joven noble había cruzado
hasta este lado del río y estaba organizando a los hombres que le acompañaban
en una formación cerrada de lanzas que, cuando se dirigiesen en auxilio de los
que hacían frente al conde de Gauzón, formarían un frente inexpugnable.
Dirigiendo su vista a la otra orilla, divisó a la retaguardia de los
musulmanes, formando una línea defensiva con las espaldas hacia el puente, y
rechazando los asaltos de los astures, valerosos, pero muy inferiores en número,
y comprendió que pronto el cansancio haría mella en sus hombres y que la suerte
del combate, hasta ese momento en el fiel de la balanza, se inclinaría,
inexorablemente, apoyada en la fuerza de su superioridad numérica, en favor de
los invasores. Y decidió que había llegado el momento.
-¡Silo!
–exclamó–. ¡Empuña tu espada y sígueme al combate!
-Pero,
señor –trato de oponerse el jefe de sus fideles–… Sin vos el reino está
perdido. Nuestro deber es manteneros a salvo, y el vuestro permanecer aquí,
dirigiendo a vuestras tropas.
-Quizá el
reino sobreviva sin mí, pero ten por seguro que yo no sobreviviré sin el reino.
Hoy nos salvaremos ambos o pereceremos en el intento. ¡Deja ya las palabras y
que sean nuestras espadas las que hablen por nosotros! ¡Vamos!
En un
instante, la preocupación principal del conde Pravia no fue convencer a su
soberano de que se dejase aconsejar por la prudencia, sino la de no quedarse
atrás de la veloz carrera, colina abajo, emprendida por el rey, tarea en la
que, como un solo hombre, le siguieron la totalidad de los fideles, hasta que,
entre gritos, gemidos, alaridos y entrechocar de aceros impactaron contra los
musulmanes que defendían a su joven señor.
Incentivado
por lo sucedido anteriormente, echó mano Teudis de toda su experiencia y
habilidad para, sin descuidar a los enemigos con los que se enfrentaba, estar
atento a todo lo que sucedía en el campo de batalla, por lo que observó el
impetuoso ataque del rey y cómo su hermanastro luchaba en primera fila junto al
monarca. No podía olvidar el conde la juventud de Silo, del que, como hermano
mayor, se sentía responsable y, preocupado por él y seguro de que Luitfred era
un caudillo competente para los hombres a su mando, intentó desplazarse por el
campo de batalla hasta llegar al lugar en que el joven conde de Pravia ponía en
práctica todo lo que su hermano le había enseñado. Vano intento. Cada vez que
Teudis derribaba a un enemigo y creía ver expedito su camino, otro ocupaba su
lugar.
Entre
tajos, paradas y estocadas, el conde de Gauzón pudo ver cómo, por casualidad,
Silo había llegado hasta el sitio en que se encontraba el joven jefe de los
musulmanes y se enfrentaba a él en combate singular, y desesperado, redobló sus
intentos en conseguir despejar un camino para llegar junto a él. Al fin
consiguió hacerse un hueco y librar de musulmanes su entorno, y de nuevo buscó
a su hermano con la mirada, consciente de que estaba demasiado lejos para
llegar a tiempo hasta su lado. Pero no era necesario. Silo había herido en
varias ocasiones a su rival, y las rodillas de éste se doblaron. Mientras
corría hacia allí, observó el conde que los dos jóvenes cambiaban algunas
palabras, y que, luego, el musulmán, haciendo un esfuerzo, se ponía de nuevo en
pie.
Pero
también vio al rey Fruela acercarse hacia ellos describiendo poderosos
molinetes con su espada y cumpliendo su promesa de derribarles como si fueran
espigas de un campo de trigo. Y que, con el último, separó limpiamente la
cabeza del joven musulmán que, agónicamente, levantaba su espada para atacar a
un Silo que le miraba, sorprendido.
La muerte
de sus caudillos fue la gota que desbordó el vaso de la decisión de los
musulmanes, que, en tropel, intentaron repasar el puente, perseguidos por los
hombres de Teudis y chocando, en su intento, con sus compañeros que intentaban
mantener alejados a los astures. Al fin, se desbordaron como un torrente
descontrolado corriendo hacia el sur, hacia la lejana seguridad de sus tierras,
pero fueron muy pocos los que evitaron pagar con sus vidas la osadía de haber provocado
a Fruela, rey de Asturias, en su propio territorio.
Cuando
Teudis llegó adónde se encontraba su hermano, éste aún contemplaba el cuerpo
sin vida de su enemigo. – ¿Estás bien? –le preguntó.
-Le había
herido en varias ocasiones –dijo Silo, sin responder a su pregunta–. Le había
vencido. Le pedí que se rindiera, pero dijo que no volvería derrotado a
presencia de su padre y, aún no sé cómo, volvió a ponerse de pie. Sin ni
siquiera fuerzas para sostenerse, intentó alzar su espada y entonces…, llegó el
rey. Era muy joven, quizá aún más que yo. No era necesario matarle.
Teudis
miró la cabeza separada del tronco del jefe musulmán, y no pudo dejar de notar
un extraño parecido con su hermano menor. Luego puso la mano en su hombro. –Quizá no –le dijo–; pero, sin su muerte, sus
hombres no hubieran emprendido la huída. Era la clave de la batalla, y Fruela
lo sabía.
Silo
paseó su mirada por las riberas del río, con las aguas coloreadas de rojo, por
el sendero, lleno de cadáveres o de heridos que no tardarían en serlo,
cristianos y musulmanes mezclados unos con otros. –Entonces –dijo–, ¿por qué
han tenido que morir todos los demás?
-No
busques razones lógicas a las guerras –respondió Teudis–. No las tienen.
Limítate a cumplir con tu deber para con tu rey y con tu pueblo.
En ese
momento, un Fruela bañado en sangre de los pies a la cabeza, aunque apenas unas
gotas fueran suyas propias, se acercó a los dos hermanos. – ¡Victoria!
–exclamó–. ¡Nuestro Señor Jesucristo nos ha concedido la victoria! ¡Hemos
acabado con los infieles! ¡Ahora nadie podrá decir que no soy digno hijo de mi
padre!
Pero,
cuando el monarca se alejó, entre las aclamaciones de sus hombres, el joven
Silo agachó la cabeza. –No estoy tan seguro –musitó en voz baja.
[1] No
hay ningún argumento (antes al contrario) que nos indique que este noble
caisita, personaje real y uno de los primeros partidarios de Abderrahmán, fuese
quien, junto con Omar, mandase el ejército derrotado en Pontuvio. Pero como ya
le habíamos utilizado en capítulos anteriores, y no le vamos a necesitar en lo
sucesivo, le solicitamos este último servicio a la trama de la novela.